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Tribulaciones y alegrías del 'indigente' Zerolo

El fuero para el gran ladrón, la cárcel para el que roba un pan.

Pablo Neruda

Decía Willy Brandt que “permitir una injusticia significa abrir el camino a todas las que siguen”. En el juicio del caso Las Teresitas, esa injusticia primigenia la podríamos situar en el momento en que, a escasas semanas de iniciarse el juicio oral, el tribunal impuso una fianza tan desproporcionada como injusta -veintiocho mil euros a pagar en 10 días- a la acusación popular que ejercía y ejerce, Justicia y Sociedad, que se consiguió gracias a la dignidad y solidaridad de muchísimas personas.

La acción popular no es el bálsamo de Fierabrás que dé respuesta a los graves problemas -incluso de corrupción judicial- que padece la Justicia española, pero sin ella se condena irremisiblemente al Estado de Derecho y a la democracia misma a una lenta muerte por asfixia en estos tiempos caracterizados por las componendas entre la política y el dinero.

Se sabe que el Partido Popular, plagado de imputados por casos de corrupción, lucha a brazo partido para restringir y/o impedir la acción popular. Lo que no sabemos es si la fianza impuesta a la acusación popular por los magistrados del caso Las Teresitas va en esa misma dirección o simplemente se debió a un supuesto berrinche del presidente del tribunal tras haber sido recusado por el letrado de Justicia y Sociedad.

A este desafuero le siguieron otros, pero la traca final ha llegado estos días, con el auto que deja en libertad provisional a todos los condenados. Lo primero que llama la atención es el doble rasero con que el tribunal ha tratado a la acusación popular y a los condenados, en cuanto a la fijación de fianzas que garanticen el cumplimiento de las responsabilidades de todos ellos.

Pareciera que los delincuentes fueran los abogados de la acusación, ya que han sido los únicos a los que se les ha impuesto la obligación de responder pecuniariamente a las posibles consecuencias de sus actos. Por el contrario, a los integrantes de la trama delictiva organizada -así califica la sentencia a la banda de atracadores de lo público que han sido condenados a duras penas de cárcel-, solo se les impone la retirada del pasaporte. Al cabecilla Zerolo, además, una visita quincenal a comisaría; al resto de maleantes, ni eso. Bien es cierto que también se les obligan a devolver el dinero expoliado, pero eso es lo menos que se debe exigir en este tipo de delitos contra el patrimonio público.

La acusación popular y la Fiscalía solicitaron en balde el ingreso en prisión de Miguel Zerolo o, en su defecto, la imposición de una fianza que cubriera la responsabilidad civil y el alto riesgo de fuga según la gravedad de los delitos por los que ha sido condenado a siete años de cárcel, los grandísimos daños ocasionados a las arcas municipales, el desarraigo profesional y el convencimiento del Ministerio Fiscal, la acusación popular y la policía de que el exalcalde de Santa Cruz de Tenerife podría ser titular de un cuantioso patrimonio colocado en el extranjero, fuera del alcance y el conocimiento de las autoridades españolas.

El tribunal no lo tuvo en cuenta, como tampoco consideró el enorme daño ocasionado a la vida social y política de esta ciudad por la impunidad y determinación delictiva con que actuaron los condenados para arramblar con más de 53 millones de euros del erario público, en lo que todo el mundo no duda en calificar como un pelotazo de libro.

Señores magistrados, enfadar a los bribones incorregibles tiene también una finalidad ética, todo lo contrario a lo que han hecho ustedes. El cabecilla de la trama, como califica a Zerolo la sentencia emitida y firmada por ustedes, se ha permitido retar a la Fiscalía a que encuentre esas propiedades que los numerosos indicios policiales le adjudican y se vacila de todos al afirmar que ha vivido estos años a todo tren gracias a las ayudas de los amigos. Como dice Saramago, “oculto el crimen, reservados para otra ocasión los remordimientos”. Y, para más inri, se envalentona y afirma, como un mal intérprete de serie B, que, si tiene que ir a la cárcel, lo hará “con la cabeza alta y la conciencia tranquila”.

Pero una cosa son los intentos, más o menos afortunados -en este caso más-, de un reo por no entrar en prisión y otra que un tribunal tenga en cuenta argumentos tan inconsistentes como los esgrimidos en el auto. Definitivamente, los magistrados parecen contentarse con la versión del delincuente Zerolo de que “no puede ir a ninguna parte porque no tiene dinero” y desecha aspectos como su declaración de bienes presentada en el Senado y las investigaciones policiales que le adjudican acciones en minas de uranio, molibdeno, zinc, oro, etcétera, localizadas en lugares tan exóticos como Botswana, Congo o Mongolia, a lo que se añaden inversiones en parajes protegidos del sur de Tenerife o los más de cien décimos de lotería premiados y la pasta gansa ganada en los casinos de Isla Mauricio. A ello habría que sumar los generosos sueldos que durante muchos años disfrutó como alcalde -el que más cobraba de Canarias-, diputado autonómico y senador.

Dice que todo eso se ha evaporado y, por lo visto, ustedes se lo han creído, a pesar de que este indigente personaje viva en un lujoso chalet localizado en el exclusivo paraje del campo de golf de El Peñón y se haya permitido mandar a sus hijos a universidades privadas de Madrid.

La Constitución de 1978, en su artículo 14, afirma que “los españoles son iguales ante la ley, sin que pueda prevalecer discriminación alguna por razón de nacimiento, raza, sexo, religión, opinión o cualquier otra condición o circunstancia personal o social”, pero todos sabemos que eso no es verdad. Son tantos los casos que lo confirman que el de Zerolo es solo un ejemplo más que añadir a una regla cuyas excepciones se pueden contar con los dedos de una mano.

Ya solo falta que sus congéneres en el poder lo indulten…

El fuero para el gran ladrón, la cárcel para el que roba un pan.

Pablo Neruda