Lo cierto es que la guerra no es algo nuevo, ni algo que se ha sacado de un pasado lejano. La guerra ha convivido con nosotros desde siempre, ha seguido nuestro día a día muy de cerca. Se ha ocultado entre aquellas masas de población que no merecen ser nombradas en el telediario matutino, se ha dibujado en un terreno considerado como tercermundista, se ha borrado de nuestro mapa de interés, estableciéndose en un lugar donde el nivel socioeconómico, educativo, sanitario…es prácticamente nulo y, por tanto, para nosotros europeos y desarrollados, no existe. Aquello que no vemos, no existe, creando una nebulosa de ocultismo por parte de los poderes políticos y económicos en torno a aquellos que no merecen ser nombrados, aquellos que siempre serán anónimos.
La censura de las fuentes es una realidad que tampoco nos ha abandonado, la información sobre aquellos países subdesarrollados se encuentra mediatizada por los grandes directores de los medios, por las masas de audiencia que determinan qué tratamiento y tiempo dar a cada contenido en antena. Pertenecer a las élites te permite establecerte dentro de las noticias del día a día, te permite contar y ser contado dentro de la programación televisiva, te permite ser escuchado y salir del vértigo del anonimato. También es cierto y no debemos quitarle importancia que hay cierta información a la que es complicado acceder, debido a las limitaciones de libertad de expresión y redacción que contemplan algunos países. Por lo que los periodistas deben recurrir a fuentes oficiales que pueden estar subordinadas a los poderes políticos y tergiversar la realidad de cada situación. Pero aun siendo conscientes de este factor, debemos reivindicar nuestro derecho a estar y ser comunicado, a acceder a los acontecimientos que ocurren en cualquier parte del mundo, pero, sobre todo, debemos reivindicar nuestro deber.
A menudo escuchamos frases como: “aquello que no te mata, te hace más fuerte” o “de los errores se aprende”. Pero deberíamos preguntarnos qué es lo que estamos aprendiendo, porque la realidad nos demuestra que, realmente, no hemos aprendido nada. Algunos se atreverían a pensar que todos los hechos históricos que hemos vivido: guerras, pandemias, desastres naturales…han contribuido a la mejora del ser humano, pero otros menos optimistas, nos atreveríamos a asegurar que esto no nos ha vuelto, ni por asomo, mejores.
Lo cierto es que la guerra no ha cambiado, ni tampoco nos ha cambiado, igual que está ocurriendo con la pandemia de la covid-19. Cuando finalizó el confinamiento, cuando finalmente pudimos salir a la calle, no decidimos invertir ni apostar por la sanidad, como se pensaba hacer, no decidimos dedicar más tiempo a estar y cuidar a los demás, como se esperaba hacer. Simplemente volvimos a nuestra vida, a la rutina embriagadora que nos impide ver más allá de nuestro propio ombligo. El ser humano parece que tiende a olvidar rápidamente, parece que no puede enfrentarse a los problemas, los evita y ahora hacerlo es tan sencillo como apagar la televisión.
La guerra, como decíamos, no es algo nuevo, lo nuevo es su proximidad, su cercanía dentro del territorio occidental. En la actualidad hay al menos 63 guerras activas, en países como Siria, la guerra se mantiene desde 2011, lo que significa 10 años de muertes, de miedo, de incertidumbre, de pasar hambre y dolor, 10 años que para algunos pocos de nosotros se ha resumido, como mucho, en un noticiario de unos minutos de duración y para otros muchos ni siquiera en eso. La guerra no es algo nuevo, pero podemos hacer que sea algo viejo. Podemos seguir batallando, aunque sin armas, por un futuro mejor; por un futuro en el que todas las personas, sin distinción alguna, sean escuchadas y nombradas; por un futuro en el que la información sea realmente libre y accesible; por un futuro en el que podamos decir, abierta y firmemente, que hemos cambiado, que hemos luchado y lo seguimos haciendo por ser mejor.