El reino de este mundo… de fuego
Con tablas y listones que sobraban de la carpintería de D. Félix Pérez y que, generosamente me daba, construí, con doce años, una mesa, estanterías y banca para hacer mi cuarto de estudio en el pajero de teja francesa, con techo de dos aguas, que estaba edificado hacía siglos. Al lado se depositaban los sarmientos para soasar pescado y carne de conejo.
Alejo Carpentier cuando refiere a Mackandal en El Reino de este Mundo en su metamorfosis parece que predijo la incandescencia de este volcán. Se volvió a asentar, nervudo y duro, con testículos como piedras, en su inacabable lucha.
Este monstruo se refocila con vituperios de humo y estruendos, de día. Guarda su varietal morapio para las noches de las tierras de vino arrasadas a empellones, buscando las casas, recuerdos y medios de vida.
Es el engendro natural más concupiscente de la historia de esta Isla. Se tremolina en el paisaje forjado con el trabajo de la gente humilde y hasta poderosa. Declama sin pudor con libelos infernales para causar daño, dolor.
No deja sino estrazas y escorias que, algunas, ruedan sin ejes de simetría por donde encuentran orografías aparentes.
En un almendrero centenario, de dos troncos en V, Tonito y yo construimos un mecedero que nos acercaba a las estrellas que hoy lloran conmigo y con La Palma. Desconsuelo. Casa de mamá en ruinas, recuerdos ennegrecidos en una pared de diez o doce metros surgidos desde las mismas entrañas del reino de este mundo que no es el de Carpentier y sus esclavos haitianos sino del mismo mal personificado en negro manto que sustituyó almendrero y pajero de los libros. Ya el pajero de mis estanterías de retales no está. El mecedero tampoco.
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