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Tardes de mayo

Una tarde vi salir a Almudena Grandes de una tienda de colchones de mi barrio mientras tenía mi mirada clavada en su nuca. Me pareció una imagen incluso poética. Aquella que se dedica a razonar las palabras atrapada en la cotidianeidad a la que, al final, todo el mundo pertenece.

Me cuesta pensar en las personas como entes aislados de sus historias. La de ella, como la de tantos otros, no la sé. Pero son miles las veces que me pregunto en qué piensan aquellos que caminan por la vida como si nada pudiera destruirlos, ajenos precisamente a la propia vida; a la de ellos y a la de todos. Imagino que dedicarse a uno mismo también requiere un esfuerzo que no todo el mundo es capaz de asumir. Me abruma el desdén de tratar a otros disponiendo de su tiempo y su verdad, de un pasado que es presente porque nunca deja de ser y de estar. Esto también tiene algo de poesía rota por todas sus esquinas.

A menudo me sucede además que me levanto y me cargo a la espalda todo lo que he vivido y salgo a la calle con un peso innecesario e inerte. Un relato hipotecado a treinta años pero en realidad sin futuro. Afrontar cada día como si fuera el primero sería mandar a la mierda todo lo construido y convertirse en una edificio en ruinas; hacerlo como si fuera el último elimina toda esperanza y confianza en un porvenir con algo de éxito mediocre.

Si se trata de confesar diría que he saltado todos los puentes de la ciudad y ninguna de las veces he mirado hacia abajo pensando que lanzarme sería como agonizar. Tengo una existencia por delante y aunque se acabe mañana sé que no hay nada como enfrentarse a la realidad y entender que no se trata de querer mucho, sino de querer bien. Sobre todo, de quererse bien y recomendarse el bien para superar cada trampa con la valentía propia de quien conoce su sombra mejor que sus enemigos.

Cuando estuve en aquellos puentes me pregunté qué había hecho mal sin darme cuenta de que las personas cambian, los años pasan y nadie sabe muy bien cómo o por qué hace lo que hace. Lo más triste es no reconocerse en quien se era y no entender a quienes fueron. Qué humano haber querido y preguntarse quiénes son esos desconocidos que aparecen en las fotos, admitir que se trata de una sonrisa indescifrable y una vida tan ajena como la de todos los vecinos con los que nunca has hablado. La diferencia es que en ese tiempo se paraban todos los ruidos y ahora solo hay silencio ahogado: adiós al amor, adiós a la amistad, adiós al pasado. Qué humano y qué sano lanzarse al vacío de todos los cristales en los que nos reflejamos a sabiendas de que acabaremos rotos, sangrando a pedazos y con la certeza de que la vida es una sucesión de compañeros inseparables que dejan de serlo.

Una tarde vi salir a Almudena Grandes de una tienda de colchones de mi barrio mientras tenía mi mirada clavada en su nuca. Me pareció una imagen incluso poética. Aquella que se dedica a razonar las palabras atrapada en la cotidianeidad a la que, al final, todo el mundo pertenece.

Me cuesta pensar en las personas como entes aislados de sus historias. La de ella, como la de tantos otros, no la sé. Pero son miles las veces que me pregunto en qué piensan aquellos que caminan por la vida como si nada pudiera destruirlos, ajenos precisamente a la propia vida; a la de ellos y a la de todos. Imagino que dedicarse a uno mismo también requiere un esfuerzo que no todo el mundo es capaz de asumir. Me abruma el desdén de tratar a otros disponiendo de su tiempo y su verdad, de un pasado que es presente porque nunca deja de ser y de estar. Esto también tiene algo de poesía rota por todas sus esquinas.