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San Lorenzo, 7

Cada vez que recuerdo cómo conocí a Eva me viene a la mente el día que me recomendó El libro de los abrazos. Yo entonces hablaba ante sesenta personas con las manos en mi espalda, los ojos al suelo y el cuerpo pegado a la pared. Ella, como hoy, llenaba todas las estancias que habitaba, y fue así como me enseñó que yo también podía ser quien era sin temor.

Hace menos de un mes me dijo con un atisbo de lágrimas en sus ojos: “El día que llora Mariano, lloramos todos”.

Horas más tarde era yo la que pasaba una madrugada sentada en el sofá de nuestro hogar con el ahogo propio de todas las despedidas. Mientras, ella me contaba que quería tatuarse un símbolo de aquellos dos años y yo pensaba en el otoño que fue a verme a casa. Vino porque íbamos a entrevistar a Iván Ferreiro y acabamos hablando con él por teléfono: “Dios es mi madre”, confesó. Al día siguiente sus palabras salieron en la portada del periódico y mi madre nos llevó al mar; vi a Eva curarse mientras andaba la orilla y pensaba, quizás, en lo que sería quedarse eternamente entre su tierra y ese mar.

Me pasa con ella que muchas veces me quedo callada, no porque no tenga nada que decir, sino porque entiendo que ni siquiera la lluvia puede arruinar los momentos perfectamente diseñados por el tiempo. Una noche me dijo que yo era como una transición entre su pasado y su presente y entendí que no había nada mejor que formar parte del ayer de alguien y no querer dejar que fuera parte de tu futuro.

Me habló también del miedo y de las ganas de que todo saliera bien, de que no se quedaba con una despedida sino con la certeza de que la amistad estaba por encima de todo. Ahí sí, le dije, con sonrisa infinita, que no podía estar más de acuerdo. Ayer fui a verla a la que ahora es su casa y contemplé los recuerdos que había dejado en aquel cuarto: la vez que inflamos una piscina de bolas por su cumpleaños, las fotos, las lágrimas, los amigos, las cervezas, los besos en la ventana de una noche de verano. Antes de irme miré el dormitorio desde la puerta, como si eso me otorgara la distancia suficiente para no sentir que una parte de mí se quedaba entre un cuarto sin ascensor y unas obras que no acababan nunca. Cuando bajamos las escaleras nos encontramos con Elvira y dijo: “Siento mucho que te vayas, de verdad”. Ahí supe que mi próxima vez en aquel rellano sería la de alguien que fue conocido en un tiempo.

Cuando la gente piensa en Eva siempre la imagina riendo. Yo cuando pienso en ella la veo diciéndome: “Dime la verdad, Indri, tú me conoces”. Y entonces evoco las veces que fui demasiado seria, demasiado dura, tal vez, demasiado intransigente, puede ser. Me imagino arreglando todos los errores cometidos en 2.741 días y supongo que si no hubieran existido tampoco seríamos nosotras; tan infinitas, tan cuerdas, tan independientes, tan carne de poema.

Cada vez que recuerdo cómo conocí a Eva me viene a la mente el día que me recomendó El libro de los abrazos. Yo entonces hablaba ante sesenta personas con las manos en mi espalda, los ojos al suelo y el cuerpo pegado a la pared. Ella, como hoy, llenaba todas las estancias que habitaba, y fue así como me enseñó que yo también podía ser quien era sin temor.

Hace menos de un mes me dijo con un atisbo de lágrimas en sus ojos: “El día que llora Mariano, lloramos todos”.