Espacio de opinión de Tenerife Ahora
Los adultos del mañana
El asombro ya casi nos ha dejado de funcionar. Cada día asistimos a nuevas situaciones que, en lugar de asombrarnos, apenas nos dejan perplejos unos segundos y continuamos nuestra vida como si nada. Nuestra piel se ha hecho cada vez más dura, como un caparazón de tortuga, y nuestra sensibilidad de espectadores es menos sensible a medida que nos bombardean con nuevas noticias. ¿Será que las aberraciones del ser humano son cada vez más grandes que hemos aprendido a no escandalizarnos ya por nada? ¿Será que siempre estuvieron ahí y lo único que ocurre es que ahora hay más maneras de que salgan a la luz?
Mi generación a mi modesto parecer estaba formada de niños temerosos y miedosos. Todavía recuerdo con cierto terror aquella vez que, teniendo nada más que cinco años, me llevaron al entierro de un niño de mi edad que se había ahogado en un estanque en mi barrio. Me impactó duramente aquel pequeño ataúd blanquito cargado por unos señores llorosos. Unos días después alguien me mostró la foto de una señora ahogada que algún periodista desaprensivo había publicado en un periódico local. Dos hechos que fueron suficientes para que me pasara algunas noches con pesadillas. Después vendrían La cabina de Antonio Mercero y más tarde El asfalto de Ibáñez Menta y el pijama verde que vestía Eufemiano Fuentes cuando encontraron sus restos en un pozo de Gran Canaria.
También nos aterrorizamos de lo lindo con el mito de “la mano negra” que andaba por el colegio y se escondía en el baño de las niñas o en el ramaje de la higuera que yo tenía que sortear caminando hacia la escuela. No sé si fueron reales o no todas aquellas noticias sangrientas, el caso es que yo la veía en todos los rincones, por lo que en mis años de infancia no hice sino coleccionar noches en blanco.
Hoy esto nos parece una puerilidad cuando los niños están expuestos a escuchar cosas como que hombres mayores y chicos menores violan a mansalva en las calles, solos o en grupo; que un hombre descuartiza a su mujer y la guarda en su congelador durante años; que muchos curas violan generaciones y generaciones de niños mientras otros callan con complicidad para aún hoy seguir violando unos y otros a pobres criaturas, alegando luego con desvergüenza que es porque perdieron el norte; que un político amenaza a otro político con hacerle oír el silbido de una bala; que un marido que se va a un club de alterne dejando en casa los restos de su esposa descuartizados para más tarde deshacerse de ellos tirándolos al mar; que un chico ruin de más de ochenta años ha sido detenido por rayar más de mil coches; que un padre maltrata a su bebé hasta dejarlo muerto porque lloraba debido a los golpes recibidos; que hay pedófilos mandándose archivos por internet y coleccionándolos en sus discos duros como si no hubiese un mañana; que hay ladrones patosos robando sucursales bancarias a mano armada como en las películas...
Al contrario que yo, que crecí acechada por tantos temores, los niños de hoy parece que deben ser inmunes a tantas situaciones horribles y lo mismo disfrutan contándote cómo vieron un vídeo en las redes sociales de un hombre que se colgó del puente de Las Chumberas, como se reúnen en corro por fuera del instituto a gastar los megas del móvil en ver vídeos porno antes de entrar a clase, como juegan a las apuestas on line sin importarles un bledo si dan con la hacienda familiar en la quiebra, como insultan a cualquier persona, grande o chica creyéndose que todo en la vida se arregla con decir “perdón”.
Si nosotros los adultos, que de pequeños éramos una generación sana que apenas vimos mundo, ha degenerado en esta monstruosidad de adultos, ¿qué atrocidades nos quedarán por ver cuando los niños de hoy sean los adultos del mañana?
El asombro ya casi nos ha dejado de funcionar. Cada día asistimos a nuevas situaciones que, en lugar de asombrarnos, apenas nos dejan perplejos unos segundos y continuamos nuestra vida como si nada. Nuestra piel se ha hecho cada vez más dura, como un caparazón de tortuga, y nuestra sensibilidad de espectadores es menos sensible a medida que nos bombardean con nuevas noticias. ¿Será que las aberraciones del ser humano son cada vez más grandes que hemos aprendido a no escandalizarnos ya por nada? ¿Será que siempre estuvieron ahí y lo único que ocurre es que ahora hay más maneras de que salgan a la luz?
Mi generación a mi modesto parecer estaba formada de niños temerosos y miedosos. Todavía recuerdo con cierto terror aquella vez que, teniendo nada más que cinco años, me llevaron al entierro de un niño de mi edad que se había ahogado en un estanque en mi barrio. Me impactó duramente aquel pequeño ataúd blanquito cargado por unos señores llorosos. Unos días después alguien me mostró la foto de una señora ahogada que algún periodista desaprensivo había publicado en un periódico local. Dos hechos que fueron suficientes para que me pasara algunas noches con pesadillas. Después vendrían La cabina de Antonio Mercero y más tarde El asfalto de Ibáñez Menta y el pijama verde que vestía Eufemiano Fuentes cuando encontraron sus restos en un pozo de Gran Canaria.