Espacio de opinión de La Palma Ahora
Venganza de los santos cobardes (*)
No voy a hablarles, aquí al menos, de esa gran novela de Beneharo cuyo título se hermana con el de este artículo. Ocurre que en la mencionada obra todo un pueblo llamado Picomierda reacciona contra un sacerdote que quería liberar las conciencias de los vecinos. Hasta el punto que los llamados santos cobardes acabaron con la vida del sacerdote. Fuenteovejuna, todos a una, decía el viejo Lope. Doy por sentado que no voy a hacer el papel del uno ni de los otros. No abogo por los linchamientos multitudinarios y admiro todo movimiento innovador. Pero sí voy a vérmelas con esos santos cobardes que pululan por la realidad. Ven, disienten y aplauden lo contrario de lo que piensan por conveniencia, ignorancia o cualquiera sabe qué.
En este mundillo de la poesía se proclama la ley del más fuerte. No importa la calidad de lo escrito sino el patrimonio que posea el llamado poeta, llámese patrimonio a la cantidad de parabienes recibidos, de las notas y reseñas que el amiguete de turno de un periódico de provincias de tercera categoría haga, lo cual quiere decir que se ha de guardar un estado de vasallaje, sobre todo al pope que recomienda al agraciado y eterno servidor. Nada que ver con la verdadera fuerza o flojera del libro en liza. Normalmente, suelen reseñarse libros de poesía cuando responden al canon de entendimiento general del populacho lector y receptor del escrito, que, dicho sea de paso, los avispados usuarios pasarán por alto y solo leerán las secciones de anuncios por palabras, deportes y poco más. Y si alguno se detuviera un instante ante la mencionada reseña diría bah cosa de poetas, si ya tenemos de sobra con los políticos.
Yo, que a veces leo algunos, digamos, articulejos de encargo me quedo perplejo y digo que es verdad eso de cosas de poetas –oficiales, claro está−. No aprecio el más mínimo atisbo de crítica o todo son puras falacias. Hay de vez en cuando alguna profundización que intenta demostrar lo innovador del libro; pero lo comparo con algunos autores del pasado siglo y de otros países y me parecen lo mismo de lo mismo. Es decir, singularidad ninguna. Parece ser que Girondo, Maiakowski, Enrique Lihn, Rosamel del Valle y otros grandes poetas nunca han existido y lo cierto es que nunca en la vida serán conocidos en estas tierras a no ser que, como el que escribe, alguien tenga un interés inusitado por la buena poesía.
¿Pero a quién le importa eso sino a un necio como yo? El caso es que siempre cae en mis manos alguno de los libros de que hablo y hasta los leo. Normalmente, no me dejan sorprendidos como al articulista y a algunos del círculo donde está inscrita la obra en cuestión. Y con decir esto no le quito valor al libro, creo que la discriminación positiva a que ha sido sometido ha hecho estragos en cuanto a valoraciones posteriores. Y yo me pregunto, ¿cómo es posible subir al cielo tanto aparataje? Si es por eso, el cielo estaría repleto de infinidad de aviones gigantes transoceánicos y tendríamos que subir al cielo, entonces, con el poco espacio de imaginación que nos dejaran y no sin peligro de colisión inminente. Y, además, ese cielo está lleno de vacas sagradas, ¡que vuelan!
Pero, para mayor desastre, hoy en día todo el mundo se mete en el oficio de crítico literario. Algunos, al no tener ningún argumento estético ni filosófico (y tampoco es que sean plusmarquistas en el vilipendiado tema de la prosodia), acuden a la liturgia y culpan al alma de todos los desatinos o todas las bondades que pudieran haber cometido los poemas del libro en cuestión. «La cosa me llegó, me rozó, me arrebató, me besuqueó, me espatarró el alma». Estos comentarios se parecen de forma rudimentaria al tema de la circulación aérea y de las vacas sagradas que antes les comentaba. El caso es que escuchamos eso del alma más que en la misa del domingo. El cura va a denunciar tanta mención espiritual alejada de la ortodoxia, y más aún teniendo en cuenta que a su templo cada vez le falta más personal. Una vez un amigo me llamó para contarme que se le había caído el alma a los pies. Pero no hablaba de poesía, sino de esa pieza interior que tienen los contrabajos y los chelos. Y lo cierto es que el alma es otra cosa y estos que comentan más parecen invocar a los mil demonios que a ese estado que nos dará la vida eterna amén.
Pero en el país de la mentira y el fraude esto solo es un grano de arena o un átomo, un quark. Sin llegar a plagio (que esa es otra), hay quienes se apoderan de lo que no es suyo, incluso adoptan palabras, caracteres, los invierten, los prostituyen. Al Principito, por ejemplo, lo han puesto de palanganero en un burdel donde se venden corazones de azúcar a la entrada. Un buen reclamo eso del corazón. Se han adueñado del corazón (como del alma), han hecho del corazón un trastero donde se apilan las palabras grises de la asfixia, un poco de amor que le sobró a una mano, el pin de un beso con unos labios desmesurados y llenos de saliva, un sexo abierto de mujer con una cruz de Calatrava. Y el Principito hace las abluciones de rigor a los que quieran visitar las hondonadas del edén.
Los sentimientos no son mariposeos, como cuando alguien ha experimentado un orgasmo o como el que nunca lo ha experimentado y se lo imagina a base de la videoteca disponible. No, los sentimientos son algo más serio cuando se escriben. Los lloriqueos, desamores, alegrías del yo nada interesan al otro yo real de los lectores de verdad. Sin embargo, relacionado con lo que dije anteriormente, existe el fenómeno de lo acomodaticio. Una gran masa se siente atraída por los clichés relacionados con una especie de neo romanticismo muy en boga. Neo Prozac, digamos. Pero sabemos a ciencia cierta que el romanticismo apenas se desarrolló como tal en nuestros cercados. El romanticismo es rebeldía hacia lo establecido y esto va en contra de los mismos estereotipos, de los sentimientos “verdaderos”. Importa mucho el cómo, que la palabra vaya siempre más allá en pos de la liberación del espíritu humano, de sus límites. Y el lloriqueo no es liberación sino simple descargue. Simple onanismo.
Más vale montar una churrería y alegrar los estómagos que engañar a los demás aunque voluntariamente quieran ser engañados. Eso es para el pueblo imaginario que Beneharo llama Picomierda. ¿Ese pueblo es imaginario o realmente sigue presente en esos tiempos de la Transición y en estos de la Trabazón? Y no solo hablo del mundillo o del fondillo cloacal de la llamada poesía.
¿Espero la venganza de los santos cobardes, los que obedecen al clamor de unos pocos y se dejan engañar? ¿Los que dicen que en este momento estoy alterando la paz de sus santos de palo y yeso?
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(*) Nota: Venganza de los santos cobardes es una novela del narrador galdense Beneharo auto editada en 1982, con un prólogo de Víctor Ramírez. El autor parece ser que se esconde de sus propios personajes y, aunque su narrativa fue y será celebrada por su enorme fuerza expresiva, de momento no ha editado otra novela.
No voy a hablarles, aquí al menos, de esa gran novela de Beneharo cuyo título se hermana con el de este artículo. Ocurre que en la mencionada obra todo un pueblo llamado Picomierda reacciona contra un sacerdote que quería liberar las conciencias de los vecinos. Hasta el punto que los llamados santos cobardes acabaron con la vida del sacerdote. Fuenteovejuna, todos a una, decía el viejo Lope. Doy por sentado que no voy a hacer el papel del uno ni de los otros. No abogo por los linchamientos multitudinarios y admiro todo movimiento innovador. Pero sí voy a vérmelas con esos santos cobardes que pululan por la realidad. Ven, disienten y aplauden lo contrario de lo que piensan por conveniencia, ignorancia o cualquiera sabe qué.
En este mundillo de la poesía se proclama la ley del más fuerte. No importa la calidad de lo escrito sino el patrimonio que posea el llamado poeta, llámese patrimonio a la cantidad de parabienes recibidos, de las notas y reseñas que el amiguete de turno de un periódico de provincias de tercera categoría haga, lo cual quiere decir que se ha de guardar un estado de vasallaje, sobre todo al pope que recomienda al agraciado y eterno servidor. Nada que ver con la verdadera fuerza o flojera del libro en liza. Normalmente, suelen reseñarse libros de poesía cuando responden al canon de entendimiento general del populacho lector y receptor del escrito, que, dicho sea de paso, los avispados usuarios pasarán por alto y solo leerán las secciones de anuncios por palabras, deportes y poco más. Y si alguno se detuviera un instante ante la mencionada reseña diría bah cosa de poetas, si ya tenemos de sobra con los políticos.