Un paso en falso en su adolescencia dejó a Gisela Pérez un 'recuerdo' para toda la vida: una enfermedad que ha marcado su camino desde que fue consciente del contagio y que ha determinado su existencia hasta este momento. A sus 38 años, esta vecina de Oreña es una de las afectadas por hepatitis C que espera con ansiedad el tratamiento con Sovaldi que ha revolucionado la existencia de muchos de estos enfermos. Las previsiones cada vez son mejores, pero ella está empeñada en acabar con el estigma que supone cargar con una afección que ha permanecido en un segundo plano durante demasiado tiempo.
“Me infecté en enero de 1996, hace justo 19 años, porque era toxicómana. El chico con el que compartí la jeringuilla ya me había alertado, pero en esos momentos no atiendes a razones, lógicamente, ni piensas en las consecuencias. A los seis meses de contagiarme me desenganché de las drogas, pero él murió un par de años después”, explica Gisela a eldiario.es Cantabria.
Siempre fue consciente de que se encontraba entre los grupos de riesgo, motivo por el que se realizaba pruebas periódicas que no tardaron en dar positivo. Tenía tan poca carga viral que aún no había infección, pero cuando repitió los análisis unos meses más tarde tuvo la confirmación definitiva. Ella se había alejado del mundo de la droga y estaba intentando rehacer su vida, con un hijo en camino.
Comenzó a tratarse en 1998 con Interferón, que le provocaba muchísimos efectos secundarios. “Me daba fiebre, dolores de cabeza muy fuertes, náuseas constantes, anemia, cansancio… Me encontraba muy mal y llevar una vida normal se hacía complicado. Conseguí completar el tratamiento, que era de un año de duración, y el virus se redujo. Sin embargo, unos meses después volví a dar positivo”, lamenta.
Esperó un par de años antes de afrontar el siguiente tratamiento, que era una terapia de Ribavirina y de Interferón. No llegó a completarlo, después de casi diez meses sufriendo las consecuencias, porque le provocó unos efectos secundarios “muy serios”, de los que obligan a cualquier paciente a interrumpir el proceso.
Un nuevo varapalo que acabó con sus expectativas. Gisela está contagiada con el genotipo más difícil de erradicar, el más agresivo, así que no le volvieron a proponer más tratamientos y sus médicos le dijeron que iba a tardar mucho en salir una medicación que no tuviese efectos secundarios sobre su salud. No tenía esperanzas. Esto fue hace dos años, pero poco después apareció el Sovaldi.
“Yo no tengo cirrosis todavía, aunque no sé en qué grado de la enfermedad me encuentro. La última biopsia me la hicieron hace 18 años. Una cosa es que no haya tenido muchos cambios y otra cosa es que no se trate mi caso”, insiste Gisela, que se ha enrolado en la Plataforma de Afectados por la Hepatitis C de Cantabria para visibilizar su enfermedad.
Procura cuidarse, llevar una vida razonable, no beber, no fumar y, por supuesto, no consumir drogas. Es una condición imprescindible para recibir el tratamiento. Hay que estar comprometido y ser constante, en contacto permanente con el equipo médico. “Hago lo razonable. Todo se filtra por el hígado, así que evito cualquier tóxico. Incluso, algunas medicinas, porque son muy perjudiciales. Noto fatiga, pero intento seguir con mi vida”.
Un cambio de rumbo
En este momento, no trabaja. Tiene las cosas muy claras. Ha decidido dar un giro radical a su vida y tomar un nuevo rumbo. “He terminado una etapa y comienzo otra. Hasta ahora he currado en todo lo que he podido, porque tengo un hijo que mantener, y he hecho de todo. Mientras tanto, como sabía que me iba a llegar un momento en el que la enfermedad iba a suponer un obstáculo, porque cada vez te encuentras peor físicamente y la cirrosis acecha, me he estado preparando y me he sacado una carrera universitaria”, cuenta con orgullo.
Gisela acaba de concluir Filología Inglesa y quiere hacerse autónoma. Generará su propio empleo y se dedicará a la traducción. “Espero tener éxito, porque es una profesión ideal. Aunque esté más cansada, es un trabajo que puedo hacer sentada desde mi casa”, argumenta. Traducirá páginas webs, instrucciones o literatura por encargo. Es un proyecto que había diseñado hace mucho tiempo, porque ha planificado su vida teniendo en cuenta su enfermedad y sus circunstancias.
“Me he empeñado en dejar a mi hijo bien situado, he hecho el testamento y todas esas cosas en las que otras personas no piensan. Sin dramatizar, pero no sabes cuándo te vas a encontrar peor. Yo no quiero ser un lastre ni generar a nadie un problema, así que lo tengo todo planificado. Lo afronto con mucha tranquilidad porque lo sé casi desde el principio, desde que me contagié”, dice.
Según su versión, supone un mayor impacto a la gente que se acaba de enterar y que se encuentran en un estadio más avanzado de la enfermedad. “Yo sé que fue mi responsabilidad y me lo he tomado de otra forma”, insiste. Habla con preocupación de dos compañeros de la plataforma a los que les está costando afrontarlo mucho más. No saben ni siquiera en qué condiciones se han infectado ni cuándo.
Hipocresía social
En su caso, siempre ha ido de frente. Hizo pública su enfermedad desde el primer momento. Se lo dijo a su familia, que vivió todo el proceso que le llevó al contagio, y a su hijo, porque es mucho más sencillo para organizar la convivencia. De todas formas, hay cosas cotidianas en las que no piensan ni los médicos. Las agujas de coser o los útiles de higiene, por ejemplo. Hay que tener en cuenta todos los días el riesgo.
Gisela subraya que, socialmente, “no está del todo aceptado”. “Hay gente que no lo quiere decir y tienen todo el derecho del mundo a no hacerlo para preservar su intimidad. Yo siempre lo he manifestado sin tapujos porque creo que puede ser útil para otras personas que deben reivindicar su derecho a medicarse y a curarse. Después de ser toxicómana, desengancharme y reinsertarme en la sociedad, he cotizado, he pagado a Hacienda y he colaborado como una más. Y como yo, muchas otras personas. La sociedad es un poco hipócrita y hay ciertas cosas que no se perdonan”.
En su opinión, desde el Gobierno de España se está potenciando el 'divide y vencerás'. “Por eso doy la cara, porque también tenemos derechos. Apuntan mucho al imperativo económico para no tratarnos. Es muy curioso, porque el tratamiento de una persona cirrótica son seis meses y el de un enfermo que no sufre cirrosis son tres meses. Esperar a que tengamos cirrosis no parece la solución. Da la sensación de que se quieren quitar el problema esperando a que se vaya muriendo gente para abaratar los costes”.
Además, pide que se compare su situación a otras dolencias que tienen su origen en los hábitos de las personas. “Por ejemplo, a una persona obesa no le dejarían sin atención porque su enfermedad sea derivada de sus hábitos, o a un enfermo de cáncer de pulmón por ser fumador no le negarían el tratamiento. Eso mismo planteo para nosotros”, concluye.