Espacio de opinión de Tenerife Ahora
Bruja (III)
Se levantó de la cama más bonita que había visto en mucho tiempo.
De la oscuridad de la habitación, salió a enfrentar otra vez el mundo. El real: tras varias semanas, ya iba siendo hora de llamar a casa. Se dejó caer en el gran sofá frente a la chimenea del salón -que seguía braseando de la noche anterior- y lo hizo como la gente que acaba de recibir malas noticias. Teléfono en mano y las pupilas analizando cada milímetro de la pantalla del maldito aparato, que tantas buenas como malas noches le había tenido en vilo; en las conversaciones que nunca acababan… hasta que lo hicieron.
Sintió una presencia. Oscura, ágil. No contagiaba el lugar, se mezclaba en él. Se escurría entre los libros de las estanterías, chocaba lastimosamente contra los cuadros y la alfombra, se aproximaba por la espalda para acariciar el hombro derecho de Néstor:
¡Buenos días! -exclamó alegre la chica- ¿ocupado?
No… Iba a llamar a casa pero… puede esperar.
¿Seguro? -insistió.
Sí, sí… prefiero hablar con ellos cuando vuelva a la ciudad, con calma -respondió Néstor.
Ok, entonces prepárate. Te espero fuera en… ¿quince minutos? -propuso ella.
A ver en qué lío me vas a meter ahora…
Ya lo verás
Mira que nunca he sido muy de sorpresas -respondió riéndose el chico.
¡Confía en mí, chaval! -bromeó ella, con su tono, arrogantemente cómico.
Venga va, me ducho y salgo.
¡Y lleva agua! -exclamaba la joven alejándose.
Néstor no quería olvidar esos segundos. La chica que se deslizaba hacia la cocina llevando su camiseta blanca parecía que iba a ser, de alguna manera, inmortal en su memoria.
El final del invierno presentaba un frío pero brillante paisaje. Quizá era la primera vez que lo visualizaba bien, quizá su mirada había cambiado. Ahora veía el verde, intenso y el cielo abierto, infinito. Y ella. De brazos cruzados, sonriendo, ladeando suavemente la cabeza a su izquierda, en un gesto que casi forzaba a acercarse.
Tú dirás… -sugirió él.
Ya veremos si eso es verdad -decía ella por lo bajo. Él la miraba extrañado.
¿Cómo? ¿Por qué lo dices?
No… por nada. Por meterme contigo, simplemente. ¡Qué fácil es, por cierto! -dijo ella, mientras se acercaba a abrazarle-. Néstor pensó en seguirle el juego a la burla que recibía pero se encontró inutilizado por la paz del abrigo.
El paseo comenzaba con el balido de decenas de ovejas que pastaban en las inmediaciones del albergue, zona que en otras vidas pasadas había sido escenario de grandes batallas medievales y más recientemente, espectaculares escenarios de rodaje de cine. Entre terreno y terreno de pasto, puentes de madera más prácticos que seguros atravesaban charcas donde la claridad del agua avisaba de lo helada de su temperatura, a lo mejor soportable por los líquenes y los pequeños peces de agua dulce que se podían distinguir desde las alturas.
La chica caminaba como siempre: decidida, disfrutando. Néstor se preguntaba cuánto tiempo duraría el trayecto. El camino era un laberinto de jeroglíficas rutas que ella desenredaba cuesta a cuesta de la colina situada a la izquierda del pueblo. Paso a paso, su fuerza remolcaba al joven, solamente usando su mirada. O quizá era su mano guiándole. O puede que fuera la cadencia de su silueta, cercana al arte del dibujo.
Debían estar ya a unos cientos de metros de altura sobre el nivel del mar, punto en el que en la vegetación comenzaba a escasear. El bosque dio paso a un estrecho y avejentado sendero de madera que en el horizonte se desdibujaba por los rayos del sol que iluminaba el valle.
En lo alto de aquella montaña, Néstor sintió que su mundo era aquel momento, que su realidad en construcción había quedado reducido a aquel paisaje. Glendalough, el Valle de los dos lagos, en el condado de Wicklow, se extendía ante él como un reino a reclamar. Las montañas rojizas por el sol en su escasa plenitud levantaban dos enormes brazos que arropaban al misterioso lago principal interior, escenario de toda clase de batallas siglos atrás, refugio de enamorados clandestinos, escondite de perseguidos, cementerio celta, reflejo en lana del cielo, tienda de algunos recuerdos, frías aguas que se habían convertido también en hogar de otros tantos y a día de hoy albergue de cobardes.
… Y esta es mi casa ahora -dijo ella mirando al agua, con una triste sonrisa.
Néstor no sabía qué decir. Una lágrima quería escapar. Quiso abrazarla y lo hizo. Le transmitía la paz que ahora él deseaba para ella.
Es impresionante. ¿La has decorado tú? -preguntó él, continuando la mofa. La muchacha se mostró ilusionada.
Sí, bueno, casi todo. Me ayudaron unas amigas. Mira: antes el sol salía por un punto muy complicado, así que partimos la montaña en dos. Eso ayudaba a que entrara más luz por la abertura e hicimos crecer esa pradera que hace de orilla… -fingía, señalando lugares mientras explicaba.
¿Esos despeñaderos también fueron idea tuya? Te quedaron preciosos, ¿no crees? -insistía él, animándola.
Sí, bueno… eso fue un mal día -dijo ella, apagando su sonrisa.
Como por arte de magia, claro… -dijo Néstor intentando salvar el ánimo de la conversación. Ella le sonrió burlándose de su ignorancia.
Siempre…
Su camino continuó, con muchos atajos intencionadamente perdidos. Descendieron el valle hasta cruzar la pradera, cuya vegetación afloraba en inestables terrenos que prácticamente se hundían en el agua. Néstor se sentía por aquellas tierras como un astronauta explorando su amada Luna.
El otro lado de la montaña era mucho más transitable. Aparecían bancos en los que sentarse y ovejas que prácticamente saludaban al otro lado de las vallas de su casa, propiedad de un granjero a caballo que parecía vigilar a los dos caminantes mientras fumaba en su pipa.
Para cuando llegaron al lago, habían caído en la oscuridad algunos miedos y el gorro de ella, ahora inservible. Lo primero se convirtió en el deseo de no tener que marchar al día siguiente. Lo segundo aparecía en un escalón, mojado de tanta aventura.
Recostados bajo aquel techo estrellado, ella le miraba.
… Cuéntame sobre tu lugar, anda -le pidió la extraña chica y su impresionante melena.
Pasaron las horas describiéndole un faro, un sol que ya no salía, el mar que le llenaba el pecho y las rocas en las que a veces llovía. Le habló sobre secretos a medianoche y guaguas que se cogen casi a la persecución. Le contó sobre las libretas que allí crecieron, sobre lo que había rescatado del incendio de su casa…
Se detuvo.
Se incorporó. El frío le invadió.
De repente estaba solo, de nuevo, en el mundo. Uno en el que siempre era de noche. Un planeta oscuro. Con el único abrazo de unas gélidas montañas y la única luz de una infinidad de insignificantes rocas lejanas. Néstor cerró los ojos, arañó el terreno pedregoso con toda la fuerza posible, pretendiéndola emitir en alguna dirección imaginaria, como una señal de ondas arrojada a la distancia. Con rabia. Con dolor. Y con el resto de sí después. Se quedó vacío.
Al abrir los ojos, una tenue luz apareció en lo que debía ser el final del lago. Las rocas se mostraban más grandes, se sentían familiares. Olía a salitre…, aroma de aparición demencial que Néstor conocía muy bien. La luz comenzó a levantarse. El viajero alzó los ojos cuando vio la silueta escalonada de lo que parecía ser un hermético edificio casi esculpido en lo alto de la colina derecha.
Casi catatónico, Néstor se detuvo a mirar un concreto conjunto de rocas en aquella orilla. Un murmullo venía de él. Se levantó lentamente. Se acercó con cuidado. No quería dar un mal paso. Tampoco creía que fuera buena idea hacer mucho ruido.
Cuando terminó de rodear el conjunto de rocas, no encontró nada. El murmullo se disolvió en el aire como el eco de un diapasón. Néstor permanecía allí, absorto, paralizado ante aquella parcela de costa, cuando un recuerdo, de miles, se tornó tan vívido que conseguía proyectarse en las piedras.
Detrás de Néstor, ella reflexionaba detenidamente sobre lo que allí se observaba, como en una bola de cristal. Él tomaba aire lentamente, sabiendo lo que su propio recuerdo diría a continuación:
(Totalmente…, sí).
Así que esto es lo que buscas… -se escuchaba indagar a la chica de León, mientras su sonrisa irrumpía en la invocada realidad.
… Es preciosa.
Se levantó de la cama más bonita que había visto en mucho tiempo.
De la oscuridad de la habitación, salió a enfrentar otra vez el mundo. El real: tras varias semanas, ya iba siendo hora de llamar a casa. Se dejó caer en el gran sofá frente a la chimenea del salón -que seguía braseando de la noche anterior- y lo hizo como la gente que acaba de recibir malas noticias. Teléfono en mano y las pupilas analizando cada milímetro de la pantalla del maldito aparato, que tantas buenas como malas noches le había tenido en vilo; en las conversaciones que nunca acababan… hasta que lo hicieron.