“Sin papeles, todo el mundo se aprovecha de ti. Pagan muy mal. Estoy trabajando por momentos buscándome la vida pero sin contrato, sin seguro, sin nada”. Así relata Badr su situación actual, dos años y varios meses después de haber llegado a Tenerife en patera, aunque asegura que su calidad de vida ha mejorado mucho desde que pudo salir del campamento de Las Raíces. La ONG Accem, gestora del recurso levantado por el Gobierno de España, asegura que en él han vivido unas 10.000 personas desde que abrió sus puertas en febrero de 2021.
Badr pasó allí seis meses, gran parte de ellos acampando en el exterior junto a otros compañeros para protestar por sus condiciones y el bloqueo migratorio. La primera noche durmieron al raso y, después, en carpas, colchones y casetas donadas por residentes de Tenerife. “Acampamos fuera para pedir auxilio y que el mundo entienda que estamos viviendo una vida miserable”, apunta.
Ahora lleva más de un año moviéndose por distintos puntos de España, encadenando trabajos precarios para enviar dinero a su madre. Agradece que hoy tiene un techo y la posibilidad de prosperar, aunque sabe que le queda un largo camino por delante: “La libertad no tiene precio y uno sin papeles no tiene vida”.
Hoy, son entre 350 y 450 migrantes los que viven en Las Raíces, todos a la espera de ser trasladados a la Península. Las cifras que maneja el campamento en la actualidad no tienen nada que ver con las 2.000 plazas de las que dispone, siendo así el recurso con mayor capacidad del Plan Canarias.
“Llegó a estar abarrotado”, recuerda uno de los voluntarios que sigue acudiendo. “Ahora son menos personas pero siguen teniendo las mismas necesidades” que llevaron a los usuarios a emprender varias huelgas de hambre en el pasado, alegando “condiciones indignas” y “trato racista”.
El voluntario cree que ha habido ligeras mejoras desde su apertura en 2021 y que la reducción del número de usuarios es un alivio del estrés y las colas para comer o ducharse, pero “las carpas se siguen inundando cuando llueve, las duchas están heladas, no tienen un sitio para lavar su propia ropa...”. Los migrantes coinciden, uno tras otro, en que su vida en el campamento es “muy dura, muy difícil”.
A medida que avanza la tarde, los usuarios van saliendo a los alrededores del campamento para charlar, recibir una clase semanal de español impartida por un grupo de voluntarios y coger un vaso de chocolate caliente.
Natacha es una de las profesoras que acude con cajas repletas de mantas para sentarse, pizarras, diccionarios, libretas y lápices que reciben de donaciones. Durante varias horas, practican conversación, aprenden palabras y bromean. Incluso, interrumpen momentáneamente la clase por una videollamada de un compañero que recientemente pudo ser trasladado a la Península.
Volver para ayudar
Desde 2021, el rostro de Altou ha ilustrado plazas, institutos y otros centros como parte de una exposición fotográfica que ha viajado por todo Tenerife. Altou llegó a Canarias en patera hace dos años y medio, y estuvo varios meses alojado en Las Raíces. Allí conoció a Paula Fernández y Luz Sosa, quienes recopilaron testimonios e hicieron retratos de un grupo de migrantes para “acercar la realidad de Las Raíces a las personas que no pueden ir” y “visibilizar la vulneración de derechos humanos”.
Aunque hace tiempo que Altou pudo viajar a la Península y ha trabajado en distintas comunidades autónomas, su rostro asoma de nuevo por el campamento. Esta vez, viene como voluntario. Regresó a Tenerife recientemente y ahora comparte una casa con varias personas conocidas, pero no ha olvidado el agradecimiento que sentía cuando la gente subía a Las Raíces a ayudar a personas como él.
Su historia comenzó en Senegal, donde fue electricista desde los 15 años. Llegó a Canarias con 17, después de un viaje de siete días en patera con 130 personas. Su objetivo como hijo menor de cinco hermanos es ayudar a la economía familiar, dado que su padre es ciego y su madre no puede caminar.
Se mantiene sereno y optimista, al igual que Mohamed, quien lleva un mes viviendo en Las Raíces. Salió de Guinea Conakry, su país natal, y vivió dos años en Marruecos hasta que pudo embarcarse rumbo a Canarias. Ahora, espera paciente el momento en que pueda viajar: “No hay nada difícil, lo peor ya pasó”.
Junto a sus compañeros, escucha atentamente las clases de español que se alargan hasta que la oscuridad de la noche no permite ver la pizarra. Alumbran sus libretas con una pequeña lámpara que colocan en el centro de las mantas y toman notas para estudiar hasta la próxima clase. “Una más, por favor”, le piden a Natacha, “la última”.