Sucede un fenómeno curioso cuando cumples los treinta; uno del que nadie te habla y que poco tiene que ver con la famosa “crisis de”. Es algo al margen de la preocupación por las primeras arrugas, el agravamiento de las resacas o el cálculo de los años fértiles. Va más allá de eso; tanto, que te sobrepasa hasta el punto de hacerte desaparecer: te evaporas. Fuera. Invisible. Una desintegración inmediata que está más unida a lo institucional y a la estadística que a la desaparición física del cuerpo.
Alcanzado el número mágico, entras en un punto muerto donde no eres lo suficientemente joven pero tampoco lo bastante viejo como para acogerte a algún tipo de incentivo o ayuda reservada a otros grupos demográficos. Se sobreentiende -al parecer- que a esa edad debes tenerlo todo resuelto y, tal vez, esto fuera cierto en otros tiempos sin crisis, donde no se exigía una formación concatenada y multidisciplinar. Esto es: una carrera (o dos), idiomas, máster y algún que otro curso sobre nuevas tecnologías y desarrollo de marca personal. Una preparatoria (te aseguraban) que permitiría tu entrada, amortiguada y entre algodones, al mercado laboral.
Claro que alcanzar estos méritos requiere, como mínimo, tiempo; y a falta de un DeLorean, vas soplando velas y te plantas en unos veintimuchos, ignorando el largo recorrido que te queda por delante: una yincana de destreza e ingenio al borde del abismo, que empieza -como no- con la confección del que será tu currículo. Uno con el que inundas tu ciudad y los portales de empleo del país y aledaños. Seguido de una puesta a punto del perfil en LinkedIn e, incluso, de una visita al Servicio Canario de Empleo para obtener tu Darde, un número mágico que cambia cada tres meses, sin que en tu vida cambie nada.
La realidad de las ofertas (cuando las hay) ofrece un panorama de lo más incoherente, exigiendo experiencias previas -en el mismo puesto y sector- con unos números que imposibilitan las cuentas; ¿o estarán incluyendo también las de reencarnaciones pasadas? Además, tal requisito suele ir secundado de un adjetivo atroz, el famoso “demostrable”; que resuena entre ecos guturales en tu cabeza, junto al arpegio de violines que anticipa la miseria. Difícilmente has podido trabajar de lo tuyo mientras estudiabas, pues eso, lo tuyo. ¿Convalidarán los fines de semana como camarero? “Lo siento, no eres lo que estamos buscando”. Y a diferencia del concurso reality, no envían a nadie a abrazarte y a decirte que, aunque estés fuera, vales mucho. Es más, a veces ni te contestan, teniendo que adivinar el rechazo en la envoltura de silencio. Caer en la psicosis ante tales perspectivas sería fácil pero pagar un psicólogo cuesta dinero, así que mejor mantener los desequilibrios a raya. No vayamos a vivir trastornos mentales por encima de nuestras posibilidades.
Intentar trabajar de cualquier otra cosa se complica a los treinta porque, para todas esas cadenas que no paran de hacer caja, eres demasiado mayor; y hasta el más ínfimo de los empleos (temporalmente disponible) puede permitirse poner filtros disparatados gracias al excedente de personas desempleadas. En el mejor de los casos, ofrecen condiciones precarias o utilizan a chicos en prácticas que salen gratis porque, cada vez más, los nuevos planes de estudios se empeñan en incluir becarios eternos que vayan reemplazándose. Por último, se cubren puestos con los llamados grupos de riesgo: discapacitados, jóvenes sin estudios, mayores de cuarenta y cinco años, etcétera. Y es bueno que se tienda una mano a toda esta gente, no tienes nada en contra; excepto por el hecho de que, en esa clasificación, faltas tú (en representación de otros cientos).
Quedas fuera del reparto de etiquetas y no es por haber abandonado los estudios, ni por haber dejado de reciclarte; sino, simplemente, por coincidir en el peor momento posible (y con todos los deberes hechos).Un momento eternizante que, envuelto de inestabilidad, te impide seguir avanzando. Y esa es la realidad ignorada de los treinta: vidas en pausa que no pueden ser vividas; pendientes y estancas, sin que. por ello, se paralice la cuenta atrás del tiempo.