Espacio de opinión de Tenerife Ahora
Palabritas, palabrejas y palabrotas
Hace un par de días, hablando de la formación de las palabras en español, les preguntaba a mis alumnos de cuarto de la ESO por los elementos que componían la palabra “malhadado”, una palabreja que yo aprendí de adolescente leyendo a no recuerdo qué clásico de la literatura. La primera reacción, por supuesto, esperada por mí de antemano, era un espantado “¿mal-qué? Profe, ¿eso qué es?”. Ahí empecé yo a hablar de mitología, de los hados y la mala suerte, pues me pareció que, puesto que yo la aprendí de adolescente, ellos también deberían ya conocerla y que al menos pasara a formar parte de su léxico pasivo.
Enfrascada en la breve explicación estaba cuando me di cuenta de que prácticamente nadie, salvo una chica, me estaba ya escuchando; cada uno trataba con los compañeros sobre cosas distintas en pequeños grupitos. Paré la explicación en seco y les pregunté si de verdad no les interesaba conocer una nueva palabra que al menos les sonara por si alguna vez la volvieran a encontrar por ahí, si es que en realidad se conformaban con las quinientas palabras de su vocabulario de las cuales más de cuatrocientas llegan a ser tacos e insultos.
Porque una de las cosas que me tiene traumatizada de la escuela en la que nos movemos hoy en día es el alto índice de palabras malsonantes que forman parte del habla de nuestros adolescentes, cómo ha cambiado el asunto desde que yo era jovencita. Porque en una educación imbuida de sentimientos y prácticas católicas a mí no me estaba permitido siquiera pensar en palabrotas porque hasta eso era pecado, además de que mi padre me hubiera premiado con un par de buenos azotes si llegaba a oírme pronunciar una. De hecho, lo más grave que oí en mi casa fue a mi madre proferir algún que otro “coño” cuando estaba requeteharta, cosa que era a continuación reprendida por mi padre: “Hable bonito que ya tiene edad pa' eso”.
Pues todo un caudaloso río de palabrotas fluye hoy en día de todas las bocas de nuestros niños y adolescentes de forma incontrolada. Jamás había visto tantas injurias e improperios juntos en tan poco espacio o en personas tan jóvenes. Pero… ¿por qué? ¿Tan mal hablamos los padres? ¿Tan mala estela de educación les estamos dejando? No lo creo.
Hasta hace solo un par de días seguía preguntándome yo por las razones de ese cambio brutal de lenguaje y también de actitud. Sin hacer una estadística, a ojo de buen cubero, parece que los jóvenes conocen más palabras malsonantes que palabras cultas y que miden su fuerza, su ley del más fuerte, en función de quién se expresa con más tacos e insultos.
Fue en un momento de esos en que mi hija de doce años, que todavía me pide permiso cuando quiere reproducir una palabrota dicha por alguno de sus compañeros, me pidió que mirase un vídeo en YouTube en el que durante nueve minutos un youtuber de esos sometía a un desmenuzado integral el cacareado anuncio de Chicfy. Le dije que no tenía esos nueve minutos para verlo, que si lo ponía mientras hacía otra cosa, tal vez me pondría a escucharlo.
Como no hay nada que la pare, de todas formas le dio al play. A los treinta segundos dejé de doblar la ropa y me dediqué a mirar embobada como el tal youtuber del montón, porque tiene realmente pocos seguidores en comparación con otros, hacía una radiografía del dicho anuncio con un lenguaje que recordaba sin duda al de mis alumnos y al de cualquier adolescente de cualquier lugar de este país. Absolutamente agresivo el Auronplay este; me dolía escuchar cómo se cagaba en su madre. ¡Me sonrojaba pensar que niños de la edad de mi hija están todo el santo día, incluso dentro de clase, enganchados a los youtubers, mamando de estos productos, como si fuera poco la bazofia de Sálvame Deluxe y toda la fauna que lo puebla para contaminar sus supuestamente tiernos e inocentes cerebros.
Así que le pedí a mi niña que me hiciera una lista de unos cuantos youtubers de los que ella en mi confiado despiste seguía con asiduidad y me puso tres, entre ellos el tal Auronplay. Por curiosidad y para completarla acabo de teclear la palabra youtubers y al azar elegí uno de tantos para ilustrarme, y al azar también elegí uno o dos de sus vídeos. Y ¡bingo!
El ejemplo en cuestión, un tal Míster Jägger (con 827.106 suscriptores más los que lo vean sin suscribirse, total, una nadería sin importancia), después de mirar un mapa buscando el clítoris por todo el mundo en el primer vídeo que se reprodujo, pasó en el segundo a explicar “cómo obtener un semen de calidad” (con 1.109.043 visualizaciones sin contar la mía. ¡Casi nada!) y, sin venir a cuento en un guión como aquel, sale una voz en off monocorde como la del ordenador que le habla a un “moro” de esta guisa: “Hola, amigos de YouTube, tu mujer es una zorra. Mira qué pinta de guarra. Deberías matarla. Deberías reventarle la cabeza con una puta piedra. Observa cómo te humilla, lo mal que te trata y tú eres un blando. Mátala. Mátala, te digo. Tu mujer es una puta. Tú no le importas. Aplástale la jodida cabeza, hijo de puta” […]. “Tu mujer es una guarra que te trata mal y lo seguirá haciendo, si no acabas con ella. Podrías matarla reventando su cabeza de puta con una roca. Te casaste con una mala harpía y esa es la única manera de deshacerte de ella. Mátala, amigo de YouTube, mátala, te digo”.
Me quedé temblando. Esta gente se dedica a la profesión del milenio, gana dinero con cada visita y encima está aniquilando la inocencia de nuestros niños. Mi conclusión: no necesito más argumentos, pero ¿y ahora cómo paramos esto?
Hace un par de días, hablando de la formación de las palabras en español, les preguntaba a mis alumnos de cuarto de la ESO por los elementos que componían la palabra “malhadado”, una palabreja que yo aprendí de adolescente leyendo a no recuerdo qué clásico de la literatura. La primera reacción, por supuesto, esperada por mí de antemano, era un espantado “¿mal-qué? Profe, ¿eso qué es?”. Ahí empecé yo a hablar de mitología, de los hados y la mala suerte, pues me pareció que, puesto que yo la aprendí de adolescente, ellos también deberían ya conocerla y que al menos pasara a formar parte de su léxico pasivo.
Enfrascada en la breve explicación estaba cuando me di cuenta de que prácticamente nadie, salvo una chica, me estaba ya escuchando; cada uno trataba con los compañeros sobre cosas distintas en pequeños grupitos. Paré la explicación en seco y les pregunté si de verdad no les interesaba conocer una nueva palabra que al menos les sonara por si alguna vez la volvieran a encontrar por ahí, si es que en realidad se conformaban con las quinientas palabras de su vocabulario de las cuales más de cuatrocientas llegan a ser tacos e insultos.