Médicos 'quemados' antes de la COVID-19: “Llegó a ser un pulso perverso entre el paciente y yo, entre su salud y la mía”
Eduardo nunca tuvo la sensación de estar al día en su trabajo. Se sentía como un marinero que achica agua con una cucharilla de café mientras el barco se hunde. Sus jornadas laborales se prolongaban de las ocho de la mañana a las ocho de la tarde de lunes a viernes. Utilizaba los sábados para poner en orden los casos más difíciles con los que tenía que lidiar entre semana. Tampoco los domingos lograba desconectar. En los últimos años, no era raro el día en que se quedara hasta las once de la noche analizando casos para reincorporarse a las siete de la mañana. Eduardo (nombre ficticio, al igual que los del resto de sanitarios que aparecen en este reportaje, que han querido preservar su identidad) estudió medicina por vocación, “por su valor humanitario”, pero lleva años sin ejercer. La enfermedad de un familiar muy cercano le colocó frente al espejo y le hizo ver su incapacidad para gestionar todo aquello que se alejara de su labor como especialista en uno de los hospitales públicos de referencia de Canarias.
El bajón anímico precedió al sentimiento de culpa. “Estaba emocionalmente destrozado. Era incapaz de diagnosticar, temía meter la pata. Mi rendimiento empeoró, llegó a ser un pulso entre el paciente y yo, entre su salud y la mía. Era perverso”. Trabajaba fuera de horario “por agobio, no con satisfacción”. Aguantó, intentó cambiar la actitud, pero acabó sucumbiendo, agotado, en mitad de sus vacaciones. Eduardo renunció al descanso durante los primeros diez días para desatascar tarea pendiente. Cuando por fin paró, acabó de quebrarse. Le diagnosticaron un trastorno del sistema inmunitario que le obligó a permanecer hospitalizado durante dos semanas. “Dejar la profesión no fue una decisión, estaba tan mal que no podía seguir”, confiesa.
Mientras busca la fórmula para reinventarse y reincorporarse al mercado laboral, reflexiona sobre su trayectoria vital y profesional. “Me quedé con la sensación de soledad absoluta, de tener que sacrificar diez años de formación y décadas de trabajo. Caes en la desesperanza cuando te das cuenta de que has dedicado media vida a algo que te ha provocado insatisfacción”. La sobrecarga laboral mantenida durante años, unida a su alto grado de exigencia y a otros factores vinculados con la organización del trabajo, acabaron por agotarle física y emocionalmente. Recibió el diagnóstico de trastorno ansioso-depresivo y no de un cuadro vinculado al desgaste laboral, lo cual generaba en Eduardo aún más culpabilidad. “El burn-out (síndrome del trabajador quemado) es una realidad muy compleja. Está oculto, mal visto. Los compañeros más cercanos me entienden, pero no ves apoyo del colectivo”.
Los resultados preliminares de una investigación del Laboratorio de Psicología del Trabajo y Estudios de la Seguridad de la Universidad Complutense de Madrid sobre el impacto emocional de la crisis de la COVID-19 en los profesionales de la salud revelan que el 40% de los sanitarios se siente emocionalmente agotado en su trabajo. La emergencia del coronavirus les ha expuesto a situaciones límite y a una fuerte presión, pero la fotografía previa no era nada favorable. Así se desprende de la encuesta sobre la situación de la profesión médica en España, realizada a finales del año pasado a cerca de 20.000 de los 250.000 facultativos colegiados del país. Un 55% confesó estar agotado mentalmente por el trabajo. Otro estudio, elaborado en 2017 por el sindicato Satse, señalaba que la mitad de las profesionales de enfermería se sentía “quemado”.
Un artículo publicado en la edición de junio en la revista de bioética Eidon, con Emilio Bouza (jefe del servicio de Microbiología y Enfermedades Infecciosas del Hospital Gregorio Marañón de Madrid) y Pedro Gil-Monte (catedrático de Psicología Social de la Universidad de Valencia) como autores principales, profundiza en el síndrome del desgaste profesional en los sanitarios y precisa que los trabajadores de la salud están sometidos a un estrés laboral prolongado muy importante “por las propias exigencias emocionales, éticas y técnicas que impone la relación con sus pacientes” y que, por ello, son un colectivo en el que el “nivel de sospecha” de padecerlo “debe ser muy alto”.
La Organización Mundial de la Salud (OMS) ha incluido el burn-out en la clasificación internacional de enfermedades profesionales. Se trata de un síndrome que puede afectar a trabajadores de todos los sectores profesionales, pero tiene una mayor incidencia en aquellas actividades vinculadas con la atención y el cuidado de seres humanos. Según explica Elena de los Ángeles, psicóloga y auditora en sistemas de gestión de Prevención de Riesgos Laborales, en este trastorno influyen factores de personalidad y organizacionales. “Me encuentro con personas con un alto grado de exigencia y una gran motivación para desempeñar su trabajo, pero la manera de organizarlo no es la idónea y empiezan a sentir una frustración que se mantiene en el tiempo”, relata respecto a su experiencia concreta con sanitarios. “De forma progresiva, se sienten más fatigadas, más agotadas. Además, manifiestan irritabilidad, actitudes negativas, respuestas frías e impersonales. Se da incluso un componente llamativo, que es el cinismo. Hablamos de despersonalización. Por último, hay una falta de realización personal. Empiezan a tener respuestas negativas hacia sí mismos y hacia sus trabajos”, añade la psicóloga y perito.
A ello se le pueden unir otras repercusiones físicas, como la cefalea, la hipertensión, la fatiga crónica, los dolores musculares o las úlceras; psicológicas, como la ansiedad o la depresión, y conductuales, como el incremento del absentismo, el descenso de la productividad y, en última instancia, el abandono prematuro de la profesión.
Especialidades con mayor riesgo
El artículo publicado recientemente en la revista de bioética Eidon incide en que las especialidades médicas en las que existe un mayor riesgo de padecer el síndrome del desgaste profesional son aquellas en las que la presión asistencial es mayor y diferencia entre la “sobrecarga cuantitativa”, en la que incluye a los trabajadores de Atención Primaria, y la “sobrecarga cualitativa”, en la que encuadra a los facultativos que tratan a pacientes “complejos, graves y de mal pronóstico” (Unidades de Cuidados Intensivos, Oncología y Geriatría) o con dificultades de comunicación y trato (Salud Mental).
Al primer grupo pertenece Pilar, médica de familia en un centro de salud de Gran Canaria. El año pasado, una sentencia dictaminó que el trastorno depresivo que le causó una incapacidad temporal prolongada era consecuencia de sus condiciones de trabajo y, más en concreto, de la sobrecarga asistencial. Según explica la especialista, los problemas comenzaron con la crisis económica y los recortes. “Dejaron de sustituirnos los salientes de guardia, las vacaciones y los permisos. Ese trabajo se nos acumulaba y cuando volvíamos, teníamos una lista de espera tremenda y muchos pacientes fuera de hora. Si faltaba el médico de urgencias de tarde, nos ponían las urgencias a quienes estábamos pasando consulta por la tarde. Si faltaba el pediatra, teníamos que atender a los niños. Nos pusieron 16 jornadas extra al año. Trabajábamos la consulta, que eran siete horas; más la guardia, otras doce, y otra consulta de siete. Todas esas horas sin descansar. Y así estuvimos cuatro o cinco años”, recuerda Pilar, que dice que en esa época podían pasar por su consulta más de 60 pacientes en una jornada ordinaria.
La médica comenzó a somatizar el estrés laboral prolongado. La migraña continuada (“todos los días y a todas las horas”), las náuseas, los vómitos y los trastornos de conducta le hicieron pensar que podía tener un tumor en la cabeza. “Empecé a sentir que me tenía que esforzar, que tenía que gastar energía en tratar bien a los pacientes. No me salía de forma espontánea. También me tenía que forzar a pensar en urgencias las cosas que tenía que hacer. Mi cerebro estaba lento, bloqueado. Y en urgencias no te lo puedes permitir”, relata Pilar. Fue el neurólogo quien advirtió los síntomas de burn-out. “Empecé a buscar otras cosas. Quería dejar de ser médica, porque ser médica me hacía sentir desgraciada. El fin de semana no dejaba de pensar en el trabajo, tenía pesadillas con pacientes complicados, urgencias complicadas”, cuenta la facultativa, que posteriormente recibió apoyo psiquiátrico y psicológico y el asesoramiento de la Casa del Funcionario, una asociación creada por Francisca Barreto, una matrona que logró en 2016 una sentencia pionera que le reconoció la incapacidad permanente por el síndrome del trabajador quemado. “Gracias a su apoyo pude salir adelante, ahora sí que se me permite trabajar bien. La adaptación al puesto, los psicólogos y los psiquiatras son fundamentales para salir de esta situación”, aconseja la médica de familia.
En el caso de Marcos, a la carga de trabajo (“cinco o seis guardias (de 24 horas) al mes en las mejores épocas, ocho o nueve en las peores”) se le sumaba otro elemento de estrés, la gravedad de los pacientes que trataba. “En torno al 17% de los enfermos de las unidades de medicina intensiva fallecen. Ves a familias que lo pasan mal y te afecta. Intentas controlar la situación y en alguna época conseguía incluso olvidarlo cuando salía y me iba a casa, podía desconectar. Pero hay épocas en las que no. Hay especialidades que tienen mucha presión. Nos acostumbramos a muchas guardias, a guardias nocturnas malas, a pacientes complicados… Cuando eres joven, es ilusionante y lo puedes aguantar. Pero cada vez afecta más”, relata el facultativo, que recuerda que cuando era estudiante pasaba los veranos haciendo prácticas voluntarias en los hospitales y no dejaba de estudiar. “Siempre me ha gustado y me sigue gustando”, dice.
Marcos enfermó hace unos años. Desarrolló una afección que achaca al “estrés, la sobrecarga” y las consecuencias derivadas de la falta de personal en su servicio. “Al final, todo se resume en que el nivel de atención crece y no se corresponde con la disponibilidad de recursos materiales y humanos que se requieren”. Acostumbrado a hacer deporte y a la actividad, las fuerzas le comenzaron a flaquear. Tenía que tomarse un respiro hasta después de ducharse o de abrocharse un zapato. Su familia le instó a dejar la profesión. Desde entonces, ha notado una mejoría, aunque no hay día en que no se replantee volver. Ahora, trata de buscar vías alternativas que le permitan seguir practicando la profesión que siempre quiso ejercer, aunque alejado de los elementos que le ocasionaron esa fatiga laboral.
El caso de los oncólogos del Negrín
“Los servicios de Prevención de Riesgos Laborales nos dicen que hay una situación de burn-out. Están quemados por el trabajo. Es excesivo, estresante”. Así se pronunciaba el pasado 5 de junio en sede parlamentaria el entonces consejero de Sanidad del Gobierno de Canarias -de forma interina-, Julio Pérez, a propósito de la baja casi simultánea de cinco de los ocho especialistas que ejercían en el servicio de Oncología Médica del Hospital Doctor Negrín de Gran Canaria. En plena emergencia sanitaria por la COVID-19, el servicio quedó prácticamente desmantelado y la dirección del centro y el Servicio Canario de Salud decidieron derivar pacientes con cáncer al otro hospital de referencia de la isla, el Insular, donde se habilitó una jornada extraordinaria de tarde, además de buscar a contrarreloj a dos especialistas para reforzar el área.
“El síndrome del desgaste profesional es más común de lo que parece. Es una bola de nieve que va creciendo. Si no se ataja a tiempo, puede dañar al profesional y difícilmente se recupera. El trabajador se desmotiva y perjudica al paciente”, señala Agustín, un especialista del área de Oncología que ha estudiado en profundidad el burn-out. “Pueden incidir varios factores. La sobrecarga laboral es uno de ellos, pero también el poco reconocimiento a la labor médica, el mal manejo de la gestión sanitaria o la falta de estímulos. Los profesionales tenemos que estar vivos, estudiando todo el día, participando en congresos… Buscamos la excelencia, brindar al paciente lo último y lo mejor. Hay una alta demanda de oncólogos, pero nadie quiere venir”, afirma el sanitario, que atribuye esta circunstancia a la falta de estabilidad en el trabajo. En Canarias, dos de cada tres médicos especialistas tienen contrato eventual, la tasa de temporalidad más alta entre las administraciones públicas españolas. “No existe ese incentivo y tampoco el de la investigación”, lamenta Agustín, que añade a estos problemas la elevada carga burocrática que tienen que asumir ahora los facultativos. “Se ha convertido en una fábrica fordiana. A los pacientes hay que tratarlos como pacientes, no como coches”, agrega otro facultativo en relación con esta burocratización.
La relación con los superiores jerárquicos es otro motivo de desgaste profesional. En ocasiones, el síndrome del trabajador quemado se solapa con una situación de acoso laboral. “En mi servicio somos varios los que estamos con antidepresivos, con ansiolíticos, con antihipertensivos… Y todo a raíz de un conflicto laboral. Vamos a trabajar a un campo de minas que nos prepara nuestro jefe. Llegas a la unidad con la ansiedad que te genera la incertidumbre de no saber a dónde te va a enviar para apartarte de tu actividad habitual o qué procedimiento complejo, por encima de tus competencias, te va a asignar para estresarte o para que renuncies a hacerlo por falta de la formación que te niega. Un compañero dice que cada vez que va al hospital, se está dejando años de vida. Llegas a un sitio con un ambiente hostil, donde todo es conflicto permanente, desautorizaciones, desprecios y broncas”, asegura Javier, un especialista que ejerce en el Hospital Insular de Gran Canaria.
La remuneración, dicen los profesionales consultados, “no compensa”. “Prefiero que me reduzcan el sueldo, que me paguen la mitad. Acabas normalizando situaciones que no son normales, valorando e idealizando la cantidad de sobretrabajo que un profesional es capaz de aguantar, cuando es una situación patológica, sacrificas tu vida”, aseveran.
Sin respuesta de la administración
Para la psicóloga Elena de los Ángeles, el burn out es un “efecto secundario de un mal diseño del puesto de trabajo y de la falta de atención a los riesgos psicosociales”. La también perito y auditora considera que la crisis sanitaria por la COVID-19 ha puesto en evidencia “la organización deficiente de la prevención de riesgos en el sector público, disparando exponencialmente el daño en la salud de determinados trabajadores”. En su labor profesional, se ha topado con que los sanitarios “desconocen sus derechos o quiénes son sus representantes”; con “la ausencia de planes preventivos” para corregir los riesgos o con “el abuso” de mandos intermedios o jefes de servicio, además de la “falta de respuesta” a las demandas de los profesionales, la “inexistencia” de canales de comunicación, de formación, información, así como de inspecciones o auditorías; la “falta de voluntad” para corregir déficits en la organización del trabajo y de apoyo a los empleados por parte de la empresa o una “insuficiencia de recursos preventivos”.
En el tiempo en que lleva ejerciendo con trabajadores de la salud ha visto a profesionales “en situaciones extremas, de estrés, acoso, automedicados y con huellas tanto psicológicas como físicas”. Además de la terapia individual para “eliminar la carga traumática y los factores personales que están dañando la motivación” en el trabajo y “bajar la perturbación” con un trabajo adaptado a cada persona, De los Ángeles remarca la necesidad de “aplicar todas las medidas preventivas” en la organización, tanto en lo que concierne al apoyo de la empresa como a la creación de mecanismos para “cumplir exhaustivamente” los planes que nacen de la evaluación de riesgos. “La salud de los trabajadores no es un lujo ni una opción. Es una obligación legal”, recuerda la experta.
Una encuesta realizada el año pasado por la Casa del Funcionario a trabajadores del Servicio Canario de Salud desveló que a prácticamente el 90% de ellos nunca le habían informado de los riesgos físicos y psíquicos inherentes a sus puestos.
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