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Sobre este blog

Amberes es una revista digital volcada en la divulgación de contenidos culturales y con un especial interés en los nombres y eventos de la escena santanderina.

Emulando la vocación comercial de la ciudad que le da nombre, nuestra revista aspira a transformarse en un polo de intercambio no ya de bienes tangibles, sino de una serie infinita de ideas cuyo anclaje se encuentra en las manifestaciones culturales más dispares. Nuestro propósito es acercarnos a éstas sin miedo para mediar entre ellas y nuestros lectores.

Curiosidades de la Alquimia

'El Alquimista', de David Teniers el Joven |

Ester Pablos

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«Nuestra sociedad ha llegado a un momento en que ya no adora al becerro de oro,

 sino al oro del becerro».

Antonio Gala

¿Era una ciencia? ¿Una filosofía? ¿Un arte? ¿Una estafa? La palabra «alquimia» ha encendido durante años la imaginación y las pasiones —no solo intelectuales, sino también terrenales— de aquellos que deseaban dejar su huella en la historia. No obstante, solo un reducido grupo de iniciados ha traspasado la frontera de lo imposible.

El anhelado descubrimiento del elixir de la vida eterna y la transmutación de metales viles en oro, han sido los objetivos principales de esta técnica antigua, que muy pocos han llegado a conocer en profundidad. Y todavía son más escasos los testimonios que han dejado constancia de la existencia de estas personas, consideradas en pleno siglo XXI como personajes semi-legendarios.

La palabra al-khimia, procede del árabe y esta a su vez, del griego chemia, cuyo significado hace referencia a «la mezcla de líquidos».

La alquimia es la madre de la mayoría de las ciencias modernas. Esta proto-ciencia filosófica alcanzó gran popularidad en las civilizaciones más famosas. Se cree que nació en torno al siglo IV a.C. aunque otros teóricos sostienen que su origen es mucho más antiguo y que empezó con las prácticas mágicas y religiosas presentes en Mesopotamia, quizás durante el apogeo del Imperio Caldeo, y que después su uso se extendió por distintas regiones orientales, desde Asia hasta Egipto y Grecia. La escisión de la alquimia en las ramas de conocimiento científico de las que nos servimos hoy en día se produjo a partir del siglo XVIII. La química, la física, la medicina y la metalurgia han sido las ganadoras indiscutibles de esta pugna entre lo divino y lo material, que se ha saldado con innumerables bajas. La principal ha sido la pérdida de interés por la filosofía que estaba detrás de ella, el llamado «saber hermético», que ya había sido mermado y adulterado con el paso de los siglos y que quedó relegado a un segundo plano, como una excentricidad propia de sectas y sociedades secretas dotadas de tintes místicos.  

La filosofía en la que se basó la alquimia se nutrió de distintas religiones y culturas, en especial de la egipcia y la griega, y a partir del medievo, de la cábala judía y de los textos árabes, por lo que es imposible resumir sus conceptos y sus símbolos principales en unas pocas páginas. La destrucción de la biblioteca de Alejandría tuvo un impacto devastador en lo tocante a estas prácticas, pero no todo se perdió entre las llamas. Por fortuna, no era la única biblioteca del mundo antiguo, ni el único medio de transmisión de la información.

De modo que, en líneas muy generales, se puede decir que fue el dios egipcio Thot quien inventó la alquimia. El célebre libro de Thot, o sus cuarenta y dos Libros del Saber eran un recipiente literario que contenía una inmensa sabiduría mágica y alquímica, y estas obras pronto se hicieron un hueco en el Top Ten de los objetos más buscados por todos los magos del mundo. Pero el conocimiento de los dioses, como bien decían los egipcios, no debía caer en manos humanas, y las obras originales se perdieron. La leyenda y el surgimiento de presuntos fragmentos recuperados de estos libros, se mezclaron con otros conocimientos sobre la materia y fueron reutilizados por los sabios griegos, que fusionaron a Thot con Hermes, y crearon a un dios llamado «Thot-Hermes» el tres veces grande, o trimegisto.

La información estaba codificada desde sus inicios, y aquellos que lograban descifrar los textos, hacían lo mismo con sus nuevos descubrimientos. Ejemplos como el del Manuscrito Voynich, con el que los expertos todavía se abren la cabeza, ponen de manifiesto el nivel de perfección al que llegaron. El secretismo se intensificó tras las prohibiciones del cristianismo y el desconocimiento existente se unió a la falta de documentación clásica, lo que convirtió una situación ya de por sí complicada en un infierno intelectual. Sin embargo, los intereses económicos, o la búsqueda de la gloria, siempre han constituido un aliciente para el común de los mortales y, dicho sea de paso, también para mortales poco comunes. De manera que los alquimistas se zambulleron en complejas indagaciones y se sirvieron de todo su ingenio para lograr los resultados deseados, no solo por ellos mismos, sino también por orden de otros. Los reyes sentían tanto interés por la inmortalidad o la obtención de oro como cualquier persona de a pie y financiaron investigaciones de esta clase en muchas ocasiones, con resultados bastante desastrosos. Los estafadores vieron aquí un nicho de negocio muy rentable y contribuyeron a desvirtuar la figura de los alquimistas con sus engaños, algo que Quevedo señaló en una de sus sátiras con maravillosa ironía; pero no todos eran unos sinvergüenzas oportunistas o unos embaucadores empedernidos.

Existieron algunos individuos que de verdad deseaban dedicarse en cuerpo y alma a la alquimia y que eran el equivalente a nuestros científicos de ahora. Hombres y mujeres inteligentes con aptitudes excepcionales, que no se rendían ante un margen limitado de probabilidades de éxito y que no temían las habladurías de sus vecinos.

Algunos alquimistas famosos fueron Robert de Chester, Roger Bacon, María la Judía, Isabella Cortese, George Ripley, Thomas Norton, Thomas Charnock, Marie Meurdrac, Isaac el Holandés. Quercetanus Gerber, Alberto Magno, Ramon Lull, María Sánchez de la Rosa, Bernardo Trevisano, Pico della Mirandola, Jhon Dee, el conde de Cagliostro, el conde de Saint Germain, Paracelso, y el más famoso de todos: Nicolás Flamel, aunque existen sospechas de que su esposa Perenelle le ayudó a llevar a cabo sus experimentos o la decodificación de los textos. También hubo otras mujeres que sin ser «alquimistas» en el sentido estricto, realizaban actividades parecidas, pero consideradas secundarias, como la fabricación de perfumes y cosméticos.

Las anécdotas que se cuentan de algunos de estos personajes son dignas de ser tenidas en cuenta. No obstante, por falta de espacio, solo remitiré algunas de ellas.

El primero de la lista es el incombustible Bernardo Trevisano. Este hombre de principios del siglo XV era perseverante hasta el extremo, y a pesar de las constantes decepciones, la falta de apoyos y los sonados fracasos, se empeñó en proseguir con sus investigaciones. Posiblemente tuvo que hacer frente a la frase que todos los padres del mundo repiten como un mantra: «Hijo, quizá deberías dedicarte a otra cosa, porque esto no es lo tuyo». Pero Trevisano se negó a cambiar de parecer, y poco le importó que su familia lo tomara por un demente o se sintiera avergonzada por su comportamiento. También fue engañado, y dedicó casi veinte años a un proceso fallido propuesto por un estafador. No fue hasta los setenta y seis años que logró su objetivo, y aunque no consiguió la inmortalidad propiamente dicha, parece que quedó muy satisfecho con sus logros finales.

Otra persona que no tuvo tanta suerte fue María Sánchez de la Rosa, hechicera famosa por la popularidad de sus cosméticos, que acabó siendo procesada por la Inquisición, posiblemente debido a la denuncia de alguna competidora envidiosa. Su laboratorio estaba maravillosamente bien equipado, lo que no es moco de pavo para la época.

Ramon Llull y Paracelso también alcanzaron una fama más que merecida. De hecho, de Paracelso se cuenta que no solo era un gran médico, sino que también consiguió transmutar el plomo en oro, pero las vidas de estos hombres y sus incursiones en distintos campos fueron tan prolíficas que es imposible referirlas en este artículo.

En cuanto a Nicolás Flamel, hay que reconocer que su popularidad ha trascendido los círculos intelectuales gracias a la literatura y a la filmografía. Muchos han oído hablar de su álter ego gracias a las sagas de Harry Potter o Animales Fantásticos y Dónde Encontrarlos, entre otras obras que no han llegado a convertirse en un fenómeno de masas.

El Nicolás real vivió en el siglo XIV, y se ganaba la vida como copista o escribano. Debido a su trabajo, se encontraba en una posición privilegiada en lo tocante a la obtención de manuscritos, y un día consiguió, por un importe irrisorio, el libro de Abraham el Judío.

Según la obra atribuida al alquimista, El libro de las figuras jeroglíficas, dicho manuscrito comenzaba así: «Abraham el Judío, príncipe, sacerdote, levita, astrólogo y filósofo, a la nación judía, dispersa por la ira de Dios entre los galos, envía salud». Este prólogo habla por sí solo. La población judía que se había exiliado a la Galia creció a partir del siglo XI y se sabe de la existencia de una red de comercio internacional. Las expulsiones de los judíos franceses tuvieron lugar en torno a la época en la que vivió Flamel, y muchas de sus pertenencias fueron expropiadas y vendidas al mejor postor. Nicolás describe los dibujos que adornaban las páginas del ejemplar (todas relacionadas con el saber hermético), habla de la distribución de la información, y los distintos idiomas en los que estaba escrito, que iban desde el latín al griego (posiblemente griego bizantino).

Por desgracia, Flamel no entendía buena parte de los contenidos, por lo que pronto fue en busca de ayuda para descifrarlo. Su viaje lo llevó a León, donde conoció al maestro Canches, que era rabino y médico, y juntos realizaron grandes avances, aunque para colmo de males, el anciano maestro falleció cuando viajaban de regreso a París. A partir de entonces Nicolás y su esposa retomaron el trabajo por su cuenta, y la leyenda sugiere que después de veinte años de estudio, consiguieron fabricar la piedra filosofal, con la que lograron la transmutación de metales viles en oro, (oro con el que sufragaron obras públicas y se ganaron el aprecio de sus vecinos). De todos es sabido que no hay nada mejor que un soborno para evitar rifirrafes con la gente poderosa. El propio Carlos VI les pidió que contribuyeran al erario y estos, como buenos ciudadanos, obedecieron. Pero la historia no acabó aquí. También se dice que obtuvieron el elixir de la vida eterna. El descubrimiento de sus tumbas, ambas vacías, reforzó la teoría de que, efectivamente, habían logrado su propósito. Los escépticos sostienen que alguien robó sus cuerpos, algo bastante común en aquellos tiempos, pero el golpe de impacto que esto supuso para sus seguidores fue más que evidente. También circulaban rumores de que habían dibujado la fórmula encriptada mediante jeroglíficos en un arco del cementerio de San Inocencio, pero todo indica que no fue más que un bulo, ya que nadie la ha encontrado aún, y no parece un comportamiento propio de un alquimista serio.

Por lo que ya he referido con anterioridad, está claro que no eran aficionados a mostrar abiertamente el contenido de sus investigaciones. De hecho, existe la posibilidad de que, fieles a sus predecesores, «nos la metieran doblada», y ni la piedra filosofal sea una piedra, ni el elixir de la vida eterna, un elixir o un espagírico que permita conseguir la inmortalidad de forma física. Dicho de otra forma, sus descubrimientos podrían tener más de filosóficos, simbólicos o espirituales que de creaciones materiales, y tanto los profanos como los charlatanes se los tomaron al pie de la letra. La piedra filosofal es considerada, desde el punto de vista metafísico, como una representación de la iluminación del alma y existen referencias similares entre budistas e hindúes. A esta interpretación habría que añadir las vertientes astrológica, artística y natural que dotan de significados diversos a las piedras en general, como elementos de belleza y perfección divinas que encierran en

su interior los secretos de la vida y la muerte. Pues no olvidemos que las piedras pertenecen a las profundidades, y por extensión, a los dominios de Hades. Los misterios Órficos, con sus influencias orientales y egipcias, estaban relacionados a su vez con la inmortalidad del alma y la búsqueda de la sabiduría, y tuvieron cierto protagonismo en la doctrina hermética, lo que puede haber generado importantes confusiones.

 En la actualidad, sin embargo, el materialismo domina nuestras vidas, y gracias a los avances tecnológicos, los científicos han conseguido crear oro de forma artificial sirviéndose de la energía nuclear, pero es un proceso tan costoso que no resulta rentable.

La ingeniería genética, por otro lado, nos acerca cada vez más la inmortalidad. Ya no es una mera fantasía inalcanzable; muchos creen que, si se modifica el ADN mitocondrial, o los factores genéticos por los cuáles envejecemos, este sueño dejará de ser una quimera.

Las implicaciones de estos descubrimientos ponen sobre la mesa nuevas preguntas que los alquimistas de tiempos remotos jamás llegaron a plantearse.

La duda ya no es si podemos hacerlo, sino si debemos hacerlo. Lo que no se puede negar, es que se trataría de la estupidez o el error más espectacular de la historia. Y como dijo Goethe, «contra la estupidez, hasta los dioses luchan en vano».

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