«Hola a todos, me llamo Marco y, al igual que la mayoría de los que me estáis leyendo, pensaba que era feliz. Vivía en Roma con mi mejor amigo, tenía un trabajo con un sueldo decente, coche, amigos con los que salir y jugar a los videojuegos, chicas interesantes a las que conocer… Sabía que podía estar mucho peor, y me sentía afortunado.
Entonces algo pasó. Era sábado y estaba en un restaurante con cinco amigos, charlando de temas triviales. Llegó el camarero con la comida y cinco móviles se alzaron sobre la mesa. Clicks seguidos de minutos de silencio mientras editaban y colgaban sus fotos. ¿Has vivido alguno de esos momentos en los que sientes que sales de tu cuerpo? Es como si te vieras a ti mismo desde fuera. Y lo que vi casi me hizo reír: ahí estaba yo, con 32 años, sentado en una mesa llena de gente que en vez de saborear su comida le hacía fotos para que otros pudiesen ver las delicias que estaban disfrutando. Ni siquiera las habían probado aún.
Esa noche fumé, bebí, y repasé como un maniaco mi Instagram, mi Twitter, mi Facebook, mis mensajes, mis emails… Y no me reconocí. Sí, era un afortunado porque tenía calidad de vida, pero había normalizado cosas que no deberían estar ahí: ese vacío que me atacaba cuando estaba solo, ese no sentirme suficiente, esa necesidad constante de compararme a los demás a sabiendas de que me iba a sentir como un perdedor. Mi ocio se había convertido en venderme como un producto deseable, y sólo me sentía plenamente bien con esa energía que me recorría cada vez que recibía un “like”, una aprobación.
Sé que fui radical. Sé que hay maneras de mejorar las cosas poco a poco y día a día. Pero estaba demasiado asustado. Había perdido muchos años creyendo estar a gusto con mi vida, hasta que me di cuenta que simplemente me forzaba a ignorar. No recordaba muchas cosas… La última vez que había estado solo disfrutando del silencio; la última vez que me había reído tanto que había querido hacerme pis encima; la última vez que me había sentido 100% relajado. Vender lo bueno de mi vida me había llevado a pretender que lo malo no existía. No tenía nada claro en mi cabeza, no sabía ya qué era cierto y qué no, qué sentía y qué no… Estaba aterrado. Y me marché.
Muchos dijeron que estaba huyendo, que era un cobarde, un romántico, un loco… Me han hecho falta tres años para darme cuenta de que, efectivamente, hui: pero hacia delante. No buscaba felicidad, sólo algo paz. No sólo quería respuestas, quería conocer las verdaderas preguntas».
Leo su blog mientras surco las aguas del Océano Índico en una pequeña lancha motora. Sus palabras reverberan muy hondo en mí: no dice nada que no haya leído antes cientos de veces, pero este chico italiano realmente dejó todo y se marchó a una isla remota en Maldivas. ¿Qué tan al límite tienes que llegar para hacer tal cosa? Últimamente pienso mucho en esto.
Marco me espera en la playa. Me avisó antes de venir: «Dicen que Maldivas es la llave del último paraíso en la tierra, y aunque exageran con lo de último, te digo que nunca has visto nada igual». Y no mintió. ¡Vaya si no mintió! Cielo azul profundo, arena blanca y mar aguamarina. Nunca he visto nada tan hermoso.
La República de Maldivas está compuesta por más de mil islas, con apenas dos centenas habitadas, y veintiséis atolones. «Atolón» es la única palabra inglesa derivada de la lengua dhivehi, «atholhu», que significa isla de coral en forma de anillo que rodea una laguna; para muchos, estas islas rodean una antigua cadena de volcanes hundidos.
El abrazo de Marco se siente real. Me acompaña hasta su casa, una pequeña estructura rectangular de dos habitaciones, simple pero muy acogedora. Dejo mis mochilas, cojo la cámara y me enseña Gulhi, la isla que se ha convertido en su hogar. Puede recorrerse a pie en apenas veinte minutos, y no hay coches ni motocicletas, algo bastante frecuente en este país a excepción de la frenética capital Male.
Marco no sabe muy bien por qué eligió Maldivas. «Cuando tomé la decisión de irme, no quise pensar en trabajo, en idioma, en cultura… Quería cambiar mis resultados, y para ello cambié mi método de elección. Vi una foto de este paraíso, me hizo sonreír y dije: Maldivas pues». Cuando llegó no sabía mucho de la historia de este lugar, y pronto se percató de la importancia del folklore y las leyendas a la hora de conocer los orígenes de estas islas. Fue así como empezó a leer sobre los cuentos jatakas, relatos cortos budistas, y la literatura hindú purana.
Se cree que los primeros pobladores de estas islas fueron pueblos dravíticos de Kerala, pescadores del sudoeste de India y el litoral de Sri Lanka: el pueblo giravaaru, descendiente de antiguos tamiles, y el pueblo gujarati, proveniente de Gujarat. Asimismo, el poema histórico Mahavansa nos habla de la importancia del comercio marítimo y la posición estratégica de Maldivas en él, así como de la llegada a la isla en s.VI y V a.C. de cingaleses de Orissa y Sinhapura, al noroeste de India, que se consideraban a sí mismos descendientes del principe exiliado Vijaya de Sri Lanka.
Caminando por estrechos caminos de arena pronto me doy cuenta de cuán pequeña es esta isla: unas pocas «calles» con pequeñas estructuras, moradas de los habitantes, tres pequeños hoteles, un centro de buceo y dos playas sin fin, una destinada a los turistas y otra a los locales. Estos se muestran tímidos en un principio, pero ya acostumbrados a la presencia de Marco, pronto me aceptan en sus hogares y me hablan de cómo es la vida en el paraíso.
Es una existencia tranquila. Muchos de sus hijos más jóvenes viven en la capital, estudiando o trabajando, pero la mayoría vuelven para emprender algún negocio en su isla natal. ¿Quién no querría regresar? Son gente amable, generosa y muy atenta. Todas las mañanas, un grupo de señoras mayores limpian las playas, tratando de mantenerlas lo más vírgenes posibles, y por las tardes se reúnen en la playa para jugar a una especia de taula, o ver películas de Bollywood. Les encantan las canciones hindúes, y a menudo las acompañan con el bulbul, una especia de acordeón horizontal, y los bodu beri, tambores reminiscencia de los esclavos africanos traídos a la corte por la familia real y la nobleza en sus viajes a Arabia. Hay islas como Ferridu o Maalhos donde algunos de sus habitantes son descendientes de estos esclavos liberados.
Marco me habla de algo que le enseñó su madre: en cada viaje que hace, siempre se fija en las banderas de los países, pues cree que esconden la esencia de cada lugar. En el caso de Maldivas, la luna semicreciente representa el Islam; la sección verde son las palmeras de coco; y la sección roja la sangre de los héroes que lucharon por la independencia.
Respecto a su religión, Maldivas es un país totalmente musulmán, si bien no siempre fue así: en el s. III a.C., cuando el imperio maurya, el primer gran imperio unificado de India, comenzó su expansión hacia Afganistán y Asia, llevó el budismo hasta las cosas de Sri Lanka y Maldivas. La conversión del país al islam se produjo relativamente tarde, de mano del sultán Muhammad Al Adil, a consecuencia de la posible influencia de eruditos como Abu Yusuf Al-Baraakat y Tabriz-Sheikn Yusuf Shamsuddin.
Asimismo, las palmeras de coco han sido siempre elemento clave en la economía de estas islas, dedicadas, además de al turismo en épocas recientes, a la pesca. Esta madera ha sido usada desde épocas ancestrales para la construcción de los dhonis, las embarcaciones de los pescadores. Aún hoy se puede observar en los astilleros del atolón de Raa como siguen usando las mismas técnicas de construcción que antaño, si bien han introducido elementos modernos como el GPS.
Y, por último, si bien no quedan muchos vestigios de su pasado colonial, protagonizado por portugueses, holandeses de Ceylan y británicos, tienen orgullosamente presente la independencia del país acaecida en 1965, que poco después dio lugar a la República de Maldivas.
Paseos por la playa, tranquilidad y muchas horas de conversación. «No sé cómo expresar todo lo que he aprendido en estos años, Helena. Ya no finjo. No significa que sea feliz todo el tiempo, no creo que nadie pueda serlo. Las emociones, buenas y malas, están ahí para sentirlas, para aprender de ellas y dejarlas ir». Me recuerda a alguien a quien conocí en un pequeño pueblo de Sri Lanka, y cuando se lo digo se echa a reír a carcajadas. «Supongo que no he descubierto nada nuevo», me dice mientras sonríe. «Siempre pensé que sólo había una manera de ser exitoso y feliz, y cuando no lo conseguía era más fácil pensar que había fallado, en lugar de darme cuenta de que, quizá, mi idea del éxito era la equivocada.»
Despedirme de Marco no es fácil. Me tiende su mano, y al abrirla descubro una pequeña concha: «Mírala de vez en cuando Helena, y recuerda que todo lo que te rodea, incluso lo que sientas, es circunstancial». Cojo mis mochilas y me subo a la lancha que me espera para llevarme de vuelta a Male. Veo a Marco decirme adiós desde la playa. Sonríe, y me manda un beso. El amanecer da una luz tan especial a la isla… Por un momento pienso en coger la cámara y hacer una foto. Pero no. Me quedo muy quieta, viéndole desaparecer, disfrutando del momento en silencio.