Antes de desenfundar las manos y sacar el cuaderno, Agustín Aguirre Gómez ya ha dicho tres o cuatro veces que los oficios “se van a la mierda”. Su taller de Valle de Cabuérniga aún custodia el frío de la madrugada, aunque él asegura que esta humedad que palpita en todo el cuerpo no es tan exagerada. Luego va proclamando, sin pausa y con orgullo, que nació en Caranceja hace 57 años, que a los 14 años subía bombonas de butano por edificios de cuatro plantas en Cabezón de la Sal, que a la salida del colegio pintaba portillas y aprendía a soldar en un taller, que se casó en el ochenta y tantos y que poco después empezó a trabajar como herrero en el mismo local que la noche ha aterido. “Lo principal para que esto no se vaya a la mierda”, resuelve, “es que nos ayuden para meter a un chaval. Lo segundo es que la gente no quiere trabajar. Así de claro”.
—O quieren que haya trabajos más cómodos…
—Sí, pero no va a haber una oficina para todos: lo llevo diciendo toda una vida.
Hay una novela, Toda una vida, en la que el protagonista le pide al patrón, en un valle de inviernos descarnados, trabajar más. Son los mismos valores que Agustín exhibe, desde sus primeras palabras, en este bonito valle cortado por el río Saja: sentencias que brotan de un hombre que dejó la escuela a los 15 años, ejerció mil labores y comenzó a absorber las enseñanzas de su suegro. Pero en la narración de Robert Seethaler también hay un momento en el que un viejo leñador muere en el campamento, y esa experiencia –esa parábola– traída a los pies del collado de La Canalona sacudió a Agustín.
José Manuel González Díaz se jubiló, pero muy pronto añoró la herrería y cambió la nueva pensión por la vieja fragua. En este ecosistema de hierros retorcidos y virutas, pasó cinco años más; hasta que, caminando por la misma cuesta por la que sube un vecino, ruge un tractor y baja un camión, le asaltó un fuerte dolor en el pecho. Lo llevaron al médico, cayó en coma y murió al cabo de dos meses. Por eso, el yerno de ojos de llama azul, buzo y delantal manchados, además de aprender todo de su mentor –trabajo, oficio, esfuerzo–, también supo que debía de retirarse a tiempo a pesar de que los oficios se vayan a la mierda. Él no tiene hijos y nadie heredará el taller. “Cuando tenga la edad, cierro”, vuelve a sentenciar: “Con todo el dolor de mi corazón. Me he quedado decepcionado con lo de mi suegro”. Aunque pasan unos segundos, medita, le deben de remorder las palabras y las suaviza: “Y que se cansa uno”.
Agustín trabaja diez horas diarias de lunes a viernes. Es un trabajo bonito y variado, dice, y eso es lo que le mantiene animado haciendo una puerta hoy, colocando un balcón mañana y soldando una portilla corredera al día siguiente. También presume de constancia y de haberse labrado su porvenir, aunque no esquiva las facilidades de haber caído en un taller ya montado. Su aprendizaje, sin embargo, fue salvaje: su suegro le compraba el material y le señalaba el precio que cobraría por el producto. De su maña y rapidez dependía la ganancia del mismo modo que ahora sus convicciones –“A mí nadie me ha regalado nada”– dependen de su biografía.
Eran otros tiempos.
Pero eran sus tiempos.
Un ecosistema de hierros y virutas
Las paredes de la fragua de Valle están envueltas en metales que en verano absorben el calor y en invierno, el frío: su interior es un clima de extremos. En las estanterías y paredes de la herrería se amontonan barras de acero, herramientas, chapas, barrotes de hierro, telarañas, lijas o botes de pintura. Agustín dice que le gustaría tenerlo más ordenado, pero el día tiene sus horas y él no abarca más. Este trabajo, además, es muy sucio: quién fuera carpintero y solo tuviera que barrer serrín. Su voz aguda esquiva las voces de Lola Flores, Palito Ortega, Juan Manuel Punzano o Natalia Jiménez que desfilan por la radio local. Pero la música ni parece incordiarle ni siquiera existir pese a la perenne compañía a un hombre que, rumiando su soledad, despacha trabajos para ayuntamientos, el servicio de montes y vecinos de Ucieda, Bárcena Mayor, Carmona o Tudanca.
La puerta de hierro y chapa que hoy ocupa el centro del taller, por ejemplo, es un encargo de una mujer de San Sebastián de Garabandal que no conocía. Con ella, como con todos los clientes, ha procedido siguiendo su “sistema”: el precio justo. “El noventa por ciento de los trabajos en Cabuérniga los hago sin presupuesto”, asegura Agustín, que vuelve a lanzar su enésima sentencia: “Saben que no voy a robar y cobro lo que vale. No quiero tirar para arriba”. Esa vieja ética es su brújula: confía en mí.
En sus casi cuatro décadas de oficio ha soldado demasiados hierros, le han operado de dos hernias discales, ha trabado amistad con los vecinos del pueblo y ha sorteado los motes. Su suegro pertenecía a la estirpe de los corvatos debido a su nariz alargada y curva. Un cuervo disecado honra ese alias en una estantería del taller, al igual que la placa tallada en piedra que le regaló un vecino cuando murió José Manuel y que Agustín injertó en el frontispicio del edificio.
En sus casi cuatro décadas de oficio ha soldado demasiados hierros, le han operado de dos hernias discales, ha trabado amistad con los vecinos del pueblo y ha sorteado los motes
A pesar de que es uno de los tres herreros del valle, el último antes de que la carretera comarcal se pierda hacia el puerto de Palombera, Agustín no da abasto con los encargos. “Yo tengo trabajo para siete personas, ¿eh? No es ninguna broma”, dice mientras manosea el montón de hojas sueltas con anotaciones, alzados, números y colores. “Aquí hay trabajo de un año sin coger más”, asegura. Hay veces que le confían portillas con alguna instrucción, aunque la inmensa mayoría de ocasiones las elabora “de cabeza”, siguiendo escuetas indicaciones, fotografías o ciertos caprichos de la imaginación. La pregunta es si los clientes están conformes cuando su creatividad se echa al monte. Él dice que sí: “Les encanta”.
En un rincón guarda un voluminoso libro de diseños por el que pagó 50.000 pesetas, pero “explayarse” en tres o cuatro metros de cancela (y pagar cinco o seis mil euros…) no está al alcance de todos los bolsillos. Así, entre disertaciones sobre confianza mutua, el polvo y la celebración de la tradición, el herrero pasa esta mañana con guiños al pasado: cuando los oficios aún eran muy nobles, cuando dejó la escuela y supo lo que debía de hacer —trabajar— sin recibir órdenes, cuando su propio sistema no era la excepción.
Los vecinos de Valle de Cabuérniga siempre han tratado con aprecio a este forastero nacido en la misma cuenca pero treinta kilómetros río abajo, así que él no ha dejado de ejercitar la rutina que imponen estas calles desiertas y un primitivo gremio al que ya pertenecía el hijo de Sila y Lamec, personajes del Génesis. En esta vida arropada por montes y el aullido de los lobos que se pueden escuchar “cualquier noche del año”, él se encuentra en paz. “En la ciudad no podría vivir”, dice, “y en un piso menos”. Pero las cosas han cambiado y él ha aprendido de esas mismas cosas y del tiempo.
Una buena parte de los trabajos que su suegro hacía en la fragua él la realiza ahora con una mole roja. La máquina tuerce espesas pletinas de acero con una facilidad deslumbrante sin necesidad de emitir humos ni ruido. Agustín trepa por unas escaleras y va lanzando al suelo argollas, rizos y piñas hechas por la torsionadora cuyos golpes secos se apagan al instante. Las piezas recostadas sobre el hormigón transmiten cierto desdén. Hay un amor que se sigue cuidando al calor del fuego.
Y ahí no llega la moderna tecnología.
La guarida del herrero
Al fondo de la atiborrada herrería hay una puerta de madera medio abatida que lleva a un oscuro habitáculo. La guarida parece la fragua de Vulcano, el dios romano del fuego, aunque en lugar de labrar rayos para Júpiter, Agustín elabora piezas que la máquina, en frío, es incapaz de formar. En el pequeño fragmento que contiene la fragua se inició en el oficio un joven que casi se deja la vida en Melilla y que, al regresar del servicio militar, supo que éste era su lugar en el mundo. Sus primeros trabajos los hizo encajando caballetes y calces entre la sierra de madera, colocada en un extremo, y la soldadora que una vez le sacudió sus 380 voltios.
Junto a la chimenea y el montoncito de carbón, hay un sinfín de herramientas e instrumentos de hasta 200 años: terciadoras, tenazas o un acial para agarrar del labio a las mulas; de la pared anexa cuelgan moldes de letras pequeñas y letras de hierro para marcar animales, como la TN (Terán) que sujeta en las manos. Esas imposibles filigranas no pueden salir de la máquina. “Por eso hay todavía mil cosas que hago en la fragua”, se excusa. Agustín empieza entonces a mostrar moldes para hacer los dibujos de las macollas, un cazo para fundir plomo o los utensilios salidos de este fuego, como la hebilla para los collares de las vacas o la rueda que medía las llantas de acero para los carros. Luego prende el fuego, enciende el motor del ventilador y el montoncito de carbón comienza a chisporrotear con fuerza. Un sonido penetrante, como el zumbido de un tren surcando un largo túnel, inunda toda la fragua. A continuación, después de templarse las manos, introduce una varilla de hierro en las llamas hasta que enrojece. Después, posa el extremo de la pieza en el yunque y empieza a dar martillazos hasta rizarla.
La fragua se llegó a utilizar, en otro tiempo, para hacer todas las piezas, pero los métodos industriales, insiste Agustín, han abaratado el proceso y empeorado la calidad de los productos. De hecho, el taller contaba con dos fraguas, aunque del fogón que ocupaba un rincón solo queda un rastro de chimenea y costra negra. “Un cortafrío cuesta ocho o diez euros”, expone el herrero, “pero si yo cojo un puntero, lo estiro en la fragua –luz, carbón, tiempo– lo arreglo, lo afilo y le doy el temple, ¿cuánto cobro? Por eso estos oficios se van todos a la mierda, y es una pena”.
—¿Por qué crees que es una pena?
—Porque no sabemos lo que va a venir, esto no pinta muy bien, y yo creo que estos oficios no deberían de perderse porque igual hay que volver a tirar de ellos.
Él trata de poner de su parte, y el molde de metal para reparar hachas da cuenta de su afán por el eterno uso de viejas herramientas en tiempos de usar y tirar: “Lo que pasa es que habrá que valorar lo que vale el hacha y ver el tiempo que te va a llevar arreglarlo”. Reparar el ojo de la herramienta es sencillo, pero fraguar un hacha entero es un trabajo excesivo, explica Agustín al tiempo que vuelve a avivar un fuego que le ilumina la cara, regresa el silbido del tren y calienta, claro, un hacha. Tras unos minutos envuelto en llamas, advierte de los colores azulados que tomará el hierro y cómo irán subiendo los diferentes tonos desde el filo. Agustín saca el trozo de metal, lo muestra y lo introduce en un cubo de agua tibia para templarlo. Si no se hace bien ese proceso, asegura, es fácil que se quiebre o salten esquirlas. Son otros códigos y él habla el idioma de siempre.
Tras unos minutos envuelto en llamas, advierte de los colores azulados que tomará el hierro y cómo irán subiendo los diferentes tonos desde el filo
Por eso Agustín sigue trabajando con el fuego y el martillo. “Como lo antiguo ya no lo vuelven a hacer”, responde al interesarme por la calidad de los productos industriales: “Le pegas un golpe a un cortafríos templado a láser y lo cascas”. Él asegura de nuevo que no tiene estudios, una limitación a la hora de hacer trabajos que requieren ciertos cálculos. A mí, sin embargo, me parece que su maestría con el martillo y el yunque unida a sus explicaciones es más propia de quien maneja conocimientos profundos de la materia que de alguien que continuamente dice que no ha estudiado. Pero ese orgullo de herrero hecho a sí mismo, ablandado por la dificultad a la hora ajustar peldaños y escaleras, regresa cuando la fragua ya ha calentado el ambiente: “La gente quiere un chaval de 20 años con mucha experiencia, y eso no lo hay: si trabajas no estudias, si estudias no trabajas. Para tener experiencia hay que estar aquí, pues esto no se aprende en un día”. Lo dice junto al enésimo “yo no he estudiado nada” en la boca y la soltura de quien conoce las cosas por la íntima experiencia.
La punta de hierro es tan luminosa que le pregunto a cuántos grados se vuelve de ese color cereza:
—A muchos.
Y le vuelvo a preguntar, con la ingenuidad del profano, si el hierro sigue siendo buen material:
—Bueno… Toda la vida ha estado ahí, y ahí sigue.
Son las respuestas sencillas del herrero. En un momento, cuando el tiempo ha acabado de disolver la distancia entre dos desconocidos, le digo que quiero examinar las manos de un herrero. Él las extiende, duras y ajadas, con solo nueve dedos. Agustín perdió el dedo meñique antes de regresar de Melilla, mucho antes de empezar a forjar hierro y labrar sus sólidos valores y conocer al hombre que le enseñó el oficio. Cuando un carro cargado de nabos le aplastó la mano izquierda aún no se había decepcionado (¿con la vida?) tras la muerte de su suegro, que después de doce horas en el taller trabajaba otras tantas haciendo sólidos aperos de campo. Aunque eso también es propio del pasado. “No nos olvidemos de lo antiguo”, advierte su yerno, “porque algún día, si no, alguno todavía se acuerda”. Él, por si acaso, lo repite a cada instante.