El segundo y último round del debate más transcendente de la legislatura me interesaba más por Rajoy que por Zapatero. Tras la derrota por la mínima en el partido de ida, el líder del PP necesitaba una victoria holgada, un discurso convincente, una habilidosa persuasión, en el fondo y en la forma. Ante un Zapatero que no es manco, igualó los dos primeros parciales, supo llevar la iniciativa o al menos no dejarse avasallar por el contrario. A mi juicio, empataron en buena lid, pero justo en el tercer bloque Zapatero sacó a colación la guerra de Irak, Mariano entró al trapo -la derecha entra a todos los trapos, hasta los que menos les conviene- y ahí comenzó la debacle. Fue un gol absurdo, casi en propia puerta, intentando argumentar que Zapatero estaba a favor de la invasión de Bagdad -cuando no hay nada que más separe a ambos partidos-. Luego más ETA, más inmigración, más catastrofismo, más de lo mismo.
Cayó Rajoy, y cayó peleando -fue una derrota quizás más amplia que en el primer partido- pero ambos contendientes se prepararon mejor, construyeron mejor sus discursos, captaron mejor la atención del ciudadano medio. Pero dos debates no arreglan una legislatura y Rajoy, aunque lo intentó, no pudo a mi juicio despegarse de ese atavismo con el que el PP se ha puesto la capa de caballero católico español al que le importa más una idea de España -la suya, claro- que perder un debate, o lo que es peor, unas elecciones. Eso le dicen sus asesores y cuando uno pretende jugar sólo de cara a la galería -su galería- y desprecia olímpicamente a la afición del adversario -aunque vaya por delante en esta absurda liga televisiva y mediática- pasa lo que pasa. Y lo que ocurre es que, tras el debate de ayer, el PP no sólo ha perdido la discusión sino la última oportunidad de ganar las elecciones.