La ciudad

No durmió nadie. Los supervivientes deambulaban por los alrededores del puerto con los ojos hundidos. Cuando se asentó el polvo quedó el dolor agudo por la pérdida simultánea de tantas vidas. Santander tenía entonces 50.000 habitantes. Muy pocos escaparon a la tragedia sin contar un familiar o un conocido entre los desaparecidos. Una muchedumbre silenciosa se congregó ante el hospital de San Rafael, en espera de noticias. 

-  Se lo llevó el mar, yo lo vi. Estaba en el muelle, donde los municipales. La corriente los arrastró a todos. No te apures, muchacho. Tal vez salió a flote y lo tienen en la casa de socorro, con los heridos. 

Se publicaron las primeras listas de víctimas. Hubo angustia, incredulidad, una tensión insoportable que contraía los rostros. Las campanas de las iglesias doblaban por la ciudad moribunda. Ciudad de viudas y huérfanos. Muchos cuerpos no se encontraron o se encontraron incompletos. 

- Murió en mis brazos, señora. Se apretaba aquí, en la barriga, para impedir que todo aquello… En fin, no merece la pena. Yo estoy seguro de que no sufrió. Por el shock y la pérdida de sangre. Estaba pálido, murmuraba. Parecía tranquilo. Dios nos pide resignación, señora. Entereza. 

Marina, la muchacha de la taberna del puerto, tenía los ojos hinchados por el polvo y las lágrimas. Le dolían muchísimo los pies. Apenas recordaba la carrera enloquecida previa a la explosión. Le parecía que todo aquello le había sucedido a otra persona. El crujido, el golpe seco que la detuvo en su carrera, cuando la tierra tembló y cayó al suelo, incapaz de dominar su cuerpo que parecía de papel. Y a pesar de todo fue capaz de levantarse y siguió corriendo, siempre en dirección opuesta al mar, tal y como le había rogado Nicolás Benítez, a quien no volvería a ver nunca, corrió impulsada por el miedo, llevada en volandas por el trueno, mientras a su alrededor el aire se endurecía y los escombros caían del cielo, como llovidos de una nube de metal, corrió hasta que se quedó sin aliento y hubo de sentarse en la escalinata de la catedral, exhausta. Permaneció allí varias horas, con los músculos entumecidos y un dolor pulsante que irradiaba desde sus pies hinchados y deformes. No se quitó los zapatos. Sabía que si lo hacía no sería capaz de volver a calzarse. 

Al atardecer caminó en dirección al puerto. Se cruzó con hombres lívidos, con mujeres sin expresión. Iban y venían con andares inseguros, temblorosos, como si recién despertarán de un sueño intranquilo. La taberna donde había trabajado durante más de la mitad de su vida ya no existía. Reconoció a muchos de los muertos tendidos sobre la explanada. Sus ojos oscurísimos brillaban húmedos. Encontró al práctico Zacarías Bustamante en el espacio tétrico de su defunción, en el centro de un charco de sangre coagulada. Marina le cerró los ojos y rezó una oración. Sintió una presencia a su espalda. Se giró. Vio a un hombre en un uniforme militar. 

- ¿Lo conocía usted?- preguntó el hombre. 

- A él y a muchos otros. Venían a la taberna. Yo servía las mesas. Había de todo. Unos buenos y otros no tanto. Este era de los buenos. 

- Es usted muy joven. No debería estar aquí. 

- Nadie debería estar aquí. Y sin embargo…

- Vaya al hospital. Sería usted de mucha utilidad allí. Con las identificaciones. 

Marina obedeció. Se alejó del puerto cojeando. Llego a San Rafael guiada por el resplandor de los edificios que ardían.

El hombre del uniforme era el coronel de ingenieros Ramiro de Bruna y García. A diferencia del resto de autoridades civiles y militares, Bruna no se encontraba en las inmediaciones del puerto en el momento de la explosión. Había permanecido en su puesto y esa decisión le había conservado la vida para asignarle una responsabilidad incómoda que aceptó con aplomo. Se había presentado ante la única autoridad operativa en la ciudad, el presidente de la Diputación, Francisco Sáinz-Trápaga, y le había ofrecido sus servicios. Sáinz-Trápaga, desbordado, aceptó. 

En la noche del 4 de noviembre Bruna organizó una brigada de cinco hombres, formada por uno de los pocos bomberos que quedaban en la ciudad y cuatro voluntarios, para intentar detener el fuego. Sus esfuerzos resultaron inútiles. En los días siguientes llegaron refuerzos desde el resto de la provincia, Bilbao y San Sebastián. Bruna y sus hombres no consiguieron apagar los incendios, pero impidieron que se extendieran hacia las casas adyacentes. Los edificios afectados ardieron hasta los cimientos y se extinguieron consumidos en su propia destrucción. La ciudad se salvó del fuego.

El ministro de Hacienda, don Germán Gamazo, llegó desde Madrid para hacerse cargo de la situación. Se nombró a un nuevo gobernador civil y a un nuevo comandante del puerto. El obispo de Santander, Vicente Santiago Sánchez de Castro, exhortó a los fieles en la catedral, donde las consecuencias de la explosión fueron visibles durante semanas.

- La imprevisión y la codicia han podido tener no pequeña parte en la desgracia que ha sacudido nuestra ciudad y nuestras vidas. Sabed que está escrito que no caerá un cabello de nuestra cabeza sin la permisión de nuestro padre celestial. Por eso yo os invito a examinar vuestras conciencias. Advertid si acaso las blasfemias, la profanación de las fiestas y tantos otros pecados públicos que se consienten no pueden haber provocado el justo enojo de Dios…

Seis días después de la tragedia se informó de que el buque hundido conservaba todavía parte de su carga explosiva intacta. Cuando las autoridades, con Gamazo a la cabeza, decidieron extraer la dinamita, hubo pánico entre los ciudadanos. Muchos decidieron abandonar la ciudad. Para calmar los ánimos, Gamazo se paseaba por los muelles acompañado del presidente de la Diputación, del alcalde, los concejales y las nuevas autoridades portuarias y civiles. 

La situación era macabra. Después de una explosión que había dejado casi seiscientos muertos y miles de heridos, la bodega número tres del buque guardaba todavía once toneladas de dinamita, parte de la cual se había liberado en forma de nitroglicerina por efecto del agua.

El invierno transcurrió en tensión. Los hombres y mujeres que escuchaban las homilías del obispo y atendían a las indicaciones de las autoridades, que enterraban a los muertos y desesperaban de encontrar a los desparecidos, que limpiaban las calles de escombros y barrían la ceniza, sabían que el Machichaco, en su tumba, todavía no había dicho su última palabra y que la muerte seguía acechando bajo el agua, en el puerto.

El 19 de febrero de 1894 comenzaron los trabajos de extracción. La práctica totalidad de la dinamita fue rescatada sin contratiempos. Se utilizó una bomba para sacar la nitroglicerina, pero cuando la temperatura del agua descendió a 13 grados la nitroglicerina se congeló y se tuvo que interrumpir el trabajo.

El 15 de marzo una Junta Técnica compuesta por el director de la Escuela de Torpedos, el inspector general del Cuerpo de Minas y el subdirector general de Obras Públicas llegó a Santander para hacerse cargo de la situación. Los tres miembros de la Junta fueron recibidos por una multitud y escoltados hasta el puerto, donde reconocieron los restos del buque y tomaron la decisión de reanudar la extracción de la carga. El 18 de marzo se empezó a extraer la nitroglicerina congelada utilizando agua caliente. Los trabajos avanzaban a buen ritmo. Se tomó la decisión de retirar planchas del casco. Y en algún momento alguien dio una orden inconcebible.

- Traed martillos y cortafríos. ¡Botad los remaches!

El 21 de marzo, alrededor de las nueve de la noche, un buzo descendió hasta la bodega con una lámpara de cien bujías. Momentos después la nitroglicerina estalló matando a 15 personas e hiriendo a otras nueve. 

Esta vez no hubo horror, sino indignación. Los vecinos intentaron asaltar el Gobierno Civil y las oficinas de la naviera Ybarra,  hastiados por la incompetencia de las autoridades, aturdidos todavía por el dolor de la primera explosión, endurecidos por las pérdidas humanas y materiales. La tensión acumulada durante meses cristalizó en una violencia espontánea que amenazó el puerto, germen de la desgracia, y cargó a pedradas contra la Guardia Civil, que disolvió la concentración con disparos al aire.

En vista de la situación las autoridades decidieron utilizar métodos expeditivos: evacuaron Santander y el día 30 de marzo de 1894 los restos del vapor Cabo Machichaco fueron desintegrados con varias cargas explosivas detonadas desde un buque de la Armada, el Cóndor. Los ciudadanos contemplaron la explosión desde las alturas cercanas. Cuando la columna de espuma se alzó sobre el agua muchos evocaron el 3 de noviembre y se tentaron la ropa, primero con recelo y después con alivio. En el silencio posterior a la detonación, cauto como una flor que se abre, comenzó a sanar la ciudad.

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[La cronología de los acontecimientos, los nombres de los personajes y los hechos narrados en esta historia novelada son reales y el autor recrea las conversaciones y los detalles en este reportaje especial por el 130 aniversario de la explosión del vapor 'Cabo Machichaco' en Santander].