Espacio de opinión de Tenerife Ahora
Castañas de Luisa
A nada de que toque en todas las puertas del pueblo la festividad de San Andrés, se garabatea en mi mente un mero reflejo de la azotea de la abuela con los sacos de tela secos y extendidos, sometidos al poco calor del día, y sus castañas esparcidas y ordenadamente separadas a lomo de aparatos que antes calentaron papas: primero de semilla y luego blancas, rosadas, rojas o bonitas, las del cuarto oscuro.
En esos sacos marrones, envejecidos por el paso del tiempo y llenos de moratones, zurcidos y con suciedades arrebatadas, la abuela siempre colocaba, con todo lujo de detalles y estación tras estación, sus castañas, para que sobre esas telas paupérrimas pero efectivas los frutos más queridos del otoño terminaran de morir y de transformarse en algo más exquisito que la primigenia castaña caída del árbol robusto y luego robada del erizo.
En esos no más de tres sacos con textura rugosa, la abuela, siempre con esmero, delicadeza y sin quejarse, que esto nunca lo hacía, colocaba sus castañas que tiempo antes había extraído del primer saco, el recibido en casa.
El secado natural de castañas en la azotea de la abuela, junto a perros, palomas, hurones, plantas, flores y el tendido de la ropa, duraba lo suyo; llevaba su tiempo... Pero lo mejor de todo casi siempre alumbraba más allá de San Andrés, con días y más días que sumaban regalos idénticos entregados al placer de la vida en otoño, de los que casi siempre, dependiendo de la cosecha, se podía disfrutar hasta bien entrado el invierno.
El secado de castañas de la abuela consistía en mimar un sencillo obsequio de la naturaleza, en principio solo para la abuela, aunque luego, por esto de vivir todos juntos, aunque bien separados pero tremendamente apelotonados en una misma cama cuando había ganas de cariño (¡siempre!), se convirtió en el paso previo al disfrute en comunidad del fruto seco, bien seco, con mordida previa para arrancar la cáscara, y con ella toda la piel y limpieza integral.
Y entonces a la boca, a masticar y a disfrutar de una charla sencilla y amable en cualquier sobremesa, con manta sobre los pies descubiertos. Y una vez, y dos...; y a revolver bolsillos, y a repetir la subida a la azotea. Y así quiero seguir...; claro que sí, abuela Luisa.
*Texto publicado en el libro PolicromíaPolicromía
A nada de que toque en todas las puertas del pueblo la festividad de San Andrés, se garabatea en mi mente un mero reflejo de la azotea de la abuela con los sacos de tela secos y extendidos, sometidos al poco calor del día, y sus castañas esparcidas y ordenadamente separadas a lomo de aparatos que antes calentaron papas: primero de semilla y luego blancas, rosadas, rojas o bonitas, las del cuarto oscuro.
En esos sacos marrones, envejecidos por el paso del tiempo y llenos de moratones, zurcidos y con suciedades arrebatadas, la abuela siempre colocaba, con todo lujo de detalles y estación tras estación, sus castañas, para que sobre esas telas paupérrimas pero efectivas los frutos más queridos del otoño terminaran de morir y de transformarse en algo más exquisito que la primigenia castaña caída del árbol robusto y luego robada del erizo.