Manolo Blahnik tiene una mirada de águila, con ojos pequeños, vivaces, atentos a todo lo que le rodea, humilde, sagaz... divertido en todo momento, una cualidad que no pierde, incluso cuando crea sus Manolos, los zapatos que miles de mujeres quisieran calzar. “No tengo vida, trabajar me encanta”, exclama.
Blahnik (La Palma, 1942) reconoce que a su edad tiene una “única vanidad”, salir impecable en las fotos junto a los zapatos que forman parte de la exposición Manolo Blahnik: El arte del zapato, que se puede contemplar hasta el día 8 de marzo en el Museo de Artes Decorativas de Madrid. Enérgico, con una conversación incontenible que transmite, a sus 75 años, un entusiasmo inagotable, confiesa en una entrevista con Efe su admiración por Estrella Morente, que le acababa de cantar a capela Ojos verdes.
“Me he emocionado. ¡Qué voz!, ¡Qué belleza! Me recordaba a mi madre cuando me leía los poemas de García Lorca”, confiesa impactado, tarareando.
Sus Manolos, el genérico por el que se conoce a sus zapatos, ya eran reconocidos antes de que Sara Jessica Parker se confesara adicta a ellos en Sexo en Nueva York, pero sus constantes referencias en la serie lo encumbraron a nivel planetario.
Después de 47 años “dibujando” zapatos confiesa que continúa aprendiendo e innovando “todos los días” y piensa que, a pesar del tiempo transcurrido, puede “seguir haciendo algo nuevo”.
Recuerda que a principios de siglo comenzó a trabajar con titanio y aluminio, y ahora “unas resinas estupendas” formarán parte del material de sus creaciones.
No se le escapan los últimos avances tecnológicos en el mundo del calzado, una razón por la que quiere “hacer ensayos con materiales nuevos”, un objetivo que se marca a corto plazo, aunque prefiere guardar los detalles por “si copian”.
Falsificaciones: un mal que también le ha afectado, como a otras grandes firmas. Es el único asunto en el que su tono de voz se vuelve oscuro.
“Atacan tu marca. Te roban. El otro día una señora se me acercó para decirme que llevaba uno de mis diseños y le tuve que advertir que eran una copia china”, explica. No siente el peso de decepcionar con cada nuevo diseño: “quiero hacer lo que más me gusta, investigar, hacer ensayos, pero sin abandonar la perspectiva más comercial”. Hay que seguir vendiendo, “pero sin perder la esencia”, argumenta con la responsabilidad de mantener su empresa para continuar dando soporte a sus trabajadores.
“No tengo vida, trabajar me encanta”, expresa a modo de disculpa. “¡Qué triste! -sonríe- Pero es un placer total”.
Reconoce que, alejado de la deformación profesional, no se fija en los zapatos de los demás, “salvo que aparezca una mujer descomunal, con una sonrisa estupenda”, entonces, sí.
Asegura que en la mujer actual aún puede “encontrar el tipo de mujer que me vuelve loco”, que le inspira, “lo que pasa es que ellas aún no se han descubierto y van horribles, descuidadas”.
Admite con pesar que la artesanía, tan presente y fundamental en sus creaciones, está quedando relegada “porque nadie quiere aprender. Los jóvenes solo piensan en el tiempo libre del que van a disponer. No tienen paciencia. No quieren aprender. Estamos ante una nueva estructura social. Algo tiene que cambiar”, advierte.
Una razón por la que argumenta que la juventud le gusta “hasta cierto punto. Esta juventud tecnológica de hoy me aburre un poco porque todo lo quiere rápido. Son ligeros y eso me molesta bastante. Me gusta la gente joven con la que se puede hablar” en profundidad de los temas que más le interesan, como el arte o la filosofía.
Afincado en Londres, abrió su primera tienda en 1973 y hasta 2016 no llegó la segunda en la capital británica.
Suyos son los zapatos que Kristen Dunst lució en la película María Antonieta, de Sofía Coppola, cuyo preciosismo en telas y diseño se pueden contemplar en la exposición. Como los que dedicó, este apasionado del flamenco, a Lola Flores, que se exponen junto a una peineta de la artista.
Este creador, que en su infancia jugaba a confeccionar zapatos para lagartijas y al que su contacto con la editora de Vogue América, Diana Vreeland, le cambió la vida al indicarle hacia dónde dirigir sus pasos en el diseño, supo desde el principio que los “zapatos ayudan a transformar a una mujer”.
Manolo Blahnik se define como un “artista aplicado” pero, a pesar de ello, duda sobre si en el futuro el destino de sus zapatos debería de ser un museo.
“Me parece injusto que, simplemente, por hacer unos zapatos diferentes tengan espacio en un museo”.
Sin embargo, cuando los observa tras una vitrina en las exposiciones y comprueba cómo una nueva generación ve detrás de los bordados y la pedrería “algo diferente, intelectual, un arte, me hace pensar, ¿por qué no?”, concluye Blahnik, el escultor de la materia, para cuyo legado tiene ya continuidad en su sobrina Cristina.