Vidas 2.0

Internet, conjugado con las redes sociales, ha conseguido que traspasemos nuestras vidas desde la esfera privada −limitada a un reducido grupo de personas− hasta un escaparate visionado por cientos. La exposición se ha vuelto gradualmente natural e, incluso, las personas que nada tienen que ver con los llamados “nativos digitales”, parecen sentirse cómodas narrando sus pensamientos, éxitos y miserias ante un público no identificado. Se ha perdido el miedo primigenio a la red, ése del que nos advertían nuestras madres; y ahora son ellas las que comparten, sin pudor ni reparo, las fotos de las vacaciones y los vídeos de los nietos.

Las estadísticas del IAB (Interactive Advertising Bureau) son claras: un 81% de los internautas de entre 16 y 55 años utilizan redes sociales, lo que representa más de 15 millones usuarios en nuestro país. Sólo Facebook, acapara una media de cuatro horas y veintitrés minutos de nuestro día. Lo que explica el fuerte vínculo creado en torno a las redes; suponen un hábito más, tan integrado, que pocos son los que se preocupan en ponerles límites.

Los niños de hoy tendrán su vida entera en la nube, antes siquiera, de entender el concepto. La euforia de compartir se inicia desde la primera ecografía y se prolonga mediante tuits informativos de sus últimas trastadas y vídeos en Youtube de sus ocurrencias. Somos seres sociales y la idea de estar conectados nos agrada. Sin embargo, la intangibilidad de la red empieza a tener consecuencias en la vida real.

Las subidas descontroladas de información, consecuencia de un arrebato impulsivo de juventud o de simple ignorancia, han supuesto el despido o la dimisión de nombres importantes pero, también, de ciudadanos prácticamente anónimos. De hecho, indagar en la red para valorar el perfil de un aspirante es, cada vez más, una práctica habitual en las entrevistas de trabajo. Por lo que cabe preguntarse, qué consecuencias tendrá para los adultos del mañana contar con un registro tan masivo y propiciado durante años.

Pensar antes de publicar

El derecho a la intimidad viene recogido en nuestra Constitución como parte de una serie de derechos fundamentales a los que todos estamos sujetos. Revelar datos de otra persona sin su consentimiento, está penado, y continuamente se articulan leyes con la intención de proteger el honor y la imagen de los ciudadanos.

En el plano teórico, todos parecemos tener claros los límites de nuestra privacidad pero no ocurre lo mismo en el ámbito virtual, donde las fronteras se vuelven mucho más difusas. Especialmente cuando el mundo parece haber decidido publicarlo todo. A fuerza de repetición, hemos interiorizado esta práctica, normalizando el hecho de estar expuestos.

Una reunión de amigos donde se hagan fotos, será compartida en cadena por los presentes, a través de distintos medios; y si alguno se opone, será inmediatamente tachado de retrógrado e intolerante, ignorándose lo razonable de su petición. Pues querer correr las cortinas en nuestras vidas 2.0 resulta incomprensible para la mayoría. Se perpetúa la máxima de: si no lo compartes, nunca pasó. Como si hiciera falta verificación externa para constatar que aquella, realmente, fue una gran noche.

En tal entorno crecen niños que aprenden a manejar un móvil antes de pronunciar palabra, predestinados a repetir el patrón que han visto en casa. A fin de cuentas, toda su vida ya está ahí fuera, en los muros y timelines de familiares y amigos. Pedirles cuando crezcan que sean más cuidadosos supondrá una contradicción difícil de asumir.

Con la intención de salvaguardar la intimidad de los niños, algunos países han empezado a legislar al respecto. Es el caso de Francia, donde las autoridades podrán imponer multas a los padres de hasta 45.000 euros y un año de prisión por publicar fotos íntimas de sus hijos en las redes sociales sin su consentimiento. Cuesta imaginar a niños denunciando a sus padres pero la medida trata de poner el foco en un problema mayor.

Los padres rara vez configuran la privacidad de sus páginas para evitar que este tipo de publicaciones salga del núcleo familiar. Por el contrario, mantienen perfiles públicos o comparten las imágenes entre cientos de “conocidos”; y es legítimo hacerlo, pero siendo consciente del mal uso que nuestros datos pueden generar. Ya que, con la infinidad de información que proporcionamos, cualquiera podría terminar usurpando la identidad de nuestro hijo. Además de la posibilidad de que sus vídeos y fotos puedan caer en círculos pedófilos o, en el futuro, desembocar en casos de bullying en la escuela.

Para curarse en salud, basta con ser más cautelosos y recordar que, lo que se cuelga en internet, es difícil que desaparezca.

Lo que pasa en la red, se queda en la red

La despreocupación de los primeros años llevó a muchos a compartir fotos o a hacer comentarios que terminarían siendo motivo de arrepentimiento. Algunos se apresuraron a borrarlos, esperando inocentemente que aquello no hubiese tenido mayor repercusión. Elucubrar, en cambio, un pronóstico menos halagüeño sería más realista, pues nunca podemos estar seguros de que no se haya hecho una copia. Retrotraerse en el mundo digital es casi una ilusión.

Para evitar esto, los expertos recomiendan una norma sencilla a tener en cuenta antes de publicar: Si no es algo que compartiría con todo el mundo, no lo comparta en absoluto.

No se trata solamente de información que nos pueda afectar hoy, sino que con seguridad esos datos seguirán siendo visibles incluso cuando ya no estemos aquí. Recuerde que en la vida online, todo permanece.

En el panorama político español han sido varios los casos de dimisión motivados por una serie de tuits ofensivos, cuyos ingenuos autores lanzaron a la red social buscando el compadreo típico de la barra de bar e ignorando el verdadero alcance del medio. Fue el caso del coordinador de Ciudadanos de la provincia de León, Sadat Maraña, cuyos mensajes habían sido publicados varios años atrás pero, su recién adquirida visibilidad, sacó a la luz. En ellos, Maraña ponía en duda la credibilidad de las mujeres en los casos de violencia machista, argumentando: “Lo dicen los propios guardias civiles: la mayoría de las denuncias por violencia de género son falsas”.

Algo parecido le ocurrió el año pasado al concejal de Ahora Podemos en el Ayuntamiento de Madrid Guillermo Zapata, cuyos chistes en referencia a ETA o los judíos desataron un aluvión de críticas en Twitter pidiendo su dimisión. Para algunos, este tipo de represalias resultan exageradas y aluden a la libertad de expresión para minimizarlas; para otros, es un castigo necesario con el que desempañar las siglas del partido. De lo que no cabe duda, en los tiempos que corren, es que nuestra conducta puede volverse condenable por la multitud a vertiginosos golpes de ratón.

El despliegue de ejemplaridad no sólo se exige a personajes públicos, sino que puede afectar a cualquiera que se tome a la ligera la trascendencia de sus palabras. Es la historia de Justine Sacco, quien decidió, instantes previos a despegar su avión, tuitear alegremente sus pensamientos: “Me voy a África. Espero no pillar el sida. Es broma. ¡Soy blanca!”. Durante las doce horas que duró su vuelo, Sacco estuvo ilocalizable y totalmente ajena a la polémica que el comentario había desatado. En aquellas horas su nombre se hizo viral, sin darle opción a rectificar o a borrar el mensaje, propagándose a velocidad de banda ancha. El drama desatado terminó en un despido fulminante de su compañía, InterActiveCorp, una empresa responsable de portales como Match.com, Meetic, Vimeo o Ask.com, de la que Sacco era −irónicamente− directora de comunicación.

Es importante recordar que por mucho que se insista en defender la independencia de nuestras redes sociales, la línea divisoria entre lo personal y lo profesional es más ambigua que nunca. Marcas y compañías prefieran desvincularse, automáticamente, de cualquier estigma que pueda afectar a su reputación. De ahí la importancia de pensar dos veces antes de teclear.

Recuperar su reputación

Antes de entrar en modo pánico y salir corriendo a repasar su historial completo de publicaciones, sepa que de todo revés puede surgir una oportunidad, y ya empiezan a aparecer empresas encargadas de limpiar nuestro rastro en la red. Un servicio que promete dejar nuestra vida digital reluciente y apta para todos los públicos. Utilizado por celebridades o empresarios que desean mantener a la mala prensa alejada, evitando ver ensuciado su buen nombre en Google. Las tarifas por ocultar lo indeseado bajo la alfombra digital del buscador oscilan entre los 120 y 600 dólares al año, según la dificultad del caso.

¿Pero pueden realmente hacer desaparecer todas las críticas y referencias negativas? La respuesta corta sería “no”, la larga un “sí” con condiciones. Pues, como hemos dicho, la permanencia de la red es inmanejable. Lo que ofrecen estas empresas es la posibilidad de generar nuevos contenidos beneficiosos para el cliente, creando webs y enlaces a otras páginas fiables que los motores de búsqueda posicionarán en primer lugar, sepultando con ello el contenido desfavorable. El procedimiento se basa en la tendencia generalizada del usuario de no pasar más allá de la segunda página del buscador.

Puede parecer una medida insuficiente pero, a la larga, es lo mejor. Cualquier otro proceder más tajante que obligue a censurar o prohibir, desencadenaría una mayor divulgación. Es lo que se conoce como Efecto Streisand, un fenómeno que demuestra lo contraproducente de la censura. El término se acuñó a raíz de la denuncia de Barbra Streisand al fotógrafo Kenneth Adelman, quien había realizado unas fotografías áreas de la costa californiana para denunciar su erosión. En una de las imágenes aparecía la casa de la cantante, quien consideró que la foto suponía una violación de su intimidad.

En el momento de presentar la demanda, la fotografía únicamente había sido descargada siete veces y, dos de ellas, de manos de los propios abogados de la cantante. Un mes después de conocerse la noticia, más de 420.000 personas habían visitado el sitio web. Actualmente, la imagen continúa vinculada a miles de páginas que son arrojadas por el buscador en un solo clic, demostrando la inmortalidad y lo escurridizo del contenido online.

La explicación para este fenómeno es, según el experto en internet John Gilmore, una manifestación de la curiosidad humana, a la que siempre ha producido mayor tentación descubrir lo que está vetado. Tratar de esconder o prohibir algo equivale a señalarlo con luces de neón, activándose como un resorte la pregunta: ¿Qué será eso que me prohíben llegar a conocer?