“Lo único peor a que se te muera un hijo es que quiera morirse”. Película Mar adentro. En septiembre de 2004 se estrenaba la película española Mar adentro, basada en una historia real que nos muestra la lucha de un hombre para lograr que la ley reconozca su derecho a morir. Dicho así, sin más explicaciones ni contexto, puede parecer una tremenda locura, pero tras vivir durante casi 30 años postrado en una cama al quedar tetrapléjico, la decisión de este individuo ya no parece tan descabellada. Quizás, podríamos pensar, solo quería decidir sobre su muerte ya que no había podido decidir sobre su vida, o quizás, simplemente, no podía continuar con el peso del dolor que le producía estar muerto en vida. Sea o no cierta esta suposición, nos sirve para intentar entender el dolor tan profundo que puede llegar a experimentar una persona hasta tal punto de que solo pueda soltar ese peso abandonando la vida.
En general, nos es mucho más sencillo comprender algo cuando es visible, aquello que vemos tiene que ser cierto, pero, en cambio, aquello que no vemos, podría no serlo. Cuando observamos esta historia desde la comodidad de nuestro sillón y como espectadores, inevitablemente empatizamos con el protagonista e, incluso, entendemos su decisión. El problema siempre se encuentra cuando esa historia te toca vivirla a ti, cuando el protagonista es alguien a quien quieres y cuando, encima, no está postrado en una cama, ni tiene cáncer, ni ninguna enfermedad física sino que es una persona de aspecto saludable, sin problemas aparentes y con toda la vida por delante. Pero aun así, aun teniendo toda la vida por delante, no quiere vivirla, y eso, no podemos llegar a entenderlo.
La depresión es una enfermedad que no es visible y, por eso mismo, la gran mayoría de nosotros, no llegamos a entenderla. Tachamos a las personas que la padecen de demasiado sensibles o de querer llamar la atención, esperamos, de manera ingenua, que sean simples episodios aislados de tristeza y que con la salida del sol, esa persona por arte magia, recupere la luz en la mirada, pero esto no suele ocurrir. La depresión no avisa cuando llega, no es opcional, no toca nuestra puerta, ni empieza con un dolor de cabeza, sino que se va colando, poco a poco, en nuestro interior y va devorando nuestras ganas de vivir, hasta que llega un día en el que levantarte de la cama, aun pudiendo físicamente, ya no tiene sentido para ti.
Según datos recogidos a través de la Organización Mundial de la Salud (OMS), la depresión es una enfermedad que padecen más de 300 millones de personas en el mundo, pero a pesar de esa cifra tan alarmante, sigue pasando desapercibida en innumerables rostros y casos. Hoy, 13 de enero, Día Mundial de Lucha contra la Depresión, debemos recordar que la depresión es una enfermedad mental y no física, por lo que el padecimiento no siempre es visible y el dolor aprieta la mano de quien lo sufre en silencio. El silencio ante esta enfermedad y todas aquellas de carácter mental no hace que dejen de existir, sino muy a la contra, ese silencio las vuelve aún más pesadas para quienes las padecen ya que no suelen encontrar respuestas ni voces que apoyen lo que están sufriendo.
En nuestro contexto sociocultural a la juventud nacida a partir del año 2000 se la considera generación de cristal, debido a su sensibilidad, inestabilidad e inseguridad ante los problemas y las injusticias de la vida cotidiana. Pero deberíamos preguntarnos si ese término que utilizamos solo se refiere a la fragilidad del material. Hablamos de una generación que ha nacido con el boom tecnológico, una generación nativa digital que se ha visto expuesta y se expone desde su nacimiento. Así que, quizás, esa generación de cristal no solo sea porque se rompe, sino porque también se deja ver, porque muestra su dolor y porque siente. Quizás todos deberíamos pertenecer a esa generación, deberíamos dejarnos ver y, sobre todo, deberíamos ser capaces de ver al otro, porque en esa acción de ver también aparece de manera implícita el entendimiento y la empatía. Quizás lo único peor que un hijo quiera morirse es, tristemente, nunca llegar a ver que lo quería.