Sobre la puerta del aula 1, unas nubes azules dibujadas con trazos alegres realzan las dos palabras que dan nombre al proyecto: Barrios Orquestados. En la céntrica calle Cruz del Ovejero del barrio de Tamaraceite (Las Palmas de G.C.) por donde en otro tiempo bajaron los pastores cumbreros en busca de pastos y mercado, tiene su sede el centro educativo Evalua2. Aquí ensaya desde el pasado 9 de abril la orquesta más joven de la ciudad. Es cierto que su repertorio es aún muy pequeño y que hasta hace muy poco tocaban violines prestados, solamente violines; pero esta larga veintena de niños repartidos en dos grupos de edad aprenden guiados por otra pedagogía. El músico y compositor José Brito ha realizado una síntesis ecléctica y personal que se nutre de las posibilidades de la enseñanza grupal y de la composición de repertorios ajustados al alumnado. Por eso, inevitablemente, ellos forman desde el comienzo una orquesta.
Como todos los martes y jueves a las seis en punto de la tarde, Laura Brito lleva al primer grupo a través de una secuencia bien estudiada en la que se intercalan, cada vez que es necesario, paradas para respirar profundamente. Hoy tiene que lidiar sola con todos ellos, pero lo hace con brío, cariño y una copia de El violinista, de Chagall, a sus espaldas. Y ellos responden bien. Antes de desenfundar sus violines, estos niños desarrollan su psicomotricidad mediante ejercicios que tienen nombres atractivos, como “el galope” o “el soldado”, en los que pies y claves afrocubanas se alternan creando animados patrones rítmicos. A estos primeros ejercicios les sigue otro con un nombre tan enigmático para el profano como el de “tono dinámico”. Ellos buscan el unísono guiados por la nítida voz de Laura, cantando las notas con ella, La Si Do Do Re Do Sí... Los escucho y la emoción me lleva hasta aquel Ave María guaraní con que los niños y adolescentes de la Misión de San Carlos recibían al nuncio papal en una de las más conmovedoras escenas de La Misión.
Desde el rincón del aula en el que permanezco acuclillado con mi libreta abierta sobre las rodillas, contemplo la mezcla de rostros y complexiones tan propia de esta tierra y encuentro aquí la misma sencillez, la misma promesa de felicidad. Porque, salvando las distancias oportunas, esta es también una comunidad que acude al encuentro de sus oportunidades. La hora se apura y en poco tiempo estos niños de seis, siete u ocho años ya están ajustando los violines bajo sus mentones y ensayando los movimientos básicos que con suerte repetirán miles de veces en los años venideros. Siempre sobre la cruz de cinta adhesiva que marca el lugar de cada uno en el aula.
A pocos pasos de la casa con ventanas azules donde el poeta Manuel Padorno tuvo su última residencia, José Brito, que dirige el Aula Alfredo Kraus de la ULPGC, me explica en compañía de su hija Laura la génesis del proyecto. Barrios Orquestados se remonta al año 2006 pero su cristalización es mucho más reciente. Hizo falta, como en muchas ocasiones, un segundo impulso, que ha nacido de la sintonía entre él y su hija. Ella, que se dedica a tiempo completo al proyecto desde que regresó de Berlín, comparte con su padre una visión de la música desprovista de elitismo. Ambos también escogieron el mismo instrumento, un violín. Para explicarse, a él le gusta tomar prestado el argumento de Memorial del convento, la novela de José Saramago, y describirse pilotando el primer artilugio volador de la historia, una passarola, en la que ellos dos también se lanzan “al encuentro de voluntades” para el proyecto. Cuentan que a finales del año pasado se escribieron las primeras cartas de presentación y se lanzó “el primer SOS” entre los colegas de profesión: entonces aparecieron los doce violines. Los instrumentos necesitaban con urgencia un luthier, “una ITV que los pusiera a punto” y los regulase tras años de desuso. Pero ya no era concebible esperar más tiempo por la subvención pública o por el mecenazgo. Había quedado claro que lo fundamental era contar con “voluntades”.
Al grupo de entusiastas formado por Andrés Betancort y Jafeth Alonso se fueron sumando otros músicos, como el violonchelista Davide Payser y el contrabajista de la Orquiesta Filarmónica de Gran Canaria, Juan Márquez. Y el movimiento generó más movimiento, y entendimiento. La colaboración de la Fundación Lidia García determinó que el barrio capitalino escogido para desarrollar el proyecto piloto fuera Tamaraceite. Además de ofrecer un aula para ensayar, sus gestores propusieron que el contacto entre el proyecto y la comunidad vecinal se realizara directamente en los colegios. Todo un acierto. Desde entonces, un par de voluntarios acude de vez en cuando a un centro de primaria del distrito para encontrarse con padres e hijos, siempre por separado.
Y finalmente aparecieron también los nuevos instrumentos; nuevos, como se diría, a estrenar, gracias al apoyo de otra entidad privada, la Fundación Mapfre Guanarteme; y a una venta realizada a precio de amigo por Real Musical de Las Palmas. La confianza depositada por la veterana aseguradora en el futuro del proyecto adquirirá mayor relevancia el próximo año; pero la dotación económica concedida a finales de este curso, con los presupuestos ya cerrados, ha llegado en buen momento. En el aula 1 ya hay, como explica Laura, “sincronía y buena postura”. La pedagogía del esfuerzo ha cundido y, como ella desea señalar, “durante esas primeras semanas los niños supieron estar a la altura, porque comprendieron que lo de menos era que los instrumentos sonaran bien”. Sus padres también se hicieron cargo de la situación. Han estado tras la puerta, escuchando mientras esperaban a que concluyera la clase, y la han animado a ella dando testimonio de los pequeños progresos. Algunos se vieron sobrepasados por la emoción el primer sábado en el que todos entraron al aula y permanecieron de pie, pegados a la pared, para escuchar a sus hijos tocar con convicción esas pocas notas que habían ensayado durante algunas semanas. Es probable que nunca esperaran verlos convertidos en protagonistas de una expresión musical de esta clase. Ahora, ellos también formaban parte de la alta cultura.
Barrios orquestados. Quién podrá negar la contundencia y el poder de evocación de este par de palabras. Ellos querían encontrar un nombre que describiera sin más lo que sucede dentro del aula pero acabaron ofreciendo un reclamo poderoso a la imaginación. Una imagen que recoge los dos aspectos fundamentales del proyecto: educación musical y desarrollo comunitario. Al comienzo de la conversación José Brito hace una declaración de intenciones que podría convertirse en el lema del proyecto: “La música ha de ser una fuente de motivación para los muchachos de los barrios”. Y claro que puede serlo. Él, que siempre ha estado vinculado a proyectos musicales pedagógicos, me cuenta cómo se abren los ojos de los niños cuando tocan para ellos en el aula. Como en la canción de Víctor Jara, bastan cinco minutos, lo que dura cada presentación, para que se produzca un encuentro mágico con la música. Precisamente, para contar con la ventaja de la cercanía ellos han escogido el microcosmos del aula, renunciando a un único encuentro multitudinario en el salón de actos. Y en el aula pasan cosas, porque, como recuerda José, “ellos nunca han visto de cerca un instrumento como el violín, y cuando escuchan el sonido redondo que sale al frotar la cuerda... todos quieren aprender. Y yo les creo”.
Aquellos que conozcan el proyecto pedagógico que José Antonio Abreu puso en marcha hace más de treinta años en Venezuela, sentirán que estamos asistiendo a la materialización de un sueño, que hemos tenido la misma suerte que nuestros paisanos de la octava isla. La música es, para el maestro venezolano, “un instrumento irreemplazable para unir a las personas”. Sin lugar a dudas, Barrios Orquestados, que hace suya esta divisa, llega para compensar la reducida oferta de las Escuelas Municipales; y lo hace, conviene recordarlo, con un enfoque pedagógico prometedor. Podrá objetarse que la oferta actual se ajusta a la demanda existente; pero este argumento es falaz y cómodo. José Brito evoca a Shinichi Suzuki, el violinista y pedagogo japonés, para explicar que “la educación musical jamás debe ser vista solamente como una salida profesional”, porque constituye un aspecto básico del desarrollo integral del ser humano. Un aspecto que, por desgracia, es muy poco atendido en la escuela primaria. “La música -dice- nos permite llegar a una mayor afinación, que no es solo musical, sino vivencial; nos enseña a buscar lo fino, a cuidar las formas, porque las formas, como enseñaba Gandhi, hacen nuestro carácter y este, hace nuestro destino”.
Aquella misma tarde, después de pasar unos minutos viendo ensayar al grupo de los mayores, salí para buscar a Daniel, el más pequeño de todos (en la imagen del medio). Antes, durante la primera hora, yo había estado haciendo preguntas a su madre. Los dos esperaban ahora a que saliera Eva, la hermana mayor, en un aula que se asoma a una de esas casas terreras color azafrán. Los encontré dibujando en silencio. Ella le había ocupado a Daniel un poco de su espacio en la hoja, para ir haciendo tiempo hasta que dieran las ocho. Luisa es una mujer tranquila a la que identifica ese sello de modestia que me resulta tan característico después de unos años alejado de las Islas. Ella, que recibió clases de ballet en la adolescencia, es una de las voluntarias que cuidan al grupo en los días de ensayo obligatorio: lunes, miércoles y viernes. Los martes también asiste a la clase de sensibilización musical para padres.
A pocos lectores se les escapará a estas alturas que Barrios Orquestados representa un desafío para la actual cultura de las actividades extraescolares. No pide dinero, pero sí exige compromiso; o en términos más entusiastas, participación. El proyecto propone, además, un aprovechamiento del tiempo y las energías del alumno que se sigue por la máxima de que menos es más. “Puedo parecer visceral, -dice José Brito- pero creo que asistiendo a la mitad de las actividades, muchos niños aprenderían el doble”.
Luisa me había descrito al suyo como un niño muy activo, con carácter, al que ha templado la música. Él ya tiene un violín propio, que recibió como regalo de cumpleaños. “Para él es un juguete”, me explica su madre. Pero habiéndole visto ensayar y dibujar creo que debe jugar muy en serio. Tan en serio como Jorge, su compañero en el primer grupo; un niño sobrio y campechano, con la complexión de un puntal de lucha, que no pensó llegar a estar entre los admitidos. Los dos estuvieron en la presentación en sociedad del proyecto, el pasado sábado en la iglesia de Tamaraceite. Lo harán, me explica su profesor, “porque compartir es parte del proceso creativo; y porque es necesario tener objetivos reales”. Serán ellos, o sus hijos, quienes nos ayuden a comprender aquellas palabras de John Coltrane: “El verdadero poder de la música está aún por descubrir”.