Cantabria Opinión y blogs

Sobre este blog

La portada de mañana
Acceder
El jefe de la Casa Real incentiva un nuevo perfil político de Felipe VI
Así queda el paquete fiscal: impuesto a la banca y prórroga a las energéticas
OPINIÓN | 'Siria ha dado a Netanyahu su imagen de victoria', por Aluf Benn

Rafael Barrett, el anarquista errante

Contrajo la tuberculosis en 1906 y murió en 1910. En ese breve lapso de cuatro años compuso la mayor parte de una obra fecunda en muertes imprevistas y asumidas. En sus cuentos breves trazó biografías completas de seres prendidos a una prosa como la atmósfera de un sueño. En diálogos de fiebre alta hizo conversar a reyes y a desheredados, a enamorados y a huérfanos. Fue el primer modernista del Cono Sur y quién sabe si también el primer anarquista. O quizá el último.

Rafael Barrett nació en Torrelavega en 1876, mestizo de padre inglés y madre española, con dos nacionalidades, ojos expresivos y rictus de pasmo. Fue joven a la moda y bohemio duelista en el Madrid del desastre del 98, estudiante en el París que cambiaba de siglo y presencia habitual en los salones de la alta burguesía, en los casinos y en los callejones.

En Madrid, donde se hizo ingeniero, conoció a Valle Inclán y a Ramiro de Maetzu, a tantos y tantos jóvenes envarados que querían ser artistas y soñaban con seducir duquesas. Tenía apenas veinticinco años y fama de pendenciero, de vitalista feroz y filósofo a la madrugada. Era todo cuanto se podía ser, un guapo provocador educado en Francia, noctívago bebedor de absenta, de diálogo fácil, encantador de serpientes, amante de todas, un huérfano de barba bien cuidada que se divertía apostando la herencia de sus padres muertos mientras aprendía la geografía sinuosa de la suerte.

Barrett actuaba como un enfant terrible en una sociedad superficial que le permitían sus arrebatos en atención a su buena cuna, un divertimento más, un escándalo inofensivo. Pero su sangre caliente no estaba hecha para los disimulos. Había algo verdadero en aquel hombre de mirada de vidrio que en 1902, en una función del Circo Parish, apaleó al duque de Arión, presidente del Tribunal del Honor que le había impedido batirse en duelo con el abogado José María Azopardo. El escándalo fue inasumible. Barrett apareció en los periódicos y los espíritus velados que lo habían acogido con condescendencia le dieron la espalda horrorizados. En aquel ambiente fingido e hipócrita Barrett era un outsider que medía el peso de cada palabra que pronunciaba. Como una estrella del rock caída en desgracia perdió la entrada a los salones y a las tertulias. La prensa publicó su suicidio.

Años más tarde, en América, recordaba: “Cuando mi alma era una herida sola y los hombres moscas cobardes que me chupaban la sangre, empecé a comprender la vida”.

Llegó a Argentina navegando sobre su fama de dandi europeo en decadencia. En Buenos Aires fue por primera vez periodista, un oficio que le acarrearía la cárcel y el destierro. Pero eso llegaría después, con la militancia y el compromiso. América acogió a Barrett con desconfianza y Barrett entró en América con la guardia alta de un boxeador a la defensiva. En el Hotel Imperial de Buenos Aires le dio una paliza a un tal señor Pomés al que confundió con un periodista llamado Juan de Urquía que le había rechazado un duelo. 

De nuevo el escándalo y la huida. Barrett era un hombre perdido que en 1904 se trasladó a Paraguay como corresponsal de guerra. No tenía expectativas, carecía de futuro. Se internó tierra adentro, confesó más tarde, buscando una bala que lo matara, una bala que no encontró. Y en Paraguay, un país joven que renacía de la guerra, renació Rafael Barrett. De las cenizas del bohemio que leía a Nietzsche se levantó el anarquista que escribía cuentos. Se casó, tuvo un hijo. Su trabajo de agrimensor le acercó al sufrimiento de los que habían nacido sin suerte, hombres y mujeres que se debían a la tierra que trabajaban y perecían bajo las suelas de los grandes propietarios.

En julio de 1908, en Asunción, Barrett organizó la atención a los heridos durante el golpe militar del mayor Albino Jara. En octubre lo detuvieron por denunciar públicamente los abusos y torturas del régimen en el periódico anarquista Germinal, que él mismo había fundado. Lo liberaron gracias a las gestiones del cónsul inglés y lo desterraron en el Matto Grosso brasileño, donde permaneció hasta febrero de 1909, cuando la situación política en Paraguay - se levantó el estado de sitio y Barrett recibió garantías de que no sería detenido- permitió su regreso al país.

Bajo la acción política del periodista rebelde latía la amenaza de la enfermedad que lo consumía. Barrett fue siempre consciente de que su tiempo se terminaba y escribió, con la fiebre y la tos como compañeros, pequeños relatos de orfebre, diálogos, aforismos a los que denominaba epifonemas -“Si el cielo no tiene fin, la imbecilidad humana no tiene fondo”- y artículos de opinión en los que definió sus ideas políticas y filosóficas. Toda su obra literaria apareció en revistas y periódicos, en Asunción, Buenos Aires y Montevideo. Sus cuentos mezclan géneros y transitan por la tenue frontera entre lo real y lo onírico. Consciente del valor de las palabras su estilo es preciso, sus líneas evocadoras. En los relatos de Barrett late un corazón fúnebre que contempla la vida con ironía y no desprecia el valor narrativo de la muerte. Tísicos, bohemios, príncipes destronados, campesinos, vírgenes, amantes, niños condenados, todos transitan por el espacio que el periódico asigna a Barrett con un aliento de verdad profunda. Décadas después de su muerte jóvenes escritores como Augusto Roa Bastos o Jorge Luis Borges reclamarán el valor de su obra y extraerán del olvido al gran anarquista póstumo.

“Tengo el final delante. Veo la cortadura del camino… pero me quedan todavía algunos pasos. ¿Y en qué me diferencio del hombre robusto? En que él puede dar unos poquitos pasos más que yo, eso es todo. La negra cortadura es la misma, un poco más allá, un poco más acá… y caminamos siempre, nos empujan”. En 1909 Rafael Barrett es un hombre que sabe que ya ha encontrado la bala que lo va a matar. Animado por el doctor Quinton emprende el camino a Francia en busca de un tratamiento que le aplace un tiempo la muerte. 

En Montevideo, donde hace escala, conoce por primera y única vez el éxito. Su único libro publicado en vida, una colección de relatos titulada 'Moralidades actuales', tiene un “éxito loco”. Decenas de lectores acuden al hotel donde se hospeda y Barrett escribe a su esposa entre la sorpresa y el entusiasmo: “Hubo que habilitar dos cuartos (...) para recibir a la gente que acudía toda la tarde. Vi a Frugoni, a Falco, a Bertani -que me ha pedido originales para otro libro- a Herrerita, a reporters de toda laya, directores de revistas, fotógrafos (¡me retrataron dos veces!), un escultor me quiere hacer el busto, los melenudos del Polo Bamba, y los que más me agradaron, obreros, tipógrafos, jornaleros que me estrujaban las manos entre las suyas callosas y me llamaban maestro”. 

Fue el epílogo de una vida salvaje, la redención del antiguo misántropo, el último día feliz del escritor fracasado. A Barrett le alcanzaría el tiempo para cruzar el océano de vuelta a Europa y morir en Francia el 17 de diciembre de 1910, en el hotel Regina Fóret de Arcachon. Tenía 34 años. Desde la ventana de su habitación veía el mar que lo separaba de América. Había dejado preparada una nueva colección de relatos, 'Dolor paraguayo'. El resto de su producción literaria se publicó durante la década posterior a su muerte. Sus obras completas aparecieron en Argentina en 1943, en Paraguay en 1990 y en España en 2010, en una edición a cargo de Francisco Corral.

Postdata. De Barrett queda el recuerdo de un hombre que atravesó la existencia con la violencia de un incendio súbito. Que muriera en una habitación de hotel hace justicia a su condición errante. Sus libros, más apreciados en Sudamérica que en España, donde nunca ha terminado de ser descubierto, han sobrevivido un siglo a su autor que, ya al final de su vida, en algún lugar de Paraguay, escribió: “Desde que soy desgraciado, amo a los desgraciados, a los caídos, a los pisados”.

Contrajo la tuberculosis en 1906 y murió en 1910. En ese breve lapso de cuatro años compuso la mayor parte de una obra fecunda en muertes imprevistas y asumidas. En sus cuentos breves trazó biografías completas de seres prendidos a una prosa como la atmósfera de un sueño. En diálogos de fiebre alta hizo conversar a reyes y a desheredados, a enamorados y a huérfanos. Fue el primer modernista del Cono Sur y quién sabe si también el primer anarquista. O quizá el último.

Rafael Barrett nació en Torrelavega en 1876, mestizo de padre inglés y madre española, con dos nacionalidades, ojos expresivos y rictus de pasmo. Fue joven a la moda y bohemio duelista en el Madrid del desastre del 98, estudiante en el París que cambiaba de siglo y presencia habitual en los salones de la alta burguesía, en los casinos y en los callejones.