9.000 callejuelas. Un laberinto que se precipita hacia el cauce sucio y bullicioso del Oued Fes, río que divide la ciudad vieja en dos y da salida a las olorosas aguas que salen de las afamadísimas curtidurías de Derb Chouwara, una de las factorías de cuero más famosas del mundo. Fes-el-Bali (Fez la vieja) es una ciudad especial para Marruecos: por su historia es una de las tres medinas imperiales del país (honor que comparte con la vecina Meknés y la más lejana Marrakech); también es la ciudad santa, verdadero centro espiritual del país y cuna de insignes santones y, por último, es la ciudad culta por excelencia, cuna y asiento de una de las universidades más antiguas y venerables del orbe islámico. La mayoría de los viajeros se internan en la maraña a través de Bab Boujelud (La Puerta Azul). Detrás de la muralla, una plaza abierta, en la que se puede ver el minarete de la cercana Madrassa de Bou Inania causa la falsa sensación de trama ordenada y despejada. Basta con dar unos pasos para darse cuenta de la realidad del urbanismo medieval islámico en el que encontrar alguna calle que no gire en un ángulo inverosímil es una quimera.
Pero no hay que alarmarse. Decenas de presuntos guías intentarán convencer al viajero que es imposible moverse libremente sin perderse. Pero nada más lejos de la realidad. Del lado izquierdo de la plazoleta arranca Taala Kebira (la gran cuesta) que comunica Bab Boujelud con la zona baja pasando por los principales zocos de la ciudad. Es la arteria más transitada y está cuajada de restaurantes, riads y baños públicos. Escapadas a derecha e izquierda permiten recorrer el corazón de la medina sin temor a perderse o a encuentros indeseables.
Fez es una ciudad muy segura y los fesís, como la inmensa mayoría de los musulmanes, son amables, hospitalarios y siempre dispuestos a echar una mano al visitante. Uno de los lugares imprescindibles de esta parte de la ciudad es la Madrassa de Bou Inania (Direción: Talaa Kebira (a 150 metros de Bab Boujelud); Horario: SJ 9.00 – 18.00), una antigua escuela coránica del siglo XIV que es toda una clase de arte islámico. Azulejos, yeserías y madera forman un conjunto de enorme belleza que nos traslada, de inmediato, a los antiguos palacios andalusíes. Este edificio es uno de los pocos lugares religiosos que pueden ser visitados por no musulmanes.
Y del lado derecho arranca la más tranquila Taala Seghira (la cuesta pequeña) que permite caminar tranquilo alternando tramos de bajada e incursiones a los callejones que se abren a ambos lados de la vía. Esta es nuestra zona preferida de Fes-el-Bali. Ruta de escape del bullicio de los grandes zocos atestados de turistas y una opción para avanzar rápidamente evitando el colapso continuo de la gran cuesta. También es esta la mejor manera de acceder al Founduk Nejjarine (Dirección: Plaza Nejjarine; Horario LD 10.00 - 19.00) una antigua posta de comerciantes (hotel que alojaba a los caravaneros que viajaban por el país) que hoy alberga un impresionante museo de artesanía centrado en el virtuosismo local de los trabajos en madera. Más allá de la impresionante colección de piezas, la visita al edificio (que data del siglo XVIII) merece la pena. Desde la terraza del ‘founduk’ pueden verse impresionantes vistas de los terrados de la ciudad y la mole imponente de la Karaoyine.
Antes de dejarse caer por las inmediaciones de la gran mezquita del norte de África conviene darse un paseo por la Madrassa Attarine (Dirección: Taala Kebira –a 100 metros de Karaoiyine-; Horario: LD 9.00 – 18.00) otra de esas maravillas del arte andalusí que adornan la ciudad santa de Marruecos que, además de servir de escuela coránica para 60 estudiantes cumplía como mezquita del cercano Zoco de las Especias (la Kisariya). El viajero que se detenga a observas con detenimiento podrá ver uno de los mejores trabajos en yesería andalusí del Magreb y también un notable trabajo en cedro. Los artesanos se lucieron y el resultado es uno de los edificios más bellos de Marruecos. Muy cerca de Attarine se encuentra el Mausoleo de Mulay Idris, fundador de la ciudad y primer rey independiente de Marruecos. Lamentablemente, los no musulmanes tienen que conformarse con ver la puerta.
En torno a la Karaouiyine
Una de las consecuencias más notables del intrincado trazado urbano de las medinas islámicas es la imposibilidad de apreciar los grandes edificios públicos en su justa magnitud. La Karaouiyine es una de las mezquitas más grandes del Islam. Dicen que es capaz de albergar a más de 20.000 fieles y sólo la megalomanía de Hasan II, que construyó un monstruo de madera de cedro, azulejos y mármoles en Casablanca, le arrebató el título de mezquita más grande de Marruecos. Pero hay algo que la Karaouiyine tiene y a lo que otras ni siquiera pueden aspirar; ser santa entre las santas. Desde que en el año 850 se erigieron sus primeros muros por parte de los emigrados de Karouan (Túnez), ha sido centro espiritual de la ciudad y sede de la universidad islámica más importante del occidente musulmán, un pedigrí que aún atrae a miles de estudiantes y doctores de la fe que aprenden y discuten sobre cuestiones religiosas en su famosa biblioteca. Pero pese a todo ello, es difícil ver tanta grandeza.
En el laberinto fesí no hay cielo. Bueno, uno sabe que está ahí arriba porque, de vez en cuando, el viajero mira a la estrecha rendija de luz que se abre sobre su cabeza para admirar algún minarete solitario que sobresale de ese mar de terrados y antenas parabólicas que es Fez en sus chatas alturas. Por eso uno no puede imaginarse que la pared desnuda que tiene a su derecha, a apenas un metro y medio de la que se encuentra a la izquierda, es uno de los edificios más extraordinarios del norte de África. Y de repente una puerta advierte de la magnitud de lo que esconden los muros desconchados. Arabescos de geometría imposible que refulgen bajo parasoles de cedro cuajados de estalactitas pintadas. La extravagancia de los artesanos que indican que la mísera tapia separa al curioso del patio de las abluciones de una de las maravillas de una ciudad que, como todas las de estas latitudes, encierra sus tesoros puertas adentro. Hay un pequeño hueco cuadrado en las celosías que protegen el interior de la Karaouyine de las miradas indiscretas de los infieles.
El territorio que queda enmarcado por estas rejas de madera ennegrecida está prohibido para los no musulmanes. El huequito que nos deja la portezuela abierta permite adivinar las primeras arcadas de las naves que se pierden en la negrura pasando por todos los grados imaginables de la penumbra. Algunos fieles oran; los gatos, despreocupados, se pasean por el patio y las alfombras de las naves más cercanas a la enorme plaza abierta a un cielo que aquí si encuentra un lugar por donde penetrar en el corazón de la medina. Esta pequeña rendija a la grandiosidad de la Karauiyine acentúa la sensación de estar echando un vistazo furtivo a algo vetado.
17 puertas. 17 posibilidades de echar un vistazo al interior de la mezquita santa entre las santas. Si el viajero tiene suerte y pasa justo antes de la oración del mediodía (cuando se abren de par en par todas las entradas para dar cabida a la riada de devotos que acuden a rezar) podrá ver la fuente donde los creyentes hacen sus abluciones rituales necesarias para orar en estado de pureza corporal y los templetes que adornan un patio que, según las guías, está adornado con más de 50.000 azulejos. Y más allá de donde el sol entra a raudales, las primeras arcadas de las casi 300 columnas que soportan los tejadillos triangulares cubiertos de verde centelleante que pueden verse desde las terrazas circundantes. Siempre desde fuera; siempre mirando a hurtadillas. Violando con los objetivos de las cámaras el tabú de estos salones vedados. Imaginando como los arcos van introduciéndose hacia el muro de la ‘kibla’. Imaginando las lámparas que cuelgan de fastuosos techos de cedro pintado y dibujando con la imaginación los arabescos dorados del ‘minrab’. Quizás eso sea lo mejor. Quién sabe. Puede que lo más atrayente de la Karaouiyine sea que permanece oculta a los curiosos ojos de los nazarenos. ‘Siempre nos quedará Córdoba’.