No pierdo la esperanza, madre, de enfilar algún día el sendero de manzanilla que lleva hasta donde te encuentras. Tras una ventana iluminada por el sol de la mañana o por las lámparas de la noche, la aguja y el dedal dibujan en el aire la danza que precede a la forma. Tu diestra mano deja una pequeña margarita sobre la almohadilla del borde. Todos estos últimos años, madre, he olvidado sembrar manzanilla en diciembre o enero y cuando en marzo o en abril la veo en los huertos o a la ribera del camino, siento envidia de no tenerla en casa. Recuerdo que contigo nunca faltaba porque donde quiera que tú pasaras, crecía siempre el amable colchón de pétalos blancos y corazones amarillos de esta hierba perenne. El dulce aroma que la camomila romana esparcía en el aire, inundaba la primavera y ahora ha vuelto y embriaga los recuerdos.
De un clavo en la pared o en la viga de madera del pajero, colgaba el orégano, el laurel, las restas de ajos y cebollas y, por supuesto, no podían faltar varios manojos de manzanilla, siempre con algo debajo para recoger la semilla minúscula que desprende. Un niño se tumbaba en el prado. Las abejas volaban de las amapolas a la manzanilla, también conocida como oráculo del campo, volaban de la flor del duraznero a la del almendro y saciadas de polen se elevaban más pesadas en el aire ofreciendo sus pechos dorados al azul del cielo. En las flores que bordaste, madre, en tantos manteles y juegos de cama, se posan también las abejas. Estas son las abejas que liban el néctar del recuerdo. Del polen de las flores que bordabas germinan estas palabras de pétalos blancos y de corazones amarillos. Palabras que tiemblan sobre el verde del pasado y que estallan sobre el gris de un mundo al que no acabamos de acostumbrarnos. Me iría a vivir a uno de tus manteles blancos, claros o cruditos; a uno de ellos iría, madre, a uno de tus manteles sembrado de flores de manzanilla.
Ponías agua tibia de esa olorosa planta en una taza, le echabas gofio para espesarla y queso de cabra picado en cuadraditos; eran (y sigue siendo) las seis de la tarde de un día de junio; después de merendar, tú volvías a la almohadilla y yo me iba a brincar por los campos de Las Lomadas con los demás chicos del barrio. Cuando ya era un muchacho y después de una noche de fiesta regresaba de madrugada a casa, mi padre solía estar ya levantado preparando un agua de manzanilla en la cocina; con ese té caliente y reponedor me iba a la cama y así la resaca, al despertar, era menos turbia. Mi madre en la infancia, con agua de manzanilla me lanzaba a aquellas tardes infinitas. Mi padre en la adolescencia y juventud, con agua de manzanilla me lanzaba al sueño tras el baile del fin de semana. Siempre está presente esta planta silvestre de origen europeo en mi vida y debe ser, que por eso mismo, les hablo ahora de ello como si hubiera que explicar mi inclinación hacia esa bella y generosa hierba de toda la vida.
Sin miedo a parecer exagerado, podríamos decir: están las amapolas, los balancos y la manzanilla, por un lado; y, está el mundo y la matraquilla, por otro. A los mundos les ocurre lo mismo que a las galaxias, se alejan unos de otros; creándose, por ello, un vacío del que nos salvamos elevándonos como las abejas, despegando después de absorber algo del preciado polen adherido casi sin darnos cuenta. El polen sube y después se esparce, no por causa de la elevación de precios que produce la guerra de Ucrania, sino por la ingente tarea de perpetuarnos en un planeta herido. Al polen de la realidad, lo mueven los vientos de la historia a base de bombardeos y despropósitos; al polen de las flores, lo mueven las abejas y el viento de la primavera. Al polen fecundo de tu sendero de manzanilla, madre, lo mueven los vientos poéticos de las mañanas soleadas. Existe más de un mundo, diversos mundos, casi tantos como seres vivos, y cuando no se aniquilan, conviven; da gusto verlos en una arcadia feliz; en estos últimos siempre imagino, madre, manzanilla en el camino.
El paso del tiempo, por cuestiones prácticas, por experiencia y por descarte, nos lleva a cultivar mundos reducidos como un huerto o un jardín y si es a la luz confortable de una buena biblioteca, mucho mejor, todo ello porque la belleza aunque sea mínima es belleza, siempre reconforta y porque el conocimiento con paciencia nos mantiene despiertos. En un mundo cada vez más digital, no se debe perder el hábito de utilizar las cosas que se pueden tocar o hacer con las manos y mucho menos olvidar que los pasos que ahora se oyen, hace tiempo que fueron dados. Esta es la poética que lucha contra un mundo extraño, un mundo donde la ignorancia se ha convertido en un valor social. Falsas creencias acampan en el vacío mental de nuestros infantes. Ser contemporáneo es estar confuso, no saber si avanzamos o si retrocedemos. Todos somos gallegos en una escalera. Y nadie es Espartaco. El que no aprenda a buscar información fiable por sí mismo, se hallará sin remedio perdido, seguramente manipulado y con el tiempo, si no tiene un sendero de manzanilla o un oráculo al que acudir, también se encontrará alienado, es decir, fuera del mundo. Sin dejar de mirar por el rabillo del ojo, debemos confiar, para no perder todas las esperanzas, “en el tiempo que suele dar dulces salidas a amargas dificultades” como decía Don Quijote y que lo aprendido sirva para algo.
Añadir grano al caldo es lo que hacen los poetas, los escritores y los artistas. El cuento le da espesor a la sopa aguada del presente. Además, ya decía Marguerite Yourcenar que “nuestro presente es tan limitado que bueno es añadirle un pasado, a falta de poder añadirle un porvenir”. Mejorar lo que nos alimenta y rescatar lo que hemos olvidado, puede ser una buena tarea. Por ello, yo traigo aquí la manzanilla de mi madre, la de mi padre. El poder de las cosas que no se ven, el sonido de los pasos que hace tiempo fueron dados, el valor de la voz y las acciones de los ausentes, hace que este mundo de cartón piedra no se deshaga en pedazos. El conocimiento del mundo incluye todo esto y mucho más, y es un bien inalienable. Un derecho, casi una obligación. Pero el tiempo es breve, un intervalo “durante el cual nos es dado aprovechar la vida”. Así lo dice la escritora belga:
“No es que un pueblo pueda malograr su vida: si es desgraciado le quedan siglos para rehacerse; esas personalidades ficticias no conocen la muerte y su tentativa puede durar tanto como la tierra. Pero nosotros sólo poseemos una vida. Aunque que yo obtuviera la fortuna, aunque alcanzara la gloria, experimentaría seguramente la impresión de haber perdido la mía si dejara un solo día de contemplar el universo”.
Hace poco anoté en el Cuaderno de los días estas palabras: “La pintura es para irse desprendiendo del mundo y la escritura es para no dejarlo ir”. Tal vez, con la pintura nos despedimos y con la escritura decimos hola. Ann Michaels escribía en uno de sus poemas de El peso de las naranjas and Miners Pond. “Todo cuadro es una forma de decir adiós”. El camino entre ambas disciplinas se realiza cosiendo la herida que nos segrega con una aguja e hilo. Y duele, pero cicatriza y deja una señal de pequeñas flores parecidas a las margaritas, un camino de manzanilla. Unir dos pliegues separados, cauterizar la herida de vivir, es lo que hace la cultura. La cultura es como la flor de la camomila común, aprovecha los espacios vacíos y se acomoda entre otras plantas y parece que las mejora con su sola presencia. Lo que propone la cultura es tener buenas herramientas, no para salvarnos del fuego, sino para tener la posibilidad de que no todo sea una cuestión de azar o evolución, sino que algunas veces, pueda vencer el sentido común o la mejor manera de enfrentar las cosas sin que tengamos que empeñar el alma en ello.
Sobre la hierba siempre abandonamos algo para poder pasar a otro estado. Cuando somos niños, sobre la hierba dejamos todos los juegos; cuando somos jóvenes, sobre el césped del campus de la universidad, nos adentramos en un mundo nuevo, despidiéndonos, sin advertirlo, de otro que quedaba atrás en la cercana adolescencia o en la lejana infancia. Existen más campus en el transcurso de la vida, de la hierba despegan naves, incluso, naves que no regresan. Sobre el césped del Hospital Universitario de La Laguna, tuve que hacer una llamada telefónica que comunicaba un final doloroso e inminente. Esta vez, dándome cuenta, comprobaba de nuevo sobre la hierba, con una pena enorme, que el mundo se había dado la vuelta, que atrás quedaba una larga vida en común y que por delante se presentaba un largo camino solitario, tanto para ella que partía muy lejos, como para mí que regresaba al hogar vacío. Sobre un campo de hinojos y en una playa cerca de Atenas, se libró la batalla de Maratón (490 a. C.). La sangre de los héroes tiñó de rojo las semillas de anís, mientras las olas, a su aire, insistían rompiendo en la arena. Desde un campo de hierba despedimos a nuestros seres queridos y comprobamos cómo se elevan alejándose para siempre, mientras las palomas, a su aire, siguen picoteando en la tierra de un mundo que ya no puede ser el mismo. Entonces, deseamos ser ola o paloma, insistir en la arena o picotear en el suelo. Algún día tendremos que enfrentarnos a la muerte, a “la más intrigante de nuestras obligaciones” como decía el maestro Steiner, y entonces, también nos elevaremos y, sin lastre, buscaremos un sendero de manzanilla que nos lleve hasta algún cielo. Ann Michaels en Piezas en Fuga, lo dice así de bello:
“Definimos al hombre conforme a lo que admira, a lo que le eleva. Todas las cosas aspiran, aunque sólo sea atómicamente. Un cuerpo se elevará en silencio hasta que lo atrapa la superficie. Entonces la luna tira de él hasta la orilla”.
Primero aprendemos a soñar, después aprendemos a contar y entonces, advertimos que tenemos que aprender a perder y así nos preparamos para el último viaje. En El Libro de Sara (Ediciones La Palma 2021), afirmo en uno de los poemas, que esa es la condición humana. Felipe Aranguren destaca en el epílogo al poemario, precisamente, esos versos. Así cruzamos el Leteo, el río del olvido, desnudos de todo lastre. Pero antes, en la vida, cuando venimos a saber, ya es demasiado tarde para empezar de nuevo y las pérdidas, de toda forma y condición, son numerosas; y a todo el mundo le van a resultar insustituibles. Quizá, por eso decía Martin Lutero que “las matemáticas hacen tristes a los hombres”. Mejor una inconsciencia aritmética o si no, hacerse el sueco directamente. Pero no es posible, porque el sujeto es una síntesis pasiva e inconsciente de un mundo plural y diverso. Y para compensar ese déficit participativo, necesita pescar algo y regresar a las cosas mismas que decía el filósofo Hume. Puede ser que dentro de algunas cosas encontremos de nuevo a las personas; como yo, madre, te he encontrado dentro de la manzanilla. Siempre me llamaron la atención las plantitas que se cultivaban en las casas de campo, las flores y las hierbas de un humilde Edén. Sidrera, toronjil, pasote, caña limón, hortelana, salvia, ruda, hierba luisa, menta poleo y todas las rosas y todas las hierbas silvestres. Un dispensario vivo y aromático que también hacía de reloj estacionario. Florece el faro o sanjuanero, comienza el verano; florece la pascua, es Navidad. Pero ahora, madre, lo que abunda en las medianías de la isla, son las zarzas. Antes también existían, pero se hallaban más sujetas. Ahora están desatadas. Dicen los japoneses que si no nos acompañara la sombra, no sabríamos distinguir la belleza. Todo sería una grisura monótona al no haber contraste. En el arte de la pintura, esta discordancia, los tonos entre el blanco y el negro, es fundamental para que existan los volúmenes y la profundidad. Sin sombra no hay forma. No digamos en el teatro o en el cine para hacer destacar ciertos personajes. Por otro lado, “la sombra del cuerpo, -nos avisaba Óscar Wilde-, no es la sombra del cuerpo, sino el cuerpo del alma”. Y el alma, en sombra, va perdida, la pobre. Y la cabeza, volada, como decían algunas mujeres de antes. Por eso, es bueno tener un camino de manzanilla como el que sembraban nuestras abuelas. Tu ausencia, madre, no es una sombra, sino un inmenso legado de belleza. El próximo año, madre, te prometo que siembro manzanilla en todos los huertos y por las riberas de los caminos. Sacudiré sobre nuestra querida tierra negra los manojos en diciembre y la lluvia y el sol, harán el resto. Después, para el siguiente año, ya sé, solamente hay que cavar la tierra que se halla cerca de donde estuvo sembrada. El agua de esa hierba mágica detendrá todas las batallas. Los soldados se tumbarán sobre el verde manto y habrá, de nuevo, sobre el campus, un punto de inflexión, un antes y un después.
El escritor, el artista, el músico, el filósofo, incluso el científico, son como el cartílago: unen el hueso del significado con el músculo del sentido. Y así tienen que ser todas las personas, porque tendemos a estar desorientados en un mundo que parece cada vez más frágil. Un campo de manzanilla, un volcán dormido a lo lejos, el mar al fondo, el horizonte bajo las nubes y un sendero de estrellas en el cielo. Un óleo al que le da el sol de la tarde. Bajo a hacer café y tú, madre, estás bordando y te llevo un cortado. Mi padre arregla una puerta para la conejera y llega hasta la cocina el sonido, siempre exacto y afinado, de cuatro golpes de martillo a cada clavo. Suena el teléfono y es mi hermano Everto, desde Tenerife, para decir que viene el próximo fin de semana. Los gatitos jugando en el patio recién regado, todos los huertos cultivados, las uvas empezando a madurar y algo hermoso en el aire que no se puede atrapar: una sustancia que nunca lograremos definir. Blanco y negro, cuatro planos. Todo esto en una pintura donde sólo hay cuatro o cinco elementos. Toda la isla de Estrabón en un párrafo sobre una vida familiar en las medianías. Todo en una melodía de alisio y calima para un timple de cuatro cuerdas. Todo mi amor en un verso. Toda la historia en un largo poema interminable. Y cuando aprendamos a contar, todo ese mundo en un silencio comprimido, todo arrastrado al mar helado del tiempo. Pero nunca al mar del olvido, porque de vez en cuando, soplan los vientos contrarios y entre las corrientes y las tempestades todo regresa a la costa. No es que sea conveniente navegar, lo que es necesario, es naufragar. Sólo vivimos de los restos del naufragio. Y así es, que los poetas o el cartílago, no saben muy bien qué se traen entre manos, pero cumplen su deber como si se instalara un dios dentro de ellos, y sin ser advertido, tomara su voz. Así lo señalaba la pensadora María Zambrano, una mujer extraordinaria de tu generación, madre. No preguntemos a los poetas ¿qué dicen? o ¿cómo lo dicen? Ni ellos mismos lo saben. Pues se les ha adosado un lenguaje dentro del lenguaje y este va por su cuenta como un caballo loco. Preguntemos más bien ¿por qué nos conmueven sus palabras?
En el Cuaderno de los días de 2020, dirigiéndome a ti, hay anotadas estas palabras: “Madre, qué pronto cae la noche / la bruma del mar se lleva la última luz al gran llano. / Tu corazón es una mandarina / enciende las ventanas en la oscuridad del cielo. / Tus manteles al viento son una bandera / siembran un camino de manzanilla que indica las estrellas”. Te gustaban el teatro y la poesía, manejabas la aguja, la pluma y el pincel. La misma destreza tenías con los niños, los ancianos, los animales y las plantas. ¿Qué más necesita una persona? Tengo la certeza de que el mundo me conmueve o me ha conmovido porque tú me enseñaste esa simbiosis fundamental, esa empatía con las cosas de la existencia sin la cual estaríamos perdidos. Ay, madre, ¡cuánta falta de cariño hay en este mundo ¡ Deberías volver. En la página siguiente he encontrado un texto que merece ser salvado del olvido y que tu camino de manzanilla me ha hecho llegar hasta él:
La felicidad para ser reconocida en su totalidad, necesita ser perdida. Es en la inconsciencia cuando avanzamos reconociendo sólo alguna de sus partes, y es en la consciencia cuando una vez perdida, la felicidad adquiere su verdadera dimensión: Arrastra algo de feudo confuso, como que si se toca o se nombra puede llegar a romperse.
ÓSCAR LORENZO
San Andrés y Sauces
Isla de La Palma
25-04-2022