TRASTORNOS DE CONDUCTA ALIMENTARIA

Conflictos familiares y falsas creencias que arrastran a un trastorno alimentario: “Siempre asocié el éxito a la imagen”

Iván Suárez

Las Palmas de Gran Canaria —

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“No se está tan mal siendo yo”. Sonia (nombre ficticio) se siente liberada, “una superviviente”. Lleva meses en tratamiento por un trastorno de conducta alimentaria y está orgullosa de los pasos que ha dado en este tiempo. “Siempre tuve la absurda creencia de que mi vida sería perfecta cuando tuviera una talla 38 o 40. En mi interior había una relación muy estrecha entre el éxito y una apariencia física normativa. Si me hacías un análisis de sangre, me salían plaquetas, glóbulos blancos, rojos y éxito igual a imagen”. Un modelo, una construcción psicosocial, que la terapia que recibe en la asociación Gull Lasègue de Las Palmas de Gran Canaria le ayuda a desterrar. “No soy más o menos mujer por llevar una talla X o una talla Y, por llevar una camiseta que se considere más o menos apropiada”, asevera ahora.

Sonia tiene 48 años. Para ella, la pandemia fue “un cataclismo”, el momento en que se desmoronó y en el que emergió ese trastorno alimentario que, como explica Vanessa Sosa, psicóloga de la asociación, suele ser consecuencia de una confluencia de causas en las que el factor psicosocial, la transmisión de “un modelo estético donde la belleza se asocia a la delgadez”, ejerce una fuerte influencia de predisposición que “explica la mayoría de casos”.

La entidad sin ánimo de lucro Gull Lasègue, constituida hace 23 años, es el único recurso integral y específico que atiende estos trastornos en la provincia de Las Palmas y lleva meses advirtiendo de las carencias en la asistencia especializada en la sanidad pública de las Islas y en la necesidad de reforzarla ante el incremento de casos experimentado desde la irrupción de la Covid-19 y la consecuente crisis sanitaria y económica. En lo que va de año han iniciado tratamiento en esta asociación 62 personas y la lista de espera llegó a las 30, aunque en las últimas semanas se ha reducido, señala la trabajadora social Lindsay Ramos.

Sonia llegó a este recurso el pasado mes de noviembre tras sufrir un episodio de autoagresión seguido de una ingesta desenfrenada de alimentos después de un incidente de origen familiar. “Comencé a arañarme, a morderme. No entendía por qué lo estaba haciendo. Como no era suficiente y lo siguiente que iba a hacer sería visible, empecé a comer y a perder el sentido de lo que estaba comiendo, de las cantidades, de cuándo había empezado. Ya no sentía sabor. Necesitaba encontrar la forma de parar lo que estaba sintiendo. Si un mordisco no era suficiente, no me aliviaba ese dolor tan grande, tenía que hacerlo callar. Era lo más parecido a darme una paliza sin dejar un moretón”, rememora.

Bajo esa y otras manifestaciones subyacían “fisuras emocionales” alimentadas por su entorno que la pandemia agrietó aún más, relata Sonia. Su familia “fue parte del problema”. Cuenta que creció en un ambiente “muy estricto, asfixiante, represivo”. “Tenía que saber hacer un montón de cosas siendo una cría y, además, darle el sustento que necesitaban mis padres, que tenían unas carencias muy importantes”. Recuerda haber escuchado de personas cercanas y siendo adolescente insultos referentes a su físico. “Después me metí en una relación súper tóxica, con dos episodios de maltrato”, afirma. Todo ello “fue acrecentando una incapacidad de poder construir una imagen personal, porque no sabía quién era. Me veía a mí misma a través de los ojos de otros y no recibía buenos reflejos. Fue un suma y sigue hasta que en la pandemia ya no daba más de mí”.

Los problemas en el hogar se habían agravado con el confinamiento y durante los meses sucesivos y decidió buscar ayuda en el Centro de Orientación Familiar (COF), una fundación que atiende a familias desestructuradas, con bajos recursos sociales, económicos o culturales y alta conflictividad. “Todo recaía sobre mí y empecé a tener conductas destructivas”. A la psicóloga del COF le confesó sentirse asustada por “los límites que estaba rozando”. “Ella siempre me decía una frase: Todo rema a favor de obra”.

Sin embargo, durante ese proceso sufrió el episodio familiar “grave” que desembocó en la autoagresión y el atracón. “En ese momento, se me encendió una chispa y me acordé de la frase de la psicóloga. Llevaba un rato buscando en páginas web, en blogs, cómo vomitar, que nunca he podido hacerlo. Entonces sentí que tenía que darle la vuelta, usarlo como impulso, como una oportunidad de tomar conciencia de lo que me estaba pasando. Busqué asociaciones que tratasen trastornos de alimentación y llegué a Gull Làsegue”.

Sonia fue valorada por una psicóloga y le detectaron el trastorno. “Cuando llegué estaba rota, hecha añicos. Hasta que pudimos tratar propiamente el trastorno de alimentación pudieron pasar tranquilamente dos meses. Me pasaba esas sesiones hablando de todo lo que me estaba pasando, de todo lo que estaba fuera, más que de mí. Después empezamos a trabajar, a desarmar montón de creencias que funcionaban en piloto automático y que tomaban completamente el control de mi vida en momentos determinados”.

Sonia explica que recurrió “muchas veces” a la sanidad pública y que en dos ocasiones acudió a la consulta de una endocrina con la intención de someterse a un by-pass gástrico. “En la primera me dijo que tenía que ser consciente de que la operación podía salir mal. No iba a someter a mi cuerpo a esa agresión si no tenía la certeza de que iba a funcionar”. Durante la pandemia volvió a ir. “Estaba mucho más desesperada, frustrada. Y fue mucho más incisiva. Me dijo que iba a ser una enferma toda la vida, que me mentalizara y que tenía que actuar como tal. No me lo creía. ¿Cómo te atreves a herirme de esa forma si consideras que estoy enferma? De ser cierto, puedes decirlo de mil formas. Hay que hacer un trabajo importante de concienciación en la sanidad pública”, sostiene. Desde la asociación inciden en que, aunque en el imaginario colectivo los trastornos alimentarios suelen vincularse, principalmente, con la anorexia, hay personas con normopeso y con sobrepreso que padecen alteraciones de conducta con los alimentos.

Para Sonia, Gull Lasègue ha sido “un traje a medida”. Acude al centro todas las semanas para ser atendida por una psicóloga y una nutricionista. “Me dan herramientas sin violentarme, sin exigirme. Es un espacio cómodo, una silla confortable que me sostiene ”. En diciembre se quedó sin empleo. “También me acompañaron en todo este proceso. Con Raquel (trabajadora social) revisamos el currículo, otra organización donde me ayudasen a buscar trabajo...”, señala. “Veo esperanza, solución. Hay siuaciones que me duelen y es un camino que tengo que atravesar, pero me siento muy acompañada”, concluye.

Sentimiento de culpabilidad

Vanessa Sosa, psicóloga de Gull Lasègue, explica que los pacientes que trata y, sobre todo, sus familias suelen acudir al centro con “mucho sentimiento de culpabilidad”. “Yo me encargo de aclarar y calmar esa ansiedad con la que llegan”. En los trastornos de conducta alimentaria se habla de factores de predisposición y precipitantes. Entre los primeros hay “ciertas características individuales”, en ocasiones también un componente genético. “No todo el mundo tiene la misma susceptibilidad o la misma reacción al estrés y a determinadas vivencias. Tenemos cerebros diferentes, con matices y particularidades”.

Entre esas causas de predisposición, la psicóloga alude a conflictos en el seno del hogar, a familias desestructuradas, a acontecimientos vitales traumáticos, como separaciones o fallecimientos, a historias de abusos, de malos tratos, de violencia, de acoso laboral... “Después hay una parte importante, que explica la mayoría de los casos, que es el factor psicosocial. Todos esos mensajes que recibimos a nivel sociocultural, muy animados por la publicidad y por las redes sociales, que están ensalzando un modelo estético que no habla de las mujeres reales”. Sosa habla de las mujeres porque, “aunque cada vez hay más hombres” con estos trastornos, la diferencia sigue siendo “estadísticamente significativa”. Una desproporción que atribuye a construcciones machistas, a un “mayor machaque a la mujer en cuanto a la imagen, de mayor exigencia social en cuanto a lo estético”. Entre el 90 y el 95% de las personas que acuden a la asociación son mujeres. En cuanto a las edades, si bien es cierto que un porcentaje elevado son adolescentes, también hay usuarios y usuarias “de 20, 30, 40 y 50”, señalan desde la organización.

Los factores precipitantes son los que aceleran el desarrollo del trastorno. La psicóloga explica que pueden ser también acontecimientos vitales, aunque, en muchas ocasiones, coincide con el inicio de las dietas, cuando empiezan a restringir o eliminar alimentos porque “hay un problema de imagen corporal y una asunción estricta de ese modelo estético” basado en la delgadez que se asocia a “éxito, a logro, a satisfacción”.

“Hay que sacarlas de ese modelo. Hay que ayudarlas a adoptar una posición crítica con todo lo que está pasando alrededor, desde los medios de comunicación a la publicidad o las redes sociales, todos esos mensajes que nos llegan y que asocian ideas equivocadas”. Sosa dedica una parte importante de sus consultas a reforzar la autoestima de las usuarias del centro. Cuenta que son personas que han basado la percepción propia en la imagen corporal, en el físico, y que esta concepción hay que reconducirla para que “aprendan a valorarse, a sentirse válidas y a identificarse con otro tipo de modelos”.

Cuando llegan, la urgencia es “tratar el síntoma”. A partir de ahí, la terapia se realiza “de fuera hacia dentro” para profundizar e identificar esas vivencias desencadenantes, las historias traumáticas o los factores de predisposición. Sosa precisa que, en los trastornos de conducta alimentaria, hay un porcentaje mayoritario de curación, pero también hay una parte, que cifra en torno al 10%, que se cronifica.

Fondos insuficientes

Lindsay Ramos, trabajadora social de Gull Lasègue, señala que en 2021 la asociación atendió a 145 pacientes y sumó más de 6.000 consultas. En este periodo recibieron el alta terapéutica 35 personas. Desde 2013, esta organización sin ánimo de lucro percibe una subvención nominada de 100.000 euros del Servicio Canario de Salud (SCS). Esa cantidad no ha variado en esta década a pesar de que el volumen de personas que atiende es cada vez mayor y que, en estos años de pandemia, la demanda se ha disparado hasta el punto de que ha habido una lista de espera que, a lo largo de este año, ha rondado los 30 usuarios. Con esos fondos, señalan, “no da ni para pagar a la tercera parte del personal” contratado.

Por su parte, el Cabildo de Gran Canaria, además de ceder sus instalaciones (la sede se encuentra en el centro sociosanitario situado en el antiguo internado de Nuestra Señora de Fátima), aporta unos 60.000 euros. La financiación de Gull Lasègue se completa con aportaciones de fundaciones para eventos concretos o con subvenciones para proyectos tras presentarse a procedimientos de concurrencia competitiva en distintas administraciones, además de las cuotas que pagan los usuarios.

Quienes solo sean atendidos con tratamiento ambulatorio (cuatro sesiones al mes con psicóloga, cuatro con nutricionista, más las necesidades específicas con trabajadoras sociales y talleres) abonan 90 euros al mes. Aparte, está el servicio de centro de día , el comedor terapéutico, que no todos utilizan. Los precios varían en función de los días que asistan. Según explica Ramos, el centro “no deja de atender a nadie” porque no pueda pagar estos importes. En caso de que las personas no dispongan de recursos suficientes para afrontarlos, se hace un estudio económico para ajustar las cuotas a la realidad de cada familia. “Algunos no pagan”.

Desde la asociación inciden en las graves carencias en la atención especializada a los trastornos de conducta alimentaria en la sanidad pública. A partir de las experiencias contadas por las propias familias, relatan casos que llegan a los centros de salud y no se derivan o a quienes se les da cita en las unidades de salud mental para dentro de tres meses o tienen que esperar “de dos a cuatro meses” para que los vuelven a ver después de esa primera valoración. “Sabemos que los recursos son limitados siempre y que, después de la pandemia, más, pero pedimos que, por lo menos, nos ayuden a nosotros, que estamos desbordados, tenemos lista de espera y siguen llamándonos”, sostiene Ramos.

La trabajadora social subraya que Gull Lasègue es “el único recurso integral” para asistir estos trastornos en la provincia de Las Palmas y que hay pacientes que se tienen que desplazar desde Lanzarote o Fuerteventura. “Estamos tratando enfermedades mentales. Eso no hay que perderlo de vista. El sentido último de la asociación sería desaparecer como prestadora de los servicios de tratamiento y quedarnos únicamente como un grupo de padres y madres de apoyo”, apunta Ramos para reforzar la idea de que debe ser la sanidad pública quien se haga cargo de esta asistencia.

Según datos del Registro de Casos Psiquiátricos de Canarias (RECAP) del Servicio Canario de la Salud, en 2021 se atendieron a nivel ambulatorio 942 personas con algún diagnóstico de trastorno de conducta alimentaria y se generaron 5.812 consultas. Desde la asociación temen que no se estén contabilizando todos los casos. “La administración no sabe cuántos tenemos nosotros, nadie nos ha llamado. A veces nos lo derivan los médicos en los centros de salud, pero habría que ver si realmente esos casos se cuentan”, cuestiona Ramos.