Días después de levantarse el confinamiento en el Reino Unido, los pueblos costeros de Inglaterra se llenaron de visitantes de todo el país para la envidia de las zonas turísticas españolas, a las que tanta falta les hacía recuperar su segundo mercado emisor tras más de media temporada de verano perdida. Sin embargo, una población aún atemorizada por el coronavirus, la falta de turismo exterior y una nueva ola de restricciones han apagado los sueños de un verano dorado para la industria turística británica.
En mayo y julio parecía que la recuperación económica del Reino Unido empezaría por sus zonas costeras, que se encuentran entre las más deprimidas del país. La costa se ha empobrecido por la deslocalización de la industria, la pérdida de rentabilidad de sectores como la pesca y la competencia de los destinos soleados del sur de Europa a sus ciudades balneario. Todo esto, culminado en los últimos años por una fuga de cerebros hacia las grandes ciudades. El cierre del turismo internacional parecía dar un halo de esperanza a estas comunidades, que se plagaron de visitantes nacionales buscando un rayo de sol tras meses de encierro.
Los hoteleros de las islas miraban con envidia tras llevarse un duro golpe a finales de julio cuando el Reino Unido incluyó a Canarias y Baleares en su recomendación de no viajar pese a su menor afección por el virus. Desde Canarias se señalaba una y otra vez a los datos y el Gobierno español llegó a insinuar que el Ejecutivo de Johnson estaba utilizando la medida para fortalecer su economía a costa de sus ex socios europeos y sacar músculo en las recrudecidas negociaciones del brexit. Ya en septiembre, el Gobierno británico se abrió a una estrategia covid diferenciada para las islas, aunque estas tienen ahora índices epidemiológicos demasiado altos para una reapertura.
Sin importar los rifirrafes políticos y los planes de Johnson, la industria turística inglesa ha tenido un verano lleno de baches y la segunda ola de la pandemia ha vuelto a ponerla en apuros. Grandes empresas del país, como la aerolínea EasyJet, están en apuros y, pese a los mejores intentos de reforzar el mercado turístico interno, el patronato nacional del sector, Visit Britain, estima que se reduzca a la mitad este año.
En mayo y junio las zonas de playa mostraban promesa, con el mejor comienzo de temporada desde hace décadas, pero la masificación no viene sin costes. Las redes sociales se llenaron de vídeos de peleas entre jóvenes embriagados a orillas del mar. Los gobiernos municipales denunciaron la destrucción causada por la basura, el vandalismo y las hogueras ilegales.
Más allá de los ya conocidos impactos del turismo de masas, el principal temor era que los visitantes de zonas más afectadas por la COVID-19 trajeran el virus a estos pueblos hasta entonces libres de los peores efectos de la pandemia. La afluencia descontrolada y la falta de normas claras desde el Gobierno amenazaban con crear el caldo de cultivo ideal para los rebrotes. El caos obligó incluso a algunos ayuntamientos a pedir a sus potenciales visitantes que reconsideraran sus viajes. El patronato de turismo de Blackpool, al noroeste de Inglaterra, llegó incluso a cambiar su nombre de Visit Blackpool a Do Not Visit Blackpool en un intento de reducir el flujo desde otras zonas del país. Pese a la polémica, múltiples zonas turísticas han intentado extender la temporada hasta septiembre y octubre con descuentos y actividades para aprovechar los buenos resultados y contrarrestar las pérdidas del confinamiento.
La pandemia no ha tardado en hacer que estos planes vuelen por los aires. El 14 de septiembre el Gobierno conservador del país anglosajón, que ha sido particularmente laxo en su gestión de la pandemia, endureció las restricciones contra el coronavirus en Inglaterra tras un fuerte repunte de casos. Ahora las reuniones sociales pasan de 30 a seis asistentes como máximo.
Muchos grupos que pretendían estirar el verano han visto cómo sus planes han sido ilegalizados de un día para otro y la cascada de cancelaciones no se ha hecho esperar. Las viviendas vacacionales y los campings, que habían recobrado protagonismo como opciones seguras para mantener el distanciamiento social, han visto desaparecer hasta un 60% de las reservas, según varios líderes del sector. A principios de verano, el pueblo balneario de St Leonards-on-Sea, dos horas al sur de Londres, tenía plena ocupación. “No me dejan de llegar solicitudes de reserva”, decía Lydia, que explota el antiguo apartamento de veraneo de su familia en la localidad como apartamento turístico. Ahora no tiene ninguna reserva a la vista y se ha tenido que poner la casa en venta.
En las grandes ciudades no ha habido siquiera amagos de recuperación. Datos del think tank Centre for Cities muestran que la asistencia a las zonas comerciales de Londres continúa reducida a un 31% de la registrada antes de la cuarentena. Los urbanitas que no han abandonado la ciudad evitan salir innecesariamente y los turistas internacionales siguen sin venir pese a la política de fronteras abiertas. En los aeropuertos londinenses, los taxistas hacen cola durante horas a la espera de una buena carrera. “Sin turistas, esto está muerto”, dice David, chófer de uno de los icónicos black cab de la capital.