La vida es una posibilidad. En ocasiones, maravillosa; en otras, infernal. En todos los casos, insalvable e imprevista.
La naturaleza es lo único real. No conoce el transcurso del tiempo ni de realidad humana. No pregunta, presenta sus formas y dictados, y en la misma medida, las consecuencias que conlleva. Ante ella el ser humano es un testigo expectante; el objeto que asume las consecuencias. La naturaleza no entiende de tragedias; todo lo que crea para ella es natural.
Cientos de ciudadanos aceptan bajo un doloroso sufrimiento el rigor que decide la naturaleza magmática del volcán. Lo aceptan porque en esa posibilidad que es siempre la vida, en este caso se muestra infernal y no pueden hacer nada.
Las tragedias colectivas parecen menos dolorosas; no lo son. La tragedia colectiva es siempre la suma de tragedias individuales. Bien sea, emocionales, humanas o materiales. Nadie viene a salvar el dolor de la tragedia individual porque ya está ahí, como está ahí la lava absorbiendo y haciendo desaparecer todo a su paso. La emoción y el dolor serán insalvables porque lo marcará para siempre la cicatriz que dibuja sobre el terreno la lengua de lava a lo largo de su recorrido. Nadie podrá borrarlo. Nunca.
Nadie conoce, en toda su capacidad, el alcance del dolor del otro. Y es que el dolor del otro no se encuentra tipificado únicamente en el valor material de lo perdido, empero, se halla en los recuerdos, en la nostalgia, en los rincones donde la naturaleza humana se regodeó en el placer de los juegos, los besos, las risas, la amistad, la familia. Esos lugares que sirvieron de regocijo común, paisajes cotidianos de sencillas vidas que la lava ha hecho desaparecer. Solo el recuerdo salvará lo desaparecido. Nada desaparece del todo mientras lo recordamos.
Siempre hay un antes y un después. Lo hay en el paisaje privado y lo hay en el paisaje social. Y siempre hay una fecha o un suceso que ejerce de frontera. La erupción del volcán en la isla de La Palma, en Cabeza de Vaca, es el suceso; el carácter isleño es el antes y el después. La fuerza para levantarse, el vigor para arremeter la inclemencia, la resiliencia para soportar hasta el extremo, adaptarse y luego resurgir nuevamente como un ave fénix, ha dignificado desde siempre el carácter isleño de la isla de La Palma, y también lo hará en esta ocasión. El volcán trazará la pauta de la naturaleza; el carácter isleño trazará más tarde la suya, levantándose para forcejear con la tragedia y las inclemencias, como ha hecho en otras ocasiones.
Ánimo y fuerza a todos.
Andrés Expósito (La Palma, 1971)
Escritor, poeta, articulista y director de la revista de cultura, ciencia y pensamiento En Tiempos de Aletheia