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Externalizar servicios públicos, sí, pero…
Encomendar funciones específicas de un organismo oficial a una empresa privada puede ser un recurso viable y satisfactorio, tanto para la entidad adjudicataria como para el empresario sobre el que recae la responsabilidad de la gestión; pero sobre todo debe beneficiar al objetivo final, cual es el usuario que, en teoría, es el único receptor con prioridad absoluta sobre un resultado final positivo.
La gestión privada aplicada a una empresa es más eficaz que la institucional, por razones obvias de preparación técnica y profesionalidad especializada; de las que no tienen por qué disponer los cargos públicos, cuya función específica está referida a cuestiones administrativas de índole meramente política.
Hasta aquí, un planteamiento racional y lógico sobre el papel. Pero la práctica se encarga de desangrar la realidad y dejarla en carne viva. Si los servicios públicos afectos a determinadas áreas sociales de una sensibilidad extrema por razones de precariedad humanitaria se delegan a empresas privadas, puede suceder que la externalización se convierta en cruel especulación por exceso de intereses espurios de las dos partes intervinientes en la supuesta licitación.
Asistimos con desolación a casos flagrantes que diariamente son denunciados en diversos medios de comunicación, donde el fracaso del sistema se manifiesta en una doble vertiente de perversidad que confluye en daños puntuales e irreparables para convertir en víctimas a quienes debieran ser protagonistas de la operación gestada con fines asistenciales. Son personas vulnerables e indefensas ante el abuso de poder por un lado y el ánimo de lucro por otro.
Por una parte, la Administración convoca, supuestamente, concurso para seleccionar al candidato más idóneo para encomendarle la tutela de determinada área. Se supone que la licitación dicta un contrato con cláusulas y condiciones de obligado cumplimiento para ambas partes, incluida, por ejemplo, la garantía de una plantilla en condiciones laborales dignas, en número suficiente para cubrir las necesidades de los receptores del servicio, así como material adecuado y suficiente para atender las necesidades correspondientes a la operación contratada.
En la otra mano, el supuesto empresario que, una vez captado el negocio, aplica como única prioridad la rentabilidad a ultranza, aun a costa de sacrificar gran parte de la atención y calidad del servicio mediante el incumplimiento de lo firmado, abusando de la impunidad que da la inhibición y la falta de exigencia, en formato lavamanos del responsable político.
Una muestra de lo que aquí se expone, motivo de alarma social y escándalo público masivamente divulgado por los medios más sensibilizados, son los testimonios y denuncias por anomalías y oscurantismo en varios centros asistenciales de ancianos en Tenerife, que la Administración, con la excusa acomodaticia de que están en manos privadas, alega no poder intervenir sobre una plantilla insuficiente o la falta de medios materiales, que redundan en mal trato a las personas en situación de precariedad extrema por razones de edad y de salud.
Solución al problema: ningún cargo público puede evadirse de su responsabilidad, que no es la de esconderse ante la empresa infractora ni ser cómplice del abuso especulativo mirando al techo, sino que su deber incuestionable está en defender los derechos mínimos fundamentales de los ciudadanos a los que debe servir. Por lo tanto, ha de hacer cumplir las obligaciones contractuales, entre las que debe constar la asunción de sanciones proporcionadas, pero ejemplarizantes por disuasorias, en aquellos casos de incumplimiento flagrante, quizá doloso, que atente contra la salud y la dignidad de las personas damnificadas por una mala praxis injusta y nociva.
Tan sencillo como la evaluación continua e inspección cotidiana del cumplimiento de todos los puntos firmados. Y en caso de infracción, sanción instantánea y rectificación inmediata del defecto.
Como tubo de ensayo debiera aplicarse, por parte de la autoridad competente, un seguimiento reiterado y exhaustivo, no burocrático, del control de calidad de la comida que suministra una poderosa y millonaria multinacional privada a los desamparados usuarios del Albergue Municipal. Podría ser un punto de referencia y de arranque para irradiar los principios éticos que deben acompañar una gestión política honrada y eficiente, al servicio de los intereses del pueblo y en defensa de los derechos humanos.
Encomendar funciones específicas de un organismo oficial a una empresa privada puede ser un recurso viable y satisfactorio, tanto para la entidad adjudicataria como para el empresario sobre el que recae la responsabilidad de la gestión; pero sobre todo debe beneficiar al objetivo final, cual es el usuario que, en teoría, es el único receptor con prioridad absoluta sobre un resultado final positivo.
La gestión privada aplicada a una empresa es más eficaz que la institucional, por razones obvias de preparación técnica y profesionalidad especializada; de las que no tienen por qué disponer los cargos públicos, cuya función específica está referida a cuestiones administrativas de índole meramente política.