Pocos días antes de las navidades de 1954 el Instituto Municipal de la Vivienda abría el concurso para adjudicar 168 pisos del Patronato Francisco Franco, la asociación Cruz Blanca procedía con su tradicional reparto de ropa a los niños pobres y un vecino de la calle Ripoche denunciaba en la caseta de Policía del Puerto de La Luz que, sorprendentemente, le había desaparecido de la puerta de su casa el flamante Austin de 30.000 pesetas que había adquirido poco antes. Pero no todo eran carencias comunitarias o desgracias particulares en Las Palmas de Gran Canaria. Al tiempo, en Triana 44 (Salón Imperial Belleza) se ofertaban baños turcos para las señoras que se preocupaban por mantener la línea, el Real Club Victoria desempeñaba un completo programa social que incluía sus famosos bailes y el Cine Capitol estrenaba Vacaciones en Roma, con la encantadora Audrey Hepburn en los afiches, en dura competencia con una retahíla de salas como el Astoria, el Royal o el Torrecine.
Precisamente el cine, sus estrellas, animaron aquél fin de año como nunca antes en la capital grancanaria. Por un lado, y después de un largo proceso para conseguir la adaptación cinematográfica de la obra original de Juan del Río Ayala, los directores Paolo Moffa y Carlos Serrano de Osma emprendieron el rodaje de Tirma, La Principessa delle Canarie. La coproducción italo-española costó 18 millones de pesetas, nada menos: todo un hito para un cine, el español, que apenas había estrenado 47 películas el año anterior. Pero más impacto tuvo la presencia en Gran Canaria de sus protagonistas, el joven galán Marcello Mastroiani y la despampanante Silvana Pampanini.
Aunque más allá del revuelo que, inevitablemente, despertaba la visita de la diva italiana (en una producción cinematogáfica, por cierto, de escaso rigor histórico), también en esas navidades del 54 provocó aún más ríos de tinta el rodaje de Moby Dick. Después de probar fortuna en las Islas Británicas, el inefable John Huston se desplazó con todo su equipo al Puerto de La Luz para filmar una de sus más señaladas obras maestras: la adaptación del clásico de Herman Melville, con un guión elaborado, nada menos, que por Ray Bradbury (Crónicas Marcianas).
Bradbury no viajó hasta Gran Canaria, pero sí lo hizo Gregory Peck, discutido capitán Ahab por la crítica, que le achacaba su porte de galán y su juventud para un papel tan oscuro y dramático. Más de acuerdo con sus críticos que con su director, Peck ejerció una presencia magnífica y amable en Las Palmas. Ya fuera en los bares de La Puntilla, dónde se estableció el centro de rodaje, o en el Hotel Madrid, siempre con su amigo Huston en su mano a mano en la barra. El director, por cierto, ocupó allí la misma cama que el general Franco en el alzamiento. Y se aficionó, como su actor principal, a las peleas que se celebraban en la gallera del Cuyás, en otra demostración de su legendario espíritu vitalista y un punto pendenciero.
Aunque la implicación en la ciudad de aquellas dos estrellas del mejor Hollywood fue más allá. De hecho, el equipo de la película colaboró en la tradicional campaña de Navidad y Reyes que emprendían cada año el Monte de Piedad de Gran Canaria y La Caja de Canarias, y que por aquél entonces superaba la respetable cantidad de 300.000 pesetas. Peck atendió además en varias ocasiones a la prensa, e incluso fue el protagonista de un derbi futbolero celebrado el 25 de diciembre, Día de Pascuas, en el Estadio Insular, entre los dos segundos equipos de UD Las Palmas y CD Tenerife (los titulares estaban inmersos en competición; los amarillos, en concreto, habrían de empatar a dos en el Metropolitano del Atlético de Madrid dos días más tarde). Huston y Peck acudieron al partido, y el galán se prestó incluso a hacer el saque de honor. Cosa que hizo con “un formidable chut”, según las crónicas de la época, lo que provocó que desde la grada alguno proclamara aquello de “¡Hay que ficharlo para la Unión Deportiva!”.
El resultado, 4-0 para Las Palmas (goles de Pena, Nasio, Artabe y Manolete), tuvo menos repercusión que la presencia de aquél Ahab barbudo en el centro del campo, que en esos días se peleaba con Huston temeroso de su seguridad en el mar, a bordo de su Pequod de mentira. Allí, en las aguas isleteras, los cámaras rodaban las evoluciones de una ballena blanca de cartón piedra arrastrada por un remolcador, y construida en la calle Rosarito, en un barrio donde, durante muchos años después y hasta hoy, se acaban sardinas mucho más modestas para quemar los carnavales. En aquél 1954 estaban prohibidos. Aunque Moby Dick ya trajo el suyo propio.