Tambores lejanos

San Andrés y Sauces —
27 de febrero de 2022 19:27 h

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“La destrucción del pasado, o más bien de los mecanismos sociales que vinculan la experiencia contemporánea del individuo con las generaciones anteriores, es uno de los fenómenos más característicos y extraños de las postrimerías del siglo XX. En su mayor parte, los jóvenes, hombres y mujeres, de este final de siglo crecen en una suerte de presente permanente sin relación orgánica alguna con el pasado del tiempo en el que viven”. Eric Hobsbawm

 En los últimos tiempos dedicarse a la política en España se ha convertido en un deporte de alto riesgo. Sobre la tierra quemada se muestran uno a uno todos los cadáveres de la larga contienda, los sacrificios en aras del partido. Descender de la torre sin escolta, cruzar la Puerta Escea y perdido de los tuyos, enfilar el oscuro sendero del olvido. Y así se salva el futuro, el país, la muralla que los “nuevos Eneas” ya no podrán defender. Según podemos observar en la capital mundial de las cañas, la cuestión es, ni más ni menos, que leña al mono. Cayó Rajoy gobernando y perdió el reino; cayeron Rivera, Cifuentes, Pablo Iglesias y ahora le ha tocado el turno a Pablo Casado; aspirantes sin llegar a cortar el bacalao; el primero en sucumbir, Pedro Sánchez, milagrosamente logró levantarse y ocupa ahora la Moncloa aunque le pese al Ibex 35 y a los pijos del barrio madrileño de Salamanca. Cuando los capitanes abandonan la compañía, algún sargento chusquero sale beneficiado. Si la invasión rusa de Ucrania va a subir los precios del pan, del petróleo, del gas, etc., la crisis de la derecha española va a incrementar el número de votantes del partido ultra fascista de Abascal, que como Putin, está aprovechando las debilidades de los demás para ganar terreno y modificar las piezas en lo que es el tablero de ajedrez para ellos y para nosotros es la vida cotidiana. El atisbo súbito y fugaz, el suspiro cortado, apenas exhalado, que es nuestro paso por el mundo, -perdón-, por el tablero, es siempre estropeado por los delirios de algún iluminado. Con tanta cucaracha saliendo de las alcantarillas, una parte de la política española se hace vintage y si cogen el ascensor de oro de Donald Trump, pondrán ministros que algún día restituirán la foto de Franco detrás de la mesa de su despacho oficial ante el espanto ciudadano. Cuando en el campo de batalla sólo quedan cadáveres, aparecen las hienas. Una multitud con cuernos vikingos y ametralladoras en ristre asalta el Congreso del país que sirve de modelo a nuestros hijos. No es una película. En los foros de derechas que citan a Escrivá de Balaguer y para quienes La Ilustración ya es demasiado progreso, lo llamaron “manifestación”; algo parecido pero en plan pesadilla berlangiana, se volvió a repetir hace poco en Lorca, cuando unos ganaderos bien jaleados por el PP y Vox que habían convocado una manifestación, asaltaron el pleno del ayuntamiento del municipio murciano. Kissinger convenció y pagó a los camioneros chilenos para que paralizaran el país andino y así poder derrocar a Allende. Mussolini se presentó en Roma con quinientos mil campesinos, en gran parte analfabetos. En España el Partido Popular, para espanto europeo, yendo de la mano de Vox en varias comunidades y algún importante ayuntamiento, echa gasolina al fuego de la democracia con la complacencia de los medios de comunicación. Estos tambores cercanos nos harán bailar a la pata coja algún día.

Más de una fragilidad recorre el mundo y no son fantasmas. En un mundo globalizado y sin piloto que sepa dirigir el carro ya no hay lugar para dónde correr. Nada ni nadie se hallan a salvo y en eso, precisamente consiste la fragilidad, una cualidad que tiende a la quiebra y al trastorno. ¿De dónde viene el mal? El filósofo alemán Hartmut Rosa, aclara un poco la cuestión:

“Por ejemplo, en la agitación y el malestar político de nuestros días, en todos aquellos descontentos votantes que apoyaron a Trump, o en aquellos que votaron por el Brexit, pienso que podemos discernir un sentimiento de verdadera alienación. Esos manifestantes se sienten alienados del mundo político. Ellos articulan la sensación de no ser escuchados, no ser vistos por el establishment sociopolítico, no poder hacer escuchar sus voces, no ser realmente alcanzados o tenidos en cuenta por las decisiones políticas orientadas hacia las lógicas e imperativos de los mercados. Así, ellos se sienten alienados por una silenciosa, ”brutal“, fuerza percibida como ”Washington“ o ”Bruselas“ o la ”globalización“. Creo que este sentimiento de alienación, de falta de resonancia política, es claramente justificado. Pero, entonces, la ideología se entromete y atribuye como razón de esta falta de resonancia a los extranjeros, a los refugiados y a los grupos minoritarios. Esto es evidentemente una atribución errónea. Silenciar las voces de los otros, construir muros y cercas contra el mundo exterior no va a aliviar la alienación, sino que la va a agravar”.

Si los “descontentos” no dejan de ver vídeos lamentables en Youtube y se ponen a leer de verdad, para que comprendan que el desengaño forma parte de la existencia y que no es culpa de nadie sino de todos, será muy difícil avanzar. Los que piensan que, como no gobiernan pueden imponer a los demás cuando lo consigan, las prohibiciones que a ellos no les han obligado a soportar, creen que el progreso es un río que puede discurrir hacia la montaña y que por ello, puede olvidarse de llegar desanimado al mar. En el fondo, los descontentos, los que votan a Vox por joder, como me dijo un taxista, quieren ser como los salmones y suben a contracorriente en el devenir histórico hasta la alta montaña donde Hitler puestísimo de morfina o Franco puesto de vino con Casera, juegan con sus nietos al parchís. La historia es la madre que es y por eso se puede volver siempre a ella. Si lo hiciéramos así, espantaríamos muchos pájaros de un tiro, pero un tiro en la conciencia del conocimiento, porque hay libros que cuentan reveladoras verdades. Aunque no gusten esa clase de perros mordedores a los que pretenden cambiar la historia para salvarse ellos y los privilegios que temen perder.“No hay rapacidad que pueda equipararse a la de los privilegiados que sienten que sus ventajas les han sido otorgadas por cierta Inteligencia”, escribía César a un amigo en una carta, en esa obra maestra que es “Los Idus de marzo” de Thornton Wilder. Los privilegiados por un lado y los descontentos por otro tienen que pactar entre sí porque no hay más cupones después de tanta estatua derribada. Ayuso y Abascal, dos que nunca han dado un palo al agua, y el presidente gallego mirando de lejos a través del albariño de sus gafas, nos salvarán de las hordas bolcheviques que solamente ellos ven. Para una, la historia de Occidente comienza con Jesucristo, descartando a Grecia, a Egipto, a los fenicios, a los cartagineses, a los celtas, etc.; para el otro, la Historia concluye con la cruzada de Franco. Si el presidente gallego logra que los votantes de Ciudadanos y los de Vox se arrimen al PP, será un milagro de las meigas. La Europa civilizada se espanta, la prensa española, tan conservadora, se frota las manos y los que no somos ni andaluces, ni murcianos, ni madrileños, vamos a comprobar en poco tiempo si el resto de los españoles saben o no de dónde vienen los vikingos o incluso, dónde suenan los tambores. Pero tal vez somos sordos.

Si suenan los tambores, estando en tiempo de pandemia donde los bailes están suspendidos, son tambores de guerra. Yo en cincuenta y nueve años no he dejado de oírlos. Alguien en la radio comentaba que en Europa no había enfrentamientos armados desde que terminó la Segunda Guerra Mundial. Si olvidamos los conflictos recientes como la terrible guerra de los Balcanes a principios de los noventa, el cerco de Sarajevo, la OTAN bombardeando la televisión serbia, Bosnia y el conflicto de Kosovo unos años después, vamos a estar condenados a que la amnesia nos confunda y no sepamos dónde nos encontramos. Hace ochos años que hay guerra en el Donbass. Se arrastran la consecuencias del desmembramiento de la Unión Soviética desde finales de los ochenta y la presión de la OTAN, es decir, de Estados Unidos, por ampliar su zona de influencia, precisamente hacia los países del antiguo telón de acero al creer, inocentemente, que Rusia había venido a menos. Todo esto en un cambio de escenario a nivel mundial, donde el verdadero declive, el de Estados Unidos, nos lleva a un mundo multipolar girado a Oriente, en el que China y Rusia, tienen mucho qué decir y por ello tienen que ser respetados. Los movimientos de Washington y de la OTAN siembran la semilla de la discordia en un país fronterizo con Rusia, con el consentimiento de la Unión Europea, el nacionalismo fascista y sus líderes salvadores recogen la cosecha. Pura inestabilidad, una sociedad polarizada entre los prorrusos y los pro americanos. No hay opción intermedia, como en España el centro político no existe. Por estar Ucrania donde está, ni Moscú ni Washington permitirían esa alternativa. Los habitantes de Ucrania pueden nadar, pero no acercarse al agua. La dependencia de las grandes estructuras económicas y energéticas, en un tiempo donde la Unión Europea ha mostrado signos de debilidad política por la dificultad de hallar consenso entre tantos reinos de taifa y tanta torre de Babel, hace el resto. Este es el estribillo de la canción. Una vieja canción que olvidamos a menudo.

En “Diccionario político” (Editorial Planeta, 1995) Eduardo Haro Tecglen afirmaba: “Desde un punto de vista político, nuestro tiempo –a partir del siglo XI- ha sido el primero en repudiar la idea de la guerra, ennoblecida y glorificada en épocas anteriores, y aun en la nuestra por determinadas doctrinas, como las varias fascistas”. Aclara el escritor español que esto no ha evitado que se recurra a ella y que el siglo XX haya sido el más sangriento de la historia. Al referirse al entonces reciente conflicto balcánico dice: “El hecho de la guerra en la antigua Yugoslavia ha inquietado porque se desarrolla en Europa que, después de las últimas modificaciones políticas y territoriales, se considera parte del territorio exento de guerra, imaginando para ello que goza de una superior civilización y forma de coexistencia, lo cual no es más que transitorio y ocasional”. Momentáneos y esporádicos son los momentos que median entre la balacera, entre los ajustes de frontera, entre la explotación de innumerables recursos y entre la falta de piedad con los ciudadanos, por las consecuencias sobre los niños y los ancianos. Y como salsa donde mojar la papa de todos los días, la criminalización del “otro”, es decir, del mismo que somos y que convertimos en extranjero rodando la valla un poco más allá de la verde umbría, de los extensos campos de trigo y cebada que necesitamos para hacer nuestro pan y para alimentar a nuestro ganado. En el siglo XVIII, Voltaire dejó escrito en su “Diccionario Filosófico”: “Todos los vicios reunidos en todos los tiempos y en todos los lugares, nunca igualarán los males que produce una sola guerra”. Junto al hambre y la peste, era la guerra para el escritor francés, “uno de los tres ingredientes de este bajo mundo”, pero sólo que éste último reúne a los otros dos. Cuando falleció Voltaire en 1778, Napoleón tenía once años y no sé si leyó al famoso escritor, lo que sí es evidente es que no le hizo caso ninguno, al igual que Robespierre, once años mayor que Napoleón y que fue víctima de la propia revolución que él llenó de terror. Con el paso de la Historia siguieron naciendo héroes violentos en cunas de bronce y soldados para aguantar plomo en las pequeñas aldeas y pueblos; los primeros se convirtieron en estatuas en nuestras plazas y los segundos en un número en un campo de cruces a la intemperie, cuando no en humo en la altas chimeneas de los campos de concentración nazis que hoy visitan los turistas con conciencia.

Y ahora Putin, un jinete sármata venido de la gran estepa, invade la despensa de Ucrania en una operación militar que va en encontrar poca resistencia. “Ucrania está sola”, decía el presidente Vodolimir Zelenski. Rusia con su ofensiva, asegura en el Donbass el control de las recientes repúblicas de Donetsk y Lugansk, accede a la península de Crimea y a los puertos del mar negro. Una vez tomada la capital y conseguidos los objetivos estratégicos para poder presionar, abre conversaciones con Kiev hasta poner un gobierno títere que marque las distancias con Estados Unidos y la OTAN. “Putin no va a ir más allá de la frontera ucraniana”, decía Javier Solana a Radio Nacional; el ejército de este país, sin ningún tipo de ayuda, no puede hacer nada contra los rusos y por ello, la guerra concreta en Ucrania durará poco tiempo, pero no así sus consecuencias desestabilizadoras en un mundo como el de ahora. Una de ellas será el incremento del presupuesto militar de la Unión Europea, y de cada uno de los países que la componen. Un horror. Esto, una vez más, llevará a la reducción del presupuesto social y cultural entre otros. Lo que tiende al progreso paga siempre los platos rotos. El cambio de escenario estratégico a nivel mundial tiene que ver con la decadencia de una hegemonía y la emergencia de otras. Ucrania es solo el inicio de otros conflictos que pueden saltar al mar de China. Rusia ya había avisado que no se sentía respetada. Putin será todo lo que dicen de él estos días y más, pero es como las muñecas rusas, hay un Putin dentro de otro, que a su vez se halla dentro de otro y así sucesivamente desde la frontera con la OTAN hasta Vladivostok. Y Rusia siempre será un misterio envuelto en un enigma y dentro de un acertijo, como decía Churchill. Como también es un misterio nuestra falta de acercamiento profundo a ese extenso país. El Gobierno de Ucrania, muy inestable, se había arrimado a Washington más de la cuenta. El paraguas yanqui en lugar del abrigo eslavo. El viejo oso ruso ha respondido. Por mucho que deseen los americanos, Ucrania es y será tierra eslava. Y es uno de los países más ricos del mundo en todo tipo de recursos. Putin, con la oposición interior neutralizada, autoritario como todos los dirigentes asiáticos desde antes de Gengis Kan, ha aprovechado la debilidad de todos los demás, incluida la de la Unión Europea tras la pandemia y la salida de Angela Merkel, que debe tener un cabreo de mucho cuidado. Pero ni siquiera ella, la líder más competente de las últimas décadas, podría haber hecho algo ante la inminencia de la ocupación. 

El hecho de que nadie se vaya a movilizar militarmente para defender al pueblo ucraniano, pues Putin no es Sadán, ni luchar contra Rusia es lo mismo que luchar contra Irak, obliga a una cascada de sanciones comerciales y económicas como única forma de castigar al zar, al niño ruin. Sólo que estas medidas drásticas pueden revertir contra quienes las promulgan. Estados Unidos sacará buen partido en la balanza comercial con Europa y China con respecto a sus negocios con Rusia. La catarata de restricciones incrementará el precio de muchos productos, como granos y piensos para el ganado, abonos, harina, pan, el petróleo y sobre todo, gas, que es el asunto fundamental. Si Putin cierra el gas a Europa central para contrarrestar las sanciones, habría que mirar al sur, a Argelia y a los gaseoductos que cruzan la península Ibérica. También a las ocho plantas de regasificación que posee España (Francia tiene una y Alemania ninguna), a las que habría que recurrir si la opción fuera el gas licuado americano o canadiense transportado en grandes barcos hasta nuestro país, para así transformarlo y poder enviarlo a la Europa fría. El revolcón es tremendo a corto y medio plazo para unas naciones más que para otras. La guerra y las sanciones trastornan todos los ámbitos. A un apreciado director ruso de una gran orquesta alemana le dan un ultimátum hasta el martes, para que se pronuncie a favor o en contra de la invasión. La final de la Champions Ligue no se va a poder celebrar en San Petersburgo. En los cosmódromos de Baikonur o de Vostochni no se podrán realizar operaciones conjuntas y la estación espacial peligra al quedarse abandonada en un cielo de nadie. Muchísimos avatares y complicaciones, pero en definitiva, quien va a sufrir es el pueblo ucraniano, sus muertos, sus heridos, sus gentes desplazadas y su hábitat destruido. Y están solos ante el gran oso. Un campo de trigo y un cielo azul es la bandera de Ucrania. Sobre ese campo y en ese cielo, sobrevuelan misiles de crucero, helicópteros de última generación y se elevan columnas de humo oscuro en el horizonte. Los ucranianos y las ucranianas buscan un refugio seguro al otro lado de la frontera, al otro lado del mundo.

Para concluir este artículo con tan poca poética debido a la materia tratada, les dejo esta vez, con un párrafo para la reflexión del gran historiador británico Eric Hobsbawm (1917-2012), de su obra “Historia del siglo XX” (Crítica, 1995):

“A una época de catástrofes que se extiende desde 1914 hasta el fin de la segunda guerra mundial, siguió un periodo de 25 o 30 años de extraordinario crecimiento económico y transformación social, que probablemente transformó la sociedad humana más profundamente que cualquier otro periodo de duración similar. Retrospectivamente puede ser considerado como una especie de edad de oro, y de hecho así fue calificado apenas concluida, a comienzos de los años setenta. La última parte del siglo fue una nueva era de descomposición, incertidumbre y crisis y, para vastas zonas del mundo como África, la ex Unión Soviética y los antiguos países socialistas de Europa, de catástrofes. Cuando el decenio de 1980 dio paso al de 1990, quienes reflexionaban sobre el pasado y el futuro del siglo lo hacían desde una perspectiva fin de siècle cada vez más sombría. Desde la posición ventajosa de los años noventa, puede concluirse que el siglo XX conoció una fugaz edad de oro, en el camino de una a otra crisis, hacia un futuro desconocido y problemático, pero no inevitablemente apocalíptico. No obstante, como tal vez deseen recordar los historiadores a quienes se embarcan en especulaciones metafísicas sobre el fin de la historia, existe el futuro. La única generalización absolutamente segura sobre la historia es que perdurará en tanto en cuanto exista la raza humana”.

ÓSCAR LORENZO

San Andrés y Sauces

27-02-2022