Sábado, 3 de octubre. Son las ocho y media de la noche. El Puerto de la Cruz presenta un aspecto desolador. No hay otro término para definir la situación que está viviendo este municipio en relación a la crisis del turismo por la COVID-19, que también afecta a otras localidades de Canarias vinculadas directamente a este sector económico.
Atrás queda la tarde que he compartido con unos amigos, caminando por la zona de La Paz, uno de los núcleos más importantes del turismo vacacional portuense. A esa hora, hay muy pocas personas en la calle. Es como uno de esos días grises, donde la lluvia surge a veces de manera intermitente, en forma de gotas violentas, simulando los disparos de un francotirador que no acierta con su objetivo a la primera ocasión.
Todos nos evitamos, separándonos intencionadamente, bordeando los vehículos estacionados para dejarle paso al que viene de frente. Algunos, incluso, se cambian de acera. Se palpa la desconfianza hacia quien se acerca a lo lejos, en sentido contrario. Vivimos mimetizados por la obligatoriedad de llevar puesta la mascarilla cuando salimos a la calle. Quien no hace uso de ella, pero percibe nuestra presencia, rápidamente la saca de su bolsillo y se cubre parte del rostro, en un acto mecánico que se repite en multitud de rincones. Evitar a los demás a toda costa: esa es la consigna.
El ambiente es de tristeza y de una quietud tensa. Apenas hay ruidos. Tampoco personas hablando cordialmente en las calles. A veces, encuentras a algunas, que lo hacen en un tono muy bajo. La mayoría caminan sin rumbo definido y en parejas, pero sin dirigirse la palabra, intentando invertir su tiempo en una actividad que se ha convertido ahora en una válvula de escape al verse afectados los patrones tradicionales de las relaciones sociales y el disfrute del tiempo libre.
Mantengo una conversación con esos amigos, uno de los cuales toma la iniciativa y encadena una frase tras otra de manera continuada. Me doy cuenta de que su voz retumba a nuestro alrededor, como si solo estuviésemos nosotros, porque el silencio domina un espacio abierto que siempre se ha caracterizado por todo tipo de ruidos asociados a la hostelería.
Existen multitud de plazas de aparcamiento sin ocupar. En otro momento, sería casi imposible estacionar porque los vehículos de alquiler son los amos y señores, ejerciendo una dictadura sin parangón en una zona que, sobre todo, recibe gran cantidad de turismo extranjero.
Desde un pequeño mirador, situado al comienzo del Camino de la Costa, se perciben los apartamentos que se levantan sobre la Carretera Este y que minutos antes dejamos atrás, tras pasar delante de ellos. La mayoría están cerrados. Las cortinas de las ventanas están corridas y no hay ni el más mínimo movimiento que indique la presencia de alguien en su interior. Se detecta suciedad en los balcones, los espacios comunes y, en general, en su exterior.
Unos cuantos metros más allá, siguiendo la calle Leopoldo Cólogan Zuleta, nos detenemos delante del hotel Best Semiramis, uno de los emblemas del boom turístico de ese municipio. También está cerrado. Parece un pabellón para congresos que nunca se inauguró. De hecho, podría tirar una piedra y romper alguno de los cristales de su entrada y a nadie le importaría demasiado. Siguiendo la tónica general, los aparcamientos de esta calle están vacíos. La imagen es para enmarcar y tiene tintes apocalípticos, propios de una huida masiva y sin retorno.
La anormalidad define la situación económica de lo que sucede allí. De hecho, justo en frente del Semiramis, se encuentra el hotel Bluesea Interpalace. Es un edifico feo, que se asemeja a una colmena o a los bloques de viviendas para las familias obreras de la extinta Unión Soviética, aunque mucho más blanqueado y jugando con los espacios abiertos. Si me apuran, hasta puede que tenga reminiscencias de un edificio gubernamental de los años setenta u ochenta, con su carácter frío, rígido y sin atractivo visual. Casi todas las habitaciones están vacías. Un ruido estridente me obliga a mirar hacia arriba. Hay unos jóvenes en el balcón de un piso intermedio. Están haciendo una fiesta porque la música retumba de tal manera que se puede escuchar a decenas de metro de allí. Son los efectos de ese silencio, que permiten concentrarte en detalles que definen claramente lo que está pasando. El resto de los balcones esperan de brazos cruzados, como si sobrasen sus servicios.
Cae la noche. Ahora, desde el mirador de La Paz se divisa gran parte de la costa portuense, sobre todo el núcleo de Martiánez y todos los complejos hoteleros de su alrededor. La economía de este municipio depende de ellos, pero en apariencia presentan una imagen de estructuras abandonadas y herméticas. Es impresionante verlos a oscuras, convertidos en rudos árboles de hormigón que se levantan en dirección al cielo, pero cuya vitalidad ha desaparecido momentáneamente. Sus siluetas se adivinan gracias al efecto del alumbrado público y de otras luces relativamente próximas.
Me imagino a Juan Goytisolo de pie en ese mismo mirador, tomando notas para un futuro libro donde reflejase cómo es el paisaje después de la guerra. Pero aquí no hay bombas ni agujeros por la metralla repartidos indiscriminadamente por las fachadas de esos hoteles. No. Solo una crisis económica, muy dura y de efectos incalculables aún, producto de un enemigo invisible, que nos ha demostrado los frágiles que somos y que nos divide más de lo que lo estamos como sociedad.
No encuentro respuestas a lo que sucede. Pienso que, en cualquier guerra que se precie, uno de esos hoteles sería un lugar idóneo para los francotiradores, que tendrían una visión perfecta de distintos ángulos de la ciudad. La oscuridad y una terrible sensación de inseguridad general me hacen pensar en eso.
Al marcharme, observo a los camareros de una pequeña cafetería próxima. Están recogiendo las sillas de la terraza de su establecimiento. Mi impresión es que uno de ellos las apila con desgana. El día no ha ido bien y la noche ya no da para más.
De nuevo, nos cruzamos con algunas personas que caminan sin rumbo. Tienen la mirada perdida y una nueva piel llamada mascarilla, con la cual intentan aparentar que se sienten seguras. El resto sigue siendo un silencio mortecino.