Es un desierto tan duro como el vecino del Sáhara, pero está muy vivo. La isla de Fuerteventura, la segunda más extensa de Canarias, la más despoblada y la más cercana al continente africano, es también uno de los territorios con mayor biodiversidad de toda Europa.
Más de un millón de turistas llegan cada año a la antigua Maxorata, la tierra de los majoreros, atraídos por sus inmensas playas de aguas color esmeralda y la bonanza de su clima, 22 grados centígrados de media anual. Pero muy pocos son capaces de descubrir más allá de tumbonas y hoteles de lujo una naturaleza tan exclusiva como extraña.
La primera sorpresa la dan las plantas. Aparentemente inexistentes en un árido paisaje deforestado por el diente implacable de la omnipresente cabra, están catalogadas 678 especies vegetales, de las que 13 son únicas en el mundo y 42 endemismos canarios. Ello incluye a 16 helechos, atrincherados en grietas inaccesibles de las montañas donde son capaces de recoger un poco de la escasa humedad ambiental aportada por los siempre agradecidos vientos del norte.
En estos mismos lugares, especialmente concentrados en unos pocos riscos de las montañas del sur, se conservan los últimos retazos relictos de los antiguos bosques que cubrían Fuerteventura hace dos milenios. Un tiempo en el que ni la sequía, ni el hacha, ni los ganados habían llegado todavía a este increíble “laboratorio natural” en medio del océano Atlántico.
Lo que queda de lo que hubo es bien poco, es cierto, pero suficiente como para justificar todos los años expediciones de botánicos, ávidos de ver el rarísimo tajinaste azul de Jandía, los últimos mocanes o acebuches “bonsais” de edad milenaria.
Pero son las aves las principales estrellas de esta peculiar arca de Noé con 20 millones de años de historia natural a sus espaldas. Invisibles gracias a sus trajes de perfecto camuflaje, hubaras (una especie de pavo del desierto), ortegas, corredores saharianos, terreras y alcaravanes encuentran refugio en estos pedregosos llanos.
La joya de todas ellas es un pequeño pájaro insectívoro de cabeza negra y pecho naranja, la tarabilla canaria, pues su distribución mundial está restringida a Fuerteventura, donde paradójicamente resulta muy fácil de ver.
Incluso hay patos. Un pequeño ganso africano, el tarro canelo, cría en los escasos lugares con agua dulce. Precisamente ahora sus pollos comienzan a volar en compañía de los padres. Y cuando las charcas se sequen este verano, atravesarán con decisión el mar camino de los lagos saharianos, para regresar con las primeras lluvias otoñales.
La excepcional posición geográfica de la isla, a caballo entre África, Europa y América, ofrece además a los ornitólogos la posibilidad de ver infinidad de aves procedentes de los tres continentes.
Más de 300 especies diferentes se han citado aquí, justificando la existencia de un creciente turismo ornitológico internacional que cada vez tiene más a esta tierra como una de las mecas mundiales de la observación de aves. También del submarinismo y del turismo de ballenas gracias a unos fondos marinos tan excepcionales como bien conservados.
Unos valores conservados con mimo, en una isla donde cerca del 40 por ciento de su territorio está protegido, pueden parecer suficiente. Pero todavía se puede hacer más. Por eso el Cabildo de Fuerteventura está ahora mismo embarcado en dos ambiciosos proyectos.
El primero, declarar Parque Nacional a una cuarta parte de la isla, más de 44.000 hectáreas. Una extensión que superaría holgadamente la suma de todos los parques nacionales canarios, doblando por sí solo al del Teide, el más grande de ellos.
El segundo sueño es lograr la declaración de Fuerteventura como Reserva de la Biosfera. Además de reconocer sus valores naturales, este marchamo internacional premiaría la sabia gestión realizada a lo largo de la historia por los majoreros con un paisaje tan difícil pero hermoso.