Antes de que existiera el populismo ya existía Juan Hormaechea. Después de él, el hormacheísmo, una forma de hacer política populista y sin freno alguno, seguirá existiendo. Excesivo, megalómano, indomesticable, el exalcalde de Santander durante una década y expresidente de Cantabria durante otra, que ha fallecido en la madrugada de este martes en el Hospital Valdecilla, fue la figura máxima de la entonces incipiente democracia en Cantabria, solo parangonable por su impacto entonces con Justo de las Cuevas, de la extinta UCD, y el socialista Jaime Blanco, recientemente fallecido. Ellos tres fueron los epicentros de la protohistoria autonómica de la región, pero ninguno de ellos tan excesivo, con sus luces y sus sombras, como Hormaechea, quien fue apartado de la política por la Justicia y condenado por corrupción.
Juan Hormaechea (1939-2020) ha fallecido esta madrugada en el Hospital Valdecilla en donde fue ingresado tras sufrir un accidente doméstico que le produjo un traumatismo. Acabó así una historia personal y política que se inició con un joven abogado que alcanzó la Alcaldía de Santander, puesto que ejerció durante 10 años, entre 1977 y 1987. Sin práctica solución de continuidad, convertido ya en una figura de la escena política cántabra, llegó a la Presidencia del Ejecutivo autonómico, que ostentó en dos ocasiones, 1987-1990 y entre 1991 y 1995. Su relación con el Partido Popular fue tormentosa siempre y la cesura en sus dos mandatos fue debida a la moción de censura a la que un José María Aznar dio luz verde desde Madrid tras haber sido ofendido públicamente por los comentarios del expresidente en una noche de copas.
En su segunda presidencia, la figura de Hormaechea comenzaría su declive al frente de una plataforma política creada a su imagen y semejanza, Unión para el Progreso de Cantabria (UPCA), cuyos hilos siguió moviendo desde el ostracismo de su despacho, una vez descabalgado de la política. Encerrado entre legajos de papel timbrado y con un poder residual en el Parlamento de Cantabria y en los ayuntamientos, Hormaechea dedicó años a preparar múltiples recursos para volver a escena y desliar las condenas judiciales que lo habían inhabilitado, pero su época, con el cambio de siglo, ya había pasado.
Hormaechea, eterno adalid de la derecha cántabra, con quien tuvo una relación tormentosa de necesidad y odio, fue el primer dirigente de una comunidad autónoma condenado por corrupción, motivo por el cual tuvo que dimitir de su cargo. En 1994 el Tribunal Superior de Justicia le impuso una pena de seis años y un día de prisión y siete de inhabilitación por un delito de malversación y otros siete años de inhabilitación por prevaricación. Fue su fin.
Pero sus principios fueron otros muy distintos. Corría la década de los 70 cuando la sociedad política cántabra predemocrática, plagada de alcaldes, ilustres de rancio apellido y personalidades de la nueva derecha descollante fueron poniendo los hilos de una democracia 'a la cántabra', con fuertes individualidades vinculados al caciquismo rural y una manera de hacer política muy personalista. Si Justo de las Cuevas fue la gran figura conservadora de la Transición, en donde ganó elecciones para UCD y fue ponente del Estatuto de Autonomía, Jaime Blanco fue la contrafigura de la izquierda en una época turbulenta. En medio se abrió paso la figura de Hormaechea, pletórica de fuerza y arrogancia, corbata con alfiler y bucle, Rólex en la muñeca, alopecia incipiente y un talento especial para conectar con la población, sabiendo muy bien decir lo que quería ser oído y siendo perdonado por sus ya incipientes y habituales salidas de pata de banco.
Del Santander de barro a Cabárceno
Los que aún le añoran, y son legión en Santander, no citan sus condenas judiciales, ni sus confrontaciones con el Partido Popular ni la inestabilidad sistemática en que se instaló la política de Cantabria en crisis continua durante una década: hablan parabienes de quien cogió una ciudad de barro y la hormigonó. Él fue quien compró a la Casa Real el Palacio de la Magdalena (un regalo de la ciudad a la Corona que la Corona vendió a la ciudad después) y lo abrió al público; suyos son los principales parques de la ciudad y en especial el de Mataleñas, en donde tuvo la osadía de anular una licencia ya concedida para construir decenas de chalés, expropiar la finca y convertirla en parque; él creó el minizoo de la Magdalena, dado su gusto por la fauna salvaje en especial africana, y lo llenó de leones, osos de mar y tierra y fauna del más variado pelaje.
Convertido ya en una figura descollante, alimentado a diario por la prensa regional en un medio en donde se supo mover como pez en el agua con publicidad institucional, Hormaechea dio el salto a la escena autonómica a finales de la década de los 80 y ahí siguió dando la campanada, llamando la atención de la prensa de Madrid, encandilada por la compra de sementales y los trastos que se tiraba a la cabeza un día sí y otro también con un PP, cuyos dirigentes regionales, sobre todo Roberto Bedoya y José Luis Vallines, no podían meter en cintura a su gran marca electoral. El primero se plegó y entró a formar parte de sus gobiernos, el segundo se mantuvo al margen, se alineó con las directrices de Madrid y le tocó sufrir. En medio, el entonces presidente, sabedor de su inmenso tirón electoral, gobernaba la autonomía como había hecho con el Ayuntamiento de Santander, desde una óptica de alcalde como gran conseguidor.
El Parque de Cabárceno fue su gran obra. Fue un capricho derivado de su pasión por los animales salvajes que la Comunidad Autónoma tardó años en pagar. Cuentan que a bordo del helicóptero de la Diputación, otro de sus símbolos de poder, recorrió las hectáreas kársticas de las antiguas minas en poder de Altos Hornos de Vizcaya y en ese momento decidió ubicar allí un megaparque. Dio igual cómo se gestionara aquello, lo importante eran los kilómetros de vallas y los kilómetros de viarios asfaltados en su interior. Altos Hornos cobró la expropiación lustros después de que se abriera el parque, que ahora es referente del turismo nacional, pero que entonces fue anatemizado desde las cuatro esquinas del cuadrilátero de la política cántabra. Búfalos, osos, elefantes, jirafas encontraron sin saberlo un modelo de parque de gran extensión, aderezando la estampa bucólica de Cantabria con algún hipopótamo suelto de noche por las calles del pueblo de Obregón, colindante con la instalación.
Sin embargo, cada obra estuvo presidida por el desfase presupuestario. La obra pública siempre fue el epicentro de la autonomía. Cuando aún no se habían consumado las transferencias sanitarias y de educación, el Gobierno de Cantabria se centraba en la mejora de la cabaña ganadera y en las carreteras. Todo convertido en compra megalómana, como el toro-semental Sultán, que costó un millón de dólares, una barbaridad entonces y que estaba llamado a renovar genéticamente la cabaña ganadera de Cantabria, junto a otros toros adquiridos por el Gobierno. O carreteras como la que llega a Bárcena Mayor y que llegó a alcanzar un desfase presupuestario del 2.500% con añadidos extravagantes como un murete bajo de ladrillo que acompañaba al conductor a lo largo de kilómetros y kilómetros de calzada.
La noche de 'El Proyector'
Juan Hormechea siempre coqueteó con abandonar las filas del PP. Sabía, por su continuo manejo de encuestas, que él sería votado independientemente del partido con que se presentase. Primero se aupó al poder en brazos de Alianza Popular, luego siguió con el PP y al final creó su propio partido, UPCA, pero antes, durante su primer mandato de tres años y medio como presidente de Cantabria, hizo y deshizo a su antojo desde la Presidencia. Todo acabó como un mal sueño cuando se despertó una mañana y vio publicadas en El Diario Montañés y en las principales cabeceras nacionales las frases entresacadas en una noche de copas en el pub 'El Proyector', en donde el presidente dio todo de sí, cantó 'Montañas nevadas' brazo en alto y no dejó títere con cabeza. Pero fue la alusión a José María Aznar como 'Charlotín' ('Charlotín no es de fiar porque solo se acuesta con su mujer') la que pesó más que sus descalificaciones a Isabel Tocino y a Manuel Fraga. Dada luz verde por Aznar, la moción de censura no tardó en cuajar aunando a PP, PSC-PSOE, PRC y CDS, lo impensable. La moción triunfó y el socialista Jaime Blanco fue seis meses presidente de un Gobierno de gestión, el tiempo necesario preparar los siguientes comicios. Pero el PP se tragó su orgullo y, tras la mediación de Rodolfo Martín Villa, volvió a situar a Hormaechea al frente de un segundo mandato pactando con su UPCA.
Sin embargo, las cosas no volvieron a ser como habían sido. Miguel Ángel Revilla, líder del PRC, político que llevaba años en la oposición y cuyos diputados eran engullidos periódicamente por el transfuguismo de la derecha, se mantenía incólume en su despacho de la entonces Asamblea Regional. Fue precisamente su rival Revilla, de quien llegó a publicar anuncios descalificatorios en prensa, quien a la postre sería su Némesis.
Revilla, la Némesis
Hormaechea comenzaba sus semanales ruedas de prensa de Consejo de Gobierno con 15 periodistas en la sala y las acababa con cinco. Una mala mañana o una pregunta inconveniente eran suficiente motivo para ser expulsado por el expresidente. Sus comparecencias públicas estaban entrelazadas con decenas de frases en latín y digresiones sobre los más variados motivos, que finalmente acababan siempre arremetiendo con Madrid o con sus rivales más díscolos, como el ahora presidente Miguel Ángel Revilla. En sus diatribas, Hormaechea no reparaba en nada y llegó a pagar con fondos públicos páginas en prensa en donde embestía contra el portavoz socialista, Juan González Bedoya -“Alfalfa para un candidato socialista”-, o el propio Revilla, a quien llamó “siervo del PSOE disfrazado de regionalista” y de quien también dijo que tenía “un aspecto deplorable y sucio, como sus ideas, un auténtico tránsfuga y vendido sin otra capacidad que la de la mentira”.
Pero Revilla estaba en la comisión parlamentaria que investigaba la corrupción del presidente y del mismo modo que los consejeros del PP abandonaron a Hormaechea durante su primer mandato a instancias del partido, los consejeros volvieron a huir durante el segundo a medida que los trabajos parlamentarios iban avanzando. Las conclusiones de la comisión fueron puestas en mano de la Justicia y ese fue el fin de Hormaechea, aunque no de su UPCA. En 1994, y tras un largo juicio en el que Hormaechea cambió tres veces de abogado y acabó defendiéndose a sí mismo, el Tribunal Superior de Justicia de Cantabria lo condenó a seis años de cárcel y 14 de inhabilitación por un delito de malversación y otro de prevaricación. Luego vendría un indulto y una nueva condena, pero aquella sentencia dictó su final, que fue tan extravagante como el resto de su vida política: en la noche preelectoral de 1995 un auto judicial retiró su candidatura al confirmar su inhabilitación.
En 2020 han desaparecido ya dos expresidentes de Cantabria. Hace escasas semanas fue Jaime Blanco y este martes, Juan Hormaechea. Este, a diferencia del primero, fue un 'outsider' de la política, sin más fidelidad que a sí mismo, y un, en sentido literal, advenedizo social que nunca fue aceptado por las grandes familias que imperaban e imperan en una sociedad tan clasista como la santanderina, algo que al expresidente Hormachea poco importó. Con él desaparece la persona pero no el hormacheísmo, una manera de hacer política en que lo personal impera sobre las siglas.