Acabo de quitar la radio. Bueno, no ha sido exactamente así: salí de una cadena de las informativas y puse Radio 3. Estaba con los plomos fundidos. La culpa ha sido del tono tan homogéneo de lo que hoy se escucha en las ondas.
Abandoné aquel dial de la radio porque había alcanzado, casi sin darme cuenta, el nivel máximo de saturación. Estaba encharcado. Por hoy se acabaron las referencias al virus Covid-19. Cansado me tiene, el muy sinvergüenza. Pero es lo que toca.
Ayer les dije, el día cuatro de estas historias de intramuros, que mucho me temía que la máquina pica-pica igual este lunes no la arrancaban. Y ha sido así. La borrasca, que al final no fue para tanto, se salió con la suya y al maestro de La Victoria, o del lugar que sea, que igual es hasta del barrio de Duggi (si es así, yo no lo había visto nunca), lo mandaron a estarse quieto o parado.
El espectáculo que preveía como función especial desde el palco del undécimo no ha sido posible y me cago en la madre que… La noche ya se deja sentir dentro de la levedad de los atardeceres tempranos y hoy pondré en mi dietario que no he superado el cinco en tan peculiar examen. Este es mi primer día con suspenso. Lo siento, pero en algún momento tenía que ocurrir. Hoy ha sido un mal día: el quinto de once o el 23 de marzo de 2020, como coño quieran decirlo.
Sin máquina pica-pica a mi lado, soy otra persona, que ya lo habrán advertido. Cuando me levanté, esta vez más temprano, que es lunes (sé que me contradigo porque llevo en toda esta nueva vida diciendo que todos los días son iguales…), me fui despacito despacito al salón y más despacito aún del sofá al ventanal sur del undécimo. Me asomé con medio cuerpo, miré con intencionalidad al lecho del barranco y allí solo había oscuridad y negrura, culpa de la lluvia, y un tremendo charco de agua en el salto principal del barranco en su tramo bajo o de desembocadura. La máquina pica-pica no estaba. No estaba… La lluvia y la amenaza de fuerte temporal de agua la habían llevado a un lugar que con mi mirada en picado no podía adivinar. No me gustó nada comprobar esta nueva situación. Sobre todo no saber a ciencia cierta si era para siempre o solo por lo de la baja depresión circulante. Aún no lo sé y tampoco lo puedo preguntar en el edificio porque la última vez que se encuestó acerca de qué hacía el hombre metido en esa máquina taladrando el fondo del barranco nadie dijo nada. Hubo un silencio unánime. Ademas, nadie había puesto nada en el papel adjunto con sus líneas preparadas para incluso pegar burradas. A día de hoy, ni eso; ni una palabrota de crío rebelde.
Mi situación actual es la siguiente: no tengo a mi tractor preferido; no sé qué ha sido de los encuevados, quizá porque están más encuevados que nunca, y la piscina no está como para muchos chapuzones. Para chapuzón el de esta mañana en Santa Cruz de Tenerife, pero de agua llovido. Chapuzones, pocos, me corrijo, que son contados con los dedos de la mano los que se atreven a tocar el asfalto. El balance seguro que fue irrisorio.
Quitando mi paseos del ventanal oeste al este y mi viaje a la curiosidad de ver cómo había amanecido el barranco, pocos movimientos más puedo enumerar en este día de lunes. Hoy he estado todo el maldito día enchufado, lo que justifica lo dicho al principio: el hartazgo de tanta radio informativa rebosante de Covid-19.
Mañana no sé nada sobre mi destino, aunque espero la misma música, salvo lo que ya ustedes saben, de lo que no puedo adelantar nada a esta hora. Ya les diré. Solo debo comentar que ya sé que la alerta por lluvias intensas ha finalizado, lo que puede dar lugar a que nuestro hombre, el que coge la autopista ahora sin tráfico desde muy por la mañana, igual regresa a la capital (salvo que sea de Duggi). Ojalá. Sería mi salvación, que me quedan, sin tener este día en cuenta, hasta seis vomitonas de letras más dentro de la primera cuarentena, aunque estas sean dos, solo dos. Hasta el 13 de abril: un mes de vacaciones, pero solo dentro de casa.
Intentos de escaparme de forma reglada hoy no tuve. Imposible hacerlo. Me quedé sin tiempo desde que me posé en la silla del despacho tras la decepción del barranco. No he pensado en cómo eludir el aislamiento, con qué estrategia de las autorizadas, entre las que no está el recurso manido del perro. Me niego a pedírselo prestado al vecino y mucho más a pagarle un alquiler. De eso nada.
Hoy ha sido imposible tocar el piche porque todo ha sido teclear, tributo alimentario mínimo y mucha radio, tanta tanta radio que he terminado hasta las narices. Escribo con la emisión de Radio 3, que siempre atempera, y solo pienso, no sin angustia, en cuál será mi día de mañana y cómo mañana, el día seis de este cautiverio, el primero de dos, me echo a la calle, aunque solo sea a comprar un paquete de aspirinas y por luego hablar de perros y dueños flacos y gordos, de gente que mide distancias y de parejas perro-hombre o perro-mujer que se llevan sustos de envergadura, todos sin querer.
Tampoco he hecho la tarea de colocar los residuos separados en sus volquetes de colores; ni he salido a por productos frescos, ni a la botica, ni a por la carne cercana a la farmacia, ni a los bares ni a la plaza, ambos cerrados, ni nada de nada. Soy ahora mismo un zombi y solo quiero que el día acabe de una vez, cuando la noche se cierre entera y me envuelva bajo su manto en el sueño más feliz y profundo.
Ya solo me queda una esperanza: mi libro, el de Tallón que ya les recomendé, y la cita con Andreu Buenafuente. Coño, que este lunes, el primer día distinto de verdad de los cinco de la primera cuarentena, sí tendremos al cómico y a su familia de hacedores de risas. Se agradece…
No me quito de la cabeza si la razón verdadera de que el maquinista este lunes no nos haya acompañado con su anodina música solo tiene que ver con la lluvia. No sé. Sí pero no. Tengo mis dudas. ¡Vete tú a saber! ¡Al carajo…! Lo borro.
Pienso en volver a aquel párrafo condensado de letras tan sabrosas, a la risa contenida y al lecho (no al del barranco de Santos) que me debe conducir, espero sin sobresaltos, al día seis de once. Solicito que ya sea con la presencia de todos mis amigos, que si no la angustia irá a más como la maldita curva de la que hoy todo el mundo habla.
Bajo la persiana. Ya no llueve. Las nubes se dispersan y la luz artificial impide que la noche se abrace a la ciudad y la envuelva del todo. Hay luces de sirenas a lo lejos y voces que se intuyen pero no suenan. El perro ladra en un parque en ruinas y tiene esa suerte: él y su amo. Los demás se mantienen en casa, en sus adentros, y la vida sigue de otra manera: distinta, contraria a como era siempre, pero en fase esencial para que todo siga, con sus pérdidas y sus achaques, más adelante: a mitad de abril, en mayo, en junio… Que sea cuanto antes…
Apago la luz y también el día.