En el teatro, el concepto de ‘cuarta pared’ hace referencia a ese muro invisible que separa en el proscenio a espectadores y actores. Derribar esa convención, esa ‘cuarta pared’, ha sido, por lo tanto, tarea transgresora por antonomasia tanto en el teatro como, metafóricamente, fuera de él. Hablar de Santander derribando esa ‘cuarta pared’ es confundir actor y espectador, testigo y decorado, de tal modo que los personajes de esta ciudad ensimismada con su reflejo den un paso atrás para dejar que el observador sea, si acaso una vez, el protagonista de su tragicomedia cotidiana.
“Quede todo como está, pero perfecto y mejor” o la suspicacia del santanderino por el cambio
En Santander las cosas pueden cambiar pero sin aparentar cambio. Es la única condición. Buena prueba de ello ocurre estos días con la polémica surgida por la reforma de los Jardines de Piquío, en donde el Ayuntamiento pretende gastarse un millón de euros para dejarlo igual, pero arreglado o, en palabras de la alcaldesa, Gema Igual (PP), “que quede todo como está, pero perfecto y mejor”, lo cual es un oxímoron en toda regla.
El intento del Ayuntamiento de la capital cántabra de tranquilizar a los vecinos no deja de evidenciar la resistencia de estos a todo cambio sustancial de decorado. O resistencia o desconfianza de la autoridad, según se vea, según a quien se pregunte.
Ocurrió con el Hotel Bahía, desplomado en la década de los 90 y reconstruido exactamente igual -como si se tratara de Abu Simbel-, ante el alud de protestas por las alternativas hechas públicas como la construcción de una torre en el lugar.
Ocurrió cuando se reformó la machina entre Puertochico y la Grúa de Piedra, en donde hubo quien se preguntaba cuál iba a ser el paradero de las centenarias piedras. Todavía hay quien hoy lo hace como lo hizo antaño Vicente de la Hera, portavoz de UPCA en el Parlamento, hondamente preocupado por el asunto.
Y ocurrió con la reforma, por último, de los Jardines de Pereda, observada muy de cerca y de reojo por el flâneur santanderino del Bulevar perediano, por no citar la ubicación del propio Centro Botín, cuya construcción consiguió unir místicamente a contestatarios STV (Santander de Toda la Vida) y organizaciones vecinales, políticas y de defensa del patrimonio.
Tampoco es una casualidad. La querencia del santanderino por los vestigios del pasado está interiorizada en su ADN, pero también ha sido forjada a golpe de reforma urbanística por una querencia no menos arraigada: el amor casi soviético que el gestor municipal profesa por el hormigón en masa. El último ejemplo, que prácticamente solo defiende la Concejalía de Fomento y la empresa adjudicataria de las obras, ha sido la reforma de la Plaza de Italia, en donde ya no cabe más loseta de granito ni hay parterre elevado que no quede debidamente amurallado.
El Sardinero es un barrio de la ciudad que no es un barrio. Es zona residencial sin asociación de vecinos. La más cerca es la de Cueto con la que los moradores de esta zona privilegiada en cuanto a paisaje no tiene relación. El Sardinero aspira a la excelencia en todos los órdenes y tanto tiene así el nivel de renta más alto de la capital como la población más envejecida. Cuando la alcaldesa de la capital fue a finales de febrero personalmente a explicar el proyecto de reforma de Piquío no citó a los vecinos, por la inexistencia de una asociación que los represente, citó a los hosteleros, los cuales se congratularon con una inversión enfocada a agasajar al turista que les saldría gratis al financiarse con el dinero público salido de todos los barrios.
Igual ha destacado que se trata de un lugar “emblemático”, los primeros jardines como tales que tuvo Santander, además en una zona de gran afluencia turística y que “forma parte de las postales” de la ciudad, por lo que el proyecto de rehabilitación persigue que la zona “quede como está pero todo perfecto y mejor”.
Paralelamente, también el Ayuntamiento reurbaniza las calles del interior de este área en donde se está gastando 1,7 millones de euros en dejarlo todo prácticamente como estaba, pero más arreglado, más para enseñar a las visitas y adaptado a la normativa en curso. Lo más transgresor, así, será la eliminación de una fila de aparcamientos para ampliar una acera hasta los 1,8 metros preceptivos.
Mientras tanto, El Sardinero deja mostrar las señales de las ya sucesivas crisis que han asolado la ciudad. Hoteles históricos como el París y el Calderón están cerrados, como han cerrado una serie de pensiones que recibían a clientes fijos todos los veranos, que eran ya como de la familia.
Cerradas también hay tiendas, chalés y palacetes, por no hablar del mapamundi de la Plaza de las Brisas, necesitado de la enésima rehabilitación, el chiringuito del Rema, al que amenaza la piqueta de la Demarcación de Costas, o los propios bajos del Casino de El Sardinero, en donde se ubicaban cafeterías históricas, locales ahora vacíos escondidos tras paramentos ilustrados con fotografías.
En Santander las cosas pueden cambiar pero sin aparentar cambio. Es la única condición. Buena prueba de ello ocurre estos días con la polémica surgida por la reforma de los Jardines de Piquío, en donde el Ayuntamiento pretende gastarse un millón de euros para dejarlo igual, pero arreglado o, en palabras de la alcaldesa, Gema Igual (PP), “que quede todo como está, pero perfecto y mejor”, lo cual es un oxímoron en toda regla.
El intento del Ayuntamiento de la capital cántabra de tranquilizar a los vecinos no deja de evidenciar la resistencia de estos a todo cambio sustancial de decorado. O resistencia o desconfianza de la autoridad, según se vea, según a quien se pregunte.