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Lola

Dolores García Concepción, Lola para todo el mundo, se sentaba en el muro de piedra, más banco que muro y casi canapé de bordadoras, entrevistas, comentarios, sueños y resúmenes que hay en la cuesta de El Planto, justo a mitad del camino que yo recorría de niña y de mayor para llegar al mar. Ella era la dueña de la casa y por ella desfilaron madres, tías, amigas de la familia, vecinas y predicadores. Era un banco especial donde Lola bordaba al atardecer cuando ya había terminado las cosas de la casa. Aquello era más que un lugar de descanso. Era atalaya, mirador y torre de vigilancia. Nadie, absolutamente nadie, podía pasar por delante del canapé de Lola sin permiso de sus ojos. Era necesario pararse, abrir la cancela de hierro y ascender (ascender es la palabra exacta) a su reino.

El beso de Lola, al volver cada verano a la isla, era parte del ritual. Primero Lola, luego el corto pasillo que nos llevaba a casa de Paulina, y el beso a Paulina. Ese recorrido era obligatorio en nuestra escala de costumbres y valores. Había que pasar por delante de su almohadilla de tela con bolsillos hechos de retales de colores donde prendían sus dedos la longitud de sábanas y manteles para llegar a otros territorios que colindaban con los de ella. Y ella regaba las flores y los anturios y las matas de hierba para agüitas sanadoras y su enorme, implacable, granado que era la envidia de todas las amigas y vecinas. El granado de Lola era un prodigio. Daba de todo: granadas, pájaros, enredaderas, macetas de orquídeas de chocolate y cántaros de leche. Por el suelo del camino de piedra se abrían las granadas como perlas jugosas al salir de la escuela los niños de El Planto. Y allí íbamos todos a recoger los frutos y los caramelos que Lola repartía a manos llenas.

El Planto va quedando vacío. Aquellas mujeres que poblaban las terrazas, las ventanas y los bancos del camino; que reían por todo y de todo en lo que andaban metidas, se van borrando, poco a poco, de mis fotografías. De color sepia sus rostros han perdido la voz y la risa. Y allí estoy yo, sentada, con el pelo recién peinado, los rizos duros del limón que mis tías y ellas, Paulina y Lola, habían puesto en mi cabeza para que pudiera conservarlos. Allí estoy aún. Allí está aquella niña triste que se diluye entre mujeres esplendorosas, bellas y vivarachas que se inclinan hacia el camino para divertirse con los que se atreven a pasar por delante a pesar de sus burlas y sus risas inocentes. La foto se borra lentamente. Ellas se van de mi vida y del muro de piedra. Pero queda su aroma pegado a mi piel. Sus manos en el aire bordando ajuares propios y ajenos, y, sobre todo, el beso de Lola y el granado que me regaló una de esas tardes y que crece, lentamente, en mi corazón y allá en el norte de su isla y de la mía.

 

Elsa López

31 de mayo de 2017

Dolores García Concepción, Lola para todo el mundo, se sentaba en el muro de piedra, más banco que muro y casi canapé de bordadoras, entrevistas, comentarios, sueños y resúmenes que hay en la cuesta de El Planto, justo a mitad del camino que yo recorría de niña y de mayor para llegar al mar. Ella era la dueña de la casa y por ella desfilaron madres, tías, amigas de la familia, vecinas y predicadores. Era un banco especial donde Lola bordaba al atardecer cuando ya había terminado las cosas de la casa. Aquello era más que un lugar de descanso. Era atalaya, mirador y torre de vigilancia. Nadie, absolutamente nadie, podía pasar por delante del canapé de Lola sin permiso de sus ojos. Era necesario pararse, abrir la cancela de hierro y ascender (ascender es la palabra exacta) a su reino.

El beso de Lola, al volver cada verano a la isla, era parte del ritual. Primero Lola, luego el corto pasillo que nos llevaba a casa de Paulina, y el beso a Paulina. Ese recorrido era obligatorio en nuestra escala de costumbres y valores. Había que pasar por delante de su almohadilla de tela con bolsillos hechos de retales de colores donde prendían sus dedos la longitud de sábanas y manteles para llegar a otros territorios que colindaban con los de ella. Y ella regaba las flores y los anturios y las matas de hierba para agüitas sanadoras y su enorme, implacable, granado que era la envidia de todas las amigas y vecinas. El granado de Lola era un prodigio. Daba de todo: granadas, pájaros, enredaderas, macetas de orquídeas de chocolate y cántaros de leche. Por el suelo del camino de piedra se abrían las granadas como perlas jugosas al salir de la escuela los niños de El Planto. Y allí íbamos todos a recoger los frutos y los caramelos que Lola repartía a manos llenas.