“Pueblos, cuyos rugidos han hecho temblar tantas veces a vuestros amos, ¿a qué esperáis? ¿Para qué momento reserváis los adoquines que pavimentan vuestras calles. Arrancadlos”
Denis Diderot
Cincuenta años después, la interpretación del legado de mayo del 68 continúa siendo un campo de batalla tan apasionado como lo fueron en su día los propios acontecimientos. En este aniversario tan redondo, cuando ya disponemos de un conocimiento minucioso de casi todos los datos, la gran mayoría de los veredictos sobre lo sucedido en aquella lejana primavera constituyen ejercicios de sensatez política que conminan a repudiar la violencia y a pasar página. Los más pragmáticos han considerado su fracaso como la medida de su impotencia. Otros han leído aquél mayo como un pecado de juventud, un afán de ruptura propio de la edad de la insolencia. En favor de su opinión han invocado la trayectoria posterior de las figuras más mediáticas del movimiento; por ejemplo, la de Alain Geismar, integrado en los círculos de poder socialistas e inspector general de educación, nada menos. O la del autoproclamado “libertario liberal” Cohn Bendit, atornillado al parlamento europeo durante más de veinte años en calidad de eurodiputado “verde”, y firme valedor de “las soluciones innovadoras que dinamicen el mercado” impuestas por el señor Macron. “Ahí los tiene usted”, como decía el señor Fraga.
Algo parecido viene a decir el señor Mario Vargas Llosa, para quien todo aquél inútil alboroto no pasó de una “revolución de los niños bien, la flor y nata de las clases burguesas y privilegiadas de Francia”, protagonistas de un “divertido carnaval” que “dio legitimidad y glamour a la idea de que toda autoridad es sospechosa, perniciosa y deleznable y que el ideal libertario más noble es deconocerla, negarla y destruirla”. La visión del antiguo comunista peruano coincidía a pies juntillas con los postulados de l’Humanité, publicación del Partido comunista francés, donde se escarnecía a “los revolucionarios hijos de papá que tras la revuelta irán a las empresas de sus padres para explotar a los obreros”. La lectura de Bertolucci en “Los soñadores” es muy similar: bajo los adoquines la juerga.
Sin embargo, la tesis del “divertido carnaval” deja muchos cabos sueltos; por ejemplo, no explica el espíritu que animaba la abnegación y el heroísmo de los estudiantes y los trabajadores que se jugaron el pellejo en las barricadas frente a los temibles CRS en combates desiguales que arrojaron un escalofriante balance de heridos (algunos graves, sin olvidarnos de los muertos), ni da cuenta de los casos de suicidio registrados en los años posteriores o la caída en la delincuencia (la ilegal, se entiende) de algunos de sus protagonistas.
Encaramados en las cumbres del poder tecnoburocráctico, los más duros defensores de la tesis del “divertido carnaval” han apelado a la cólera revanchista, fustigando su memoria como se patea a un perro muerto. Para el señor Roger Kimball lo mejor del 68 fue, sin duda, que se acabó: “fue un ”desastre social, moral, político e intelectual“. Por su parte, otro feroz resentido, Don José María Aznar, declaró que aquél mayo presenció una ”explosión de irresponsabilidad“, una ”tragicomedia“ que dio carta de naturaleza a la creencia de que ”se haga lo que se haga, nada tendrá consecuencias“.
En Francia, el ex primer ministro Alain Juppé no se anduvo con rodeos: “hay que terminar con el espíritu del 68. Se prohíbe prohibir”. Y el señor Sarkozy dejó bien claro que uno de los objetivos de su programa educactivo era perfilar una escuela libre de la herencia del 68, “un cáncer moral” que había “difuminado las fronteras entre lo bueno y lo malo, entre lo cierto y lo falso, entre lo bello y lo feo”. Después estaba el señor Jean-Marie Le Pen, que en un alarde de originalidad atribuyó la revuelta a una “élite judía de estudiantes”.
Ciertamente, algunos detractores de mayo del 68 no han cargado tanto las tintas. El señor Luc Ferry, filósofo (¿?) y ex minisitro de educación francés, manifestó que no todo fue tan malo, ya que, entre otras cosas, gracias a aquella primavera parisina hoy gozamos de una mayor “democracia en las empresas gracias a los sindicatos” (¿?). Y avanza la sorprendente conclusión de que quienes tomaron las calles en mayo fueron “instrumentos del desarrollo del capitalismo moderno”. En síntesis, esta curiosa teoría sugiere que mayo del 68 sirvió de revulsivo para la transformación estructural del sistema, al azuzar una modernización neoliberal que soltó amarras con el rígido capitalismo de De Gaulle. En su auxilio, los defensores de esta intepretación nos recuerdan que los que aquél mayo levantaban barricadas se han convertido en los promotores del “anarcocapitalismo” encarnado por Macron.
Es precisamente al actual inquilino del Elíseo al que le ha tocado bailar con la más fea al tener que organizar una efeméride que le provoca un evidente fastidio. No ha disimulado su contrariedad, pero ha hecho de tripas corazón y ha salvado la papeleta como buenamente ha podido. Eso sí, se ha apresurado a recordar que “la democracia no es la calle”; bien sûr, monsieur le président, faltaría más.
Todos estos juicios no nos llevan muy lejos. Centrar la atención del fenómeno en las algaradas callejeras y el destino de sus protagonistas ofrece un paisaje demasiado desenfocado. Lo cierto es que, lejos de constituir un motín de subsistencia, una revuelta desatada por injusticias flagrantes o una verbena nihilista, mayo de 68 se enmarca en un contexto social completamente desconcertante. En el arranque del año, De Gaulle se dirigía a una nación condenada al bienestar augurando un horizonte de paz social y prosperidad: “¿Qué será 1968? El porvenir no pertenece a los hombres y yo no lo predigo. Sin embargo, tal y como se presentan las cosas, encaro la existencia de nuestro país en los próximos doce meses con verdadera confianza […]. No parece caber la posibilidad de que nos encontremos paralizados por crisis similares a las que nos han hecho sufrir tanto en otros tiempos. Al contrario, con el ardor de la renovación abriéndose camino, y sus promotores, sobre todo los jóvenes, se puede esperar…”.
¿Se podía equivocar más De Gaulle?¿Por qué en plena euforia del capitalismo de consumo, que acabó en 1973 con la crisis del petróleo, estallaba una rebelión tan virulenta?¿Era la Francia de finales de los sesenta una sociedad en descomposición? ¿Quién podía sospechar que en un país que se refocilaba en la abundacia material derivada de los “gloriosos 30” se gestaba una ira popular tan explosiva? ¿Pero una ira contra qué, contra quienes?
En su conjunto, la mayoría de las causas aducidas: la oposición al imperialismo, el clamor mundial provocado por el asesinato del implacable doctrinario sin escrúpulos que fue el Che Guevara, el rechazo de la agresión americana a Vietnam o los efectos de la contracultura nos dejan a oscuras sobre lo acontecido en París. Y, desde luego, la exigencia de los alumnos de Nanterre a tener acceso a los pabellones de sus compañeras constituye un episodio demasiado insignificante como para atribuirle el papel de detonante de un movimiento que hizo perder pie a los gerifaltes de la República.
En lo substancial, se ha tratado de distorsionar un fenómeno de un calado y una radicalidad incomprensibles para los amantes del orden. ¿O sería más correcto afirmar que lo entendían demasiado bien? Por sus declaraciones y sus actos podemos concluir que los representantes de la Francia oficial supieron enseguida de qué iba todo aquello. Los que más tienen que perder suelen ver más claro. Mientras la elite se apresuraba a enviar su dinero a Suiza, el general De Gaulle, que también exilió sus cuentas bancarias, expresó mejor que nadie lo que estaba ocurriendo: “Se rebelan contra la autoridad del Estado..”. C’est tout; ciertamente, pero era inaceptable.
En realidad, aunque no fuese consciente de todas las implicaciones, De Gaulle acertó de pleno; el pueblo de París se rebeló contra el orden establecido, un orden que iba mucho más allá de las meras críticas al gobierno o la exigencia de reformas. Se trataba, como resumía una octavilla, de “una sed de libertad en todos los niveles de la existencia, un deseo profundo de rechazar la tartufería axfisiante y la tiranía mezquina de las instituciones esclerotizadas”.
Mayo del 68 fue una revuelta contra el poder, y los habitantes de París tuvieron el buen tino de identificar a sus enemigos a ambos lados de las barricadas. Si alguna lección tenían bien aprendida es que nunca, bajo ninguna circunstancia, se debían confiar las riendas del movimiento a partidos políticos o a grupos organizados. Sólo tuvieron que echar la vista atrás para comprender el destino de las revoluciones que eligen caudillos. El Partido Comunista francés siguió a rajatabla el protocolo de neutralización de procesos revolucionarios que no controlaba. En un primer momento, cuando George Marchais se refería a Cohn Bendit como ese “judío alemán”, se les dijo a los estudiantes que dejasen “la política para los mayores”. Después, mientras París ardía, l’Humanité parloteaba sobre la “reforma de los exámenes presentada por los profesores comunistas”. El 16 de mayo el Comité Ejecutivo del Partido Comunista Francés prevenía “a los trabajadores y a los estudiantes contra toda consigna aventurada”, es decir, que no emanase de los dirigentes comunistas, y Georges Séguy, secretario general de la CGT y miembro del comité central del Partido, recordaba que “una larga tradición nos incita a no sentir ningua complacencia hacia los elementos confusos y provocadores que denigran a la clase obrera […]. Estos elementos se dedican a vaciar de su contenido el sindicalismo estudiantil […] para gran satisfacción del poder y de los círculos reaccionarios”. Era en esos mismos círculos reaccionarios en los que militaba el señor Pompidou, con quien Séguy negoció mejoras salariales que a la postre se revelaron ilusorias y profundamente onerosas para los trabajadores. En todo caso, Séguy no se equivocaba en lo referente a la tradición comunista, una tradición que tuvo su gran exponente en Maurice Thorez, secretario general durante más de treinta años del PCF y ministro de función pública con De Gaulle, quien se jactaba de saber acabar con una huelga.
Con el PC haciendo aguas, sus desbordados dirigentes insistían en la tesis de los agitadores anti obreros. Sin embargo, la justicia poética de mayo del 68 nos regaló una escena impagable: el 27 de mayo, a primera hora de la mañana, Séguy fue abucheado por seis mil obreros de la Renault a los que llevaba la buena nueva de una pírrica subida salarial. La indignación de los trabajadores se tradujo en una lluvia de improperios y en burlas a su entreguismo y su mezquina mentalidad de burócrata.
El 29 de mayo el PCF y la CGT convocaban “a todos los obreros y a la población trabajadora a manifestarse masivamente en el país por las reivindicaciones de los trabajadores y para contribuir a un cambio político de progreso social y democracia”, lo que demuestra que seguían sin enterarse de que el movimiento de mayo era precisamente una impugnación contra el “progreso social y la democracia”. Coronando su bochorno, el PCF hizo saber que estaría dispuesto a entrar en un gobierno “como después de la liberación, bajo la dirección del General”.
Análogamente al PC, el Partido socialista intrigó para arañar su cuota de escaños en la esperable redistribución del poder que se orquestaría entre los bastidores del Estado. Según la visión del señor Mitterrand, gran amigo y protector de notables colaboracionistas con el régimen de Vichy, la única cuestión residía en saber cómo se formaría el gobierno provisional y en quién se alzaría con la presidencia de la República en la hora del refujo de la agitación callejera. Dispuesto a pescar en río revuelto y con la humildad que le caracterizaba anunció que él mismo estaba dispuesto a asumir ese sacrificio en un “Gobierno provisional de gestión”.
El resto de partidos también se aplicó en hacer valer sus intereses; el “radical socialista” Mendès France, sugirió un “gobierno del movimiento”; el señor Giscard d’Estaigne exigió “hombres de renovación”, y el demócrata cristiano Jean Lecanuet recurrió a la nomenclatura jacobina para sacarse de la manga un “gobierno de salvación nacional”.
Y mientras por las alturas se frotaban las manos pensando en el botín, ¿qué sucedía en la calle, en la universidad, en las fábricas? ¿Desde qué centro de poder se organizó la rebelión? ¿Quién dio la orden de levantar la primera barricada? ¿Figuraba desde el inicio entre los difusos objetivos del “Movimiento 22 de marzo” la demolición del capitalismo y del trabajo asalariado?
Detengámonos brevemente en algunos hechos esclarecedores a este respecto. El 7 de mayo aparece Action, órgano de expresión de la insurrección estudiantil, y en él se formula la pregunta crucial: “¿por qué luchamos?”. La respuesta trasparenta un malestar de fondo que va mucho más allá de simples reivindicaciones sectoriales: “La juventud, alumnos de liceos, universitarios u obreros, rechaza el porvenir que le ofrece la sociedad actual […]. Rechaza las universidades de hoy, que no es más que un instrumento de represión contra todas las ideas disconformes con los intereses de la clase dominante”.
Poco a poco, el germen de la protesta se propaga por capas de la sociedad aparentemente impermeables a las protestas populares. Un reportero de la RTL recogió este interesante testimonio a pie de calle:
“-Buenos días, señorita…. ¿Esta es su primera manifestación?
-No, no es la primera. Desde que esto empezó es la tercera. Es decir, empecé a manifestarme con mi marido el martes por la tarde; seguí el miércoles por la tarde, y por fin esta tarde.
-¿No era usted militante anteriormente?
-En absoluto. Siempre he estado contra este tipo de cosas… Pero creo que… cómo decirle…. Ha sucedido espontáneamente. Es una especie de reacción. Bruscamente, uno se siente implicado“.
Esta declaración encierra la explicación a la creciente vibración que se apoderó del pueblo de París: la posibilidad de “sentirse implicado”, de no delegar la acción política, de abandonar el papel de masa de maniobra, abrió de repente el arco de visión de todas las miserias de la vida cotidiana y estimuló el cuestionamiento de raíz del poder establecido, del trabajo asalariado y de las relaciones sociales.
En una fecha tan tardía como el 2 de junio, el Comité de Acción de la Sorbona elaboró un informe en el que proclamaba que la responsabilidad comenzaba en “la base, en el espacio cotidiano, en la vida cotidiana”. Y por si este contumaz antiparlamentarismo no hubiese quedado claro, cuando De Gaulle anunció nuevas elecciones los ocupantes del Censier redactaron un comunicado en el que se declaraba lo siguiente: “lo que rechazamos es la propia democracia parlamentaria […] seguir respetando esta legalidad es prestarse a toda suerte de maniobras […] Denunciar las elecciones, rechazarlas, es el primer paso”.
Estos escritos trasparentan una lucidez que no era fruto de la desesperación propia de esos momentos en los que la victoria se presenta muy incierta. Semanas antes, desde el mismo Centro Censier, otro texto había perfilado las líneas maestras del movimiento: “¡Trabajadores parisinos! Entre vuestros problemas y los nuestros hay semejanzas fundamentales. ¿Quién decide las normas y las cadencias? ¿Quién decide los objetivos y naturaleza de la producción? La ley es la misma en todas partes, solo nos piden que ejecutemos órdenes. Sindicatos y partidos de oposición nunca proponen nada fundamentalmente diferente. Siempre existe una minoría que decide en nuestro lugar, tanto en la producción como en la sociedad. ¡Hay que organizar la lucha desde la base!”.
Naturalmente, esta exigencia suponía sacar las cosas de quicio, impugnar aspectos de la organización social que jamás han figurado en ninguna agenda política. Para el sentido común político el “no reivindicamos nada, no pedimos nada, tomaremos, ocuparemos”, era, y continua siendo, la marca del extremismo de “incontrolados”, no un programa democrático de mínimos.
La celebración de la base no era en absoluto una extravagancia; sus implicaciones estremecían profundamente tanto el mundo del trabajo como el del Estado. Colocaba en el ojo del huracán a un sistema industrial que esclavizaba en nombre de la producción, que impedía a los trabajadores deliberar sobre qué producir y cómo. Los obreros se negaron a aceptar que el aumento del poder de compra redimiese del tormento de la vida de fábrica. El tiempo libre, colonizado por el consumo y el cebo de los pasatiempos para idiotas, no era una compensación. Ni menos horas ni mejoras salariales: una vida donde el trabajo fuese fuente de satisfacción, donde las tareas ingratas se hiciesen de forma colectiva y rotatoria, y donde la separación trabajo-tiempo libre fuese pulverizada fueron algunas imposiciones surgidas de los centros ocupados. De igual modo, los partidos políticos fueron puestos en solfa. Después de todo, ¿qué partido podrá jamás cuestionar la jerarquía en la toma de decisiones, el trabajo asalariado, el parlamento o el crecimiento económico sin hacerse el harakiri?
Si “todo partido exige creencia” (Valéry), estos no tenían ningún papel que jugar en un nuevo escenario político donde la creencia había sido substituida por el debate y el intercambio de ideas. Este escenario no se correspondía únicamente con una disposición mental. También la morfología física de la ciudad fue moldeada por el movimiento, que se reapropió del espacio público imponiendo el control ciudadano de la calle. Henry Lefebvre observó que mayo de 68 había retomado de la Comuna el concepto de ocupación del espacio como retorno de los obreros expulsados por Haussmann a la periferia de la capital. El 18 de marzo de 1871 el pueblo de París reconquistó por la fuerza el centro de la ciudad; casi un siglo después no sólo tomó la calle: también en las fábricas, en los barrios, en la organización de los transportes, se produjeron reivindicaciones en relación a la gestión colectiva del espacio. Sin duda, los lugares hacen los públicos (Goncourt).
Esta alteración radical de la normalidad creó un campo común de encuentro que suspendió la distribución jerárquica del espacio y extendió a todos los ciudadanos el concepto de politai, esto es, de sujetos políticos. La reconfiguración del espacio de la política supuso, además, un ensanchamiento de la isegoria, la potestad de los individuos de participar en el improvisado agora parisino. No se habla de tomar el poder, sino de rechazar la mediocridad de una vida enjaulada por la burocracia y canalizada hacia el consumo.
Sustentado en su propia fuerza, el movimiento de mayo no dibujó ningún proyecto en el horizonte; se construyó como un proceso autopropulsado. Fue haciéndose a sí mismo en la medida en que los individuos se integraban en la acción política; sin embargo, como en tantas ocasiones anteriormente, chocó con la barrera que supone la constitución de óganos de poder popular que regulen la vida política. Mayo del 68 alcanzó su techo al no poder superar el límite de la creación de estos nuevos centros de gobierno democrático.
A posteriori, no faltaron las previsibles críticas sobre la ausencia de un proyecto pilotado por una dirección revolucionaria. Desde el Partido comunista se acusó al movimiento de carecer de “capacidad para realizar este proyecto en términos de poder. Mayo-junio del 68 no fue una situación revolucionaria: aun si el gobierno vaciló, los de arriba mantuvieron el poder y los de abajo, aun si se movilizaron con fuerza, estuvieron lejos de imaginar arrancarlo y menos aún de reemplarlo por alguna otra cosa”. Pero, ¿reemplazarlo por qué? ¿Por un gobierno compuesto por burócratas de otro pelaje que el que ocupaba el Elíseo? ¿Qué cambio real supondría la substitución de un gobierno por otro, por muy revolucionario que fuese, en términos de reparto de poder, de perservación del esquema dominantes-dominados? ¿Un gobierno, el que sea, no implica siempre una brecha insalvable entre los de arriba y los de abajo?
Como Barcelona en 1936 o el París de 1871, mayo del 68 se inscribe en la línea de una tradición revolucionaria que no responde a ninguna necesidad histórica, pero que constituye un modelo de referencia y una inagotable cantera de enseñanzas para el presente. De la misma forma que Simone Weil habló de “la fuente griega” y Castoriadis se refirió a la Hungría del 56 como “la fuente húngara”, aquél mayo que hoy celebramos representa la “fuente parisina”, un momento de ruptura que tensó los resortes del poder hasta sus límites, aunque no consiguió destruirlos.
Las analogías de mayo del 68 con algunos movimientos posteriores, como el 15 M, sin resultar inadecuadas, son ciertamente muy limitadas. En el caso del 15 M, la ocupación ciudadana del espacio público consiguió poner nerviosos a los partidos políticos, incluidos aquellos que en un principio alentaron el movimiento esperando sacar tajada. Si en sus albores el mayo español fue la “alegría de lo inesperado” (García Calvo), con el tiempo las concentraciones populares dieron paso a un proceso de embridamiento institucional en el que la exigencia de “no ser tratados como mercancía por la banca y los políticos” se hizo inaudible. Aunque difusas, las pretensiones eran exorbitantes, como todas antes de que se conviertan en costumbre, y en esa hostilidad hacia lo establecido cifró el 15 M su capacidad de atracción. Lamentablemente, la tensión entre la tentación de la autonomía y la voluntad de ser guiados se resolvió a favor de la segunda. La acción directa dejó de dar forma a la indignación y pronto asomaron los pastores. El surgimiento de Podemos supuso el transito de la calle al parlamento, una ciénaga institucional irreformable en la que se han hundido hasta el cuello. La institucionalización del proceso es la prueba de su fracaso radical.
El discurso de la calle cedió ante la fascinación por la toma del poder, ganar las elecciones y el persistente espejismo de cambiar la sociedad desde arriba. Se habla de círculos, de bases, pero siempre encuadrados en una estructura de poder que asciende hasta una cúspide decididora, un esquema que preserva el abismo entre quienes deciden y quienes obedecen.
El 15 M se ha saldado, pues, con una estruendosa derrota; se clama contra la corrupción sin comprender que la corrupción no es una excrecencia del sistema, sino el sistema mismo. Las reformas y las “regeneraciones” democráticas, por muy radicales que sean, asumen el postulado de la validez del sistema, puesto que sólo se reforma aquello que se cree legítimo. Reformar es una de las formas menos dignas de colaboracionismo. Sin duda, Podemos es también fuente, pero es la “fuente de los engaños” de Baltasar Gracián, “donde el que una vez bebe, después todo lo traga y lo trueca”.
El 15 M no abrevó de aquella fuente parisina que nos mostró las trampas de las elecciones, las vanguardias, los líderes, los políticos, la intelligentsia. En este sentido, la gestación de un nuevo partido político llamado a regenerar la vida política ha supuesto un gran paso atrás que nos ha catapultado a una etapa anterior a mayo del 68.
Volviendo a París, cuando el 30 de mayo De Gaulle disolvió la Asamblea, la capital francesa fue tomada por la gente respetable; con el expoliador de arte camboyano André Malraux y el futuro primer ministro, y condenado por corrupción, Chirac a la cabeza, una gigantesca turba de bienpensantes se manifestó bajo el lema: “La única via aceptable, la de la democracia”, una democracia representada en los Champs Elisées por paracaidistas, ex combatientes, legionarios, patriotas e individuos de orden que cantaban la Marsellesa y aullaban: “¡Cohn Bendit a Dachau!”. Un mes más tarde, los gaullistas y los giscardistas copaban la mayoría de los escaños en juego y ganaban por aplastamiento las legislativas. El “divertido carnaval” había terminado.
El amargo final de la primavera parisina debería servirnos de aviso para esquivar las tentaciones que se presentan en esos raros y embriagadores momentos en los que la gente se junta para hacerse cargo de sus propios asuntos. Por un lado, es necesario comprender que fundar una autoridad desde la base no es lo mismo que consentir nuevos sacerdocios políticos. La raíz de toda acción política debe reposar sobre sobre el común, no sobre estructuras burocráticas de mando.
Por otro lado, Mayo del 68 nos invita a permanecer vigilantes en relación a los lugares comunes del lenguaje político y sus zonas de penumbra. Bastará con prestar atención a los discursos oficiales para darse cuenta de la mistificación que se oculta entre sus pliegues. Cuando regresó de Rumanía el 19 de mayo, De Gaulle agitó el anzuelo de las reformas: “Reforma sí, chienlit, no” (motin medieval). Poco después, recobrado el aliento, el general pasó al ataque: “¡Pues no! La República no abdicará, el pueblo se recobrará. El progreso, la independencia y la paz triunfarán, junto a la libertad…”. Al mismo tiempo, el PC reclamaba el retorno del suminstro de gasolina y sugería formar gobierno con un programa “de progreso social y de paz”. La cantinela es siempre la misma, pero funciona a las mil maravillas. En una época tan escasa de críticos esclarecidos la verdadera sabiduría política consiste en descifrar lo que reformas, progreso, independencia, paz y libertad significan en boca del poder.
Es probable que los protagonistas de mayo del 68 no fuesen conscientes de que existía un movimiento histórico que los respaldaba. Lo supiesen o no, abrevaron de la misma fuente que muchos otros hombres y mujeres que en el pasado intentaron imprimir una nueva orientación a sus vidas sin encomendarse a ningúna autoridad que no emanase del propio movimiento. Les bastó su intuición para desconfiar del orden jerárquico y la centralización. Identificaron las tretas de la sociedad industrial y cuestionaron sus recompensas, desafiaron al poder y mantuvieron el reto de la auto organización. ¿Permaneceremos indiferentes ante ese momento en el que, parafraseando a Kierkegaard, los hombres fueron capaces de mirar por encima de sí mismos y de la situación? ¿Nos desharemos de su legado como nos hemos desembarazado de la memoria de todos los momentos de ruptura que jalonan la historia de la emancipación humana?