Por Navidad

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Me levanté de madrugada y me dije voy a escribir algo bonito, algo navideño, algo apacible y enternecedor para decir a la gente que estos son días de paz, de amor y fraternidad. Todo eso me dije. Y luego me senté a escribir el artículo tradicional de estos días como vengo haciendo desde hace décadas. Pero no fue así y algo falló. Falló que me fui a tomar un café y dos tostadas a las siete de la mañana y se me ocurrió encender el televisor para ver y oír las noticias. Se me ocurrió poner la radio para tener algún sonido humano antes de empezar a teclear. Se me ocurrió mirar por la ventana para ver si llovía o hacía viento o salía el sol. Se me ocurrió pensar. Simplemente eso me ocurrió. Y el mundo se me vino abajo y supe así, como un San Pablo de a pie, que un rayo me partiría en dos; que la luz se iba a apoderar de mí y vería con claridad lo que sucede alrededor. Y lo que sucede alrededor no brilla tanto como las luces de ese señor de Vigo que ha puesto de moda la competencia lumínica desde dos meses antes de las fiestas navideñas y que obliga a nuestros mandatarios a gastarse en luces lo que no está escrito para no ser menos. Algunos, ¡almas de cántaro!, hasta piensan que eso alegra las ciudades, levanta los ánimos y nos hace soñar con estrellas inalcanzables.

La realidad es siempre más dura que los ideales. El mundo, hoy mismo, está revuelto y alborotado; se concentra el odio en determinados puntos de la tierra y el odio se dispara con misiles, bombas y amenazas. La buena gente muere sin entender por qué. Los niños agonizan y mueren en brazos del odio. Los hombres que se creen ilustres claman en un desierto cuajado de minas y se revientan como polillas y se desparrama su ciencia y se diluyen sus mensajes. El cielo se llena de luces que no se parecen en nada a las que lanzan los artesanos de la felicidad. Y uno, en su plácida inocencia, se cree invencible, piensa que nada le tocará de toda esa malicia generada en los despachos donde se inventan los planes adecuados para que unos pocos puedan seguir acumulando riquezas y poder. Hay nombres. Podemos nombrarlos y eso es fácil. Hasta un niño sabe esos nombres y es fácil echar sobre ellos nuestra ira y nuestras maldiciones. Yo tengo muchos nombres contra los que descargar la rabia, pero sé que no es así realmente; que detrás de esos nombres hay un millón de nombres que aplauden y jalean las muertes y matanzas; millones de empresas que construyen armas y las venden; millones de seres humanos que, desde sus cómodos sillones de despachos y oficinas, inventan y construyen esas armas y que son los mismos que luego venden medicamentos y vendas para taponar las heridas de los niños que se desangran en las calles. 

Y a pesar de saber todo eso. A pesar de la rabia y el llanto. A pesar de las noticias, el derrumbamiento y la tristeza, uno sigue soñando, intentando mirar para otro lado, saliendo a la calle y entrando en una tienda para comprar un detalle cualquiera que llevará envuelto en papeles de colores y entregará a Papá Noel o al Rey Mago de turno para que lo deposite debajo de un árbol de mentira, unos zapatos que ya no usa o una chimenea que no calienta, pero imagina llamaradas antiguas. Así de sencilla es la Navidad. Así de sencillos nosotros, los seres humanos. Así de esperanzada el alma que aún cree en ángeles sin alas, en gente capaz de derramar amor a manos llenas.

Elsa López 20. 12.2023//2024