Paco Bedoya: el último maquis traicionado por su cuñado y asesinado en una emboscada en Cantabria
Claudio y Maruchi llevan 40 años detrás de la barra del Bar Garay, en el centro del populoso barrio de Castilla-Hermida de Santander, una lengua de edificios que discurre entre el Puerto y las vías del tren con la mayor densidad de población de la capital de Cantabria. Allí, a los clientes se les llama por su nombre y se comentan las noticias del periódico en papel, que todavía pasa de mano en mano por las mañanas, mientras se despachan cafés y un blanco de solera muy apreciado. La tarde se entrega al barullo de mesas rebosantes de partidas de cartas y de dominó.
El bar está prácticamente conservado como cuando sucedió todo hace casi siete décadas. Suelo de baldosa antigua, paredes revestidas de azulejos marrones, pintura blanca y viejas ventanas de madera con visillos. Hasta la mampara que separa el antiguo comedor es propia de un decorado de época. Así que no es difícil rememorar que allí, en una de esas mesas–entre los pucheros de alubias tan afamados del local– en los años 50 se fraguó la huida a Francia del último maquis, una operación con claroscuros que acabó en tragedia inducida por una traición. La fidelidad del escenario es tal que bastaría descolgar la pantalla de televisión para rodar una escena de la postguerra española.
Raimundo Garay, su primer propietario, dio nombre al bar que ha quedado enhebrado a la historia de Paco Bedoya. El último maquis que se echó al monte en 1952 y el último en caer, en 1957, seis meses después que su compañero Juanín, el lebaniego Juan Fernández Ayala, con quien formó una pareja épica en la resistencia a la dictadura por su habilidad para burlar y dejar en ridículo a la Guardia Civil. Un ejemplo: el compañero de Bedoya tuvo la osadía de presentarse en un bar de Potes donde sabía que acudía a diario el jefe de la Benemérita. Le dejó en la barra una nota manuscrita: “Yo, Juanín, tengo el honor de invitar a café al capitán de la Guardia Civil de Potes y que le aproveche, como a los pajaritos los perdigones”.
El Gobierno de Franco llegó a enviar grupos operativos especiales, a ofrecer una recompensa de medio millón de pesetas por sus cabezas y a desarrollar todo tipo de estrategias para acabar con la singular pareja que resistía en el monte con la ayuda de vecinos y cometiendo hurtos y atracos
El Gobierno de Franco llegó a enviar grupos operativos especiales, a ofrecer una recompensa de medio millón de pesetas por sus cabezas y a desarrollar todo tipo de estrategias para acabar con la singular pareja que resistía en el monte con la ayuda de vecinos y cometiendo hurtos y atracos. No era extraño que cuando empezaba a anochecer llamasen a la puerta de una casa y se sentasen en la cocina con sus dueños a cenar un guiso de patatas para quitar el hambre. Tras Juanín y Bedoya solo quedaron algunos guerrilleros que entraban y salían de Francia para acciones puntuales en la zona catalana y los 'topos' escondidos que durante años no vieron la luz del sol.
Una vida a contracorriente
Paco Bedoya vivió solo 28 años, pero fueron muy intensos: se enamoró de Leles, tuvo un hijo con ella, hizo de enlace para los maquis, estuvo preso en un campo de trabajo, le quemaron su casa, se fugó de la cárcel, se echó al monte y acabó asesinado a tiros por la policía franquista traicionado por su cuñado y un amigo de su hermano cuando intentaba huir a Francia.
Así que pocos de aquellos años fueron felices. Se hizo adulto a los 13, cuando empezó a trabajar de ayudante de ebanista en un taller de Gandarilla, cerca de su casa familiar de Las Carrás, en el pueblo de Serdio, donde nació en 1929. Tenía una estatura colosal, voz de tenor y un don especial para tallar madera. Soñaba con ser cantante y los sábados escuchaba el programa radiofónico 'Fiesta en el aire' en la taberna de Alfredo, en Portillo, lugar de reunión de los emboscados de la Brigada Machado.
Paco empezó a colaborar con ellos después de lo de Leles. La muchacha y él se hicieron novios en una romería cuando tenían 14 y 15 años con la férrea oposición de la madre de ella. Cuando Leles quedó embarazada no les dejó verse más, a pesar de la insistencia de Paco, que rondaba su casa a diario. Cuando encarcelaron a Bedoya por colaborar con los maquis, a ella la mandaron a Argentina sin el niño que quedó provisionalmente al cuidado de Julia, la madre de Paco.
Bedoya cumplía pena en la prisión madrileña de Fuencarral, un campo de trabajo donde gozaba de cierta libertad. Allí conoció a su hijo Maelín, en la cárcel. Se lo llevó Julia un día de visita. Le regaló un camión de madera tallado con sus propias manos. Un juguete que quedó grabado para siempre en la memoria de ese niño que, al otro lado del Atlántico, ignoró quién era su padre hasta que, siendo adulto, encontró una cajita donde su madre guardaba fotografías y cartas de Bedoya. Un primoroso joyero que Paco le había hecho a Leles en la cárcel y que le hizo llegar por un compañero que se embarcó hacia Buenos Aires.
Cuando solo le quedaban seis meses de condena se llevaron a su hijo a Argentina y quemaron la casa familiar de Las Carrás con el ganado dentro, un incendio claramente malintencionado que atribuyeron a la propia Guardia Civil. Una cólera desconocida estalló dentro de aquel hombre callado e introvertido. A los pocos días se fugó y se echó al monte con Juanín. Cuatro años después de que el Partido Comunista hubiese abandonado la guerrilla –“Camaradas, hay que cambiar el fusil por las alpargatas”, exhortó La Pasionaria– iniciada tras finalizar la Guerra Civil.
Cuando los maquis se retiraban a la retaguardia en Francia, Paco Bedoya cogió el fusil herido de furia y desesperación. “No sé si algún día podré salir de esto”, confesó por escrito a Leles cuando supo que se casaba en Argentina. Paco y ella siguieron escribiéndose en secreto. Pero él ya era consciente de que nunca conseguiría volver a verla. Leles siempre conservó el anillo con sus iniciales que él le regaló cuando se hicieron novios. “Nadie pudo saber lo que nos quisimos Paco y yo. Mi amor de enamorada se lo llevó todo Paco Bedoya”, confesó en sus últimos años de vida a la periodista y escritora Ana R. Cañil.
Una leyenda que perdura
Juanín y Bedoya se hicieron leyenda en los montes durante cinco años truncados trágicamente en aquella curva del Molino, en Vega de Liébana, donde una noche la Guardia Civil sorprendió y mató al lebaniego. Paco consiguió huir. Tardó algunos días en llegar, ya solo, desde Liébana hasta su pueblo, Serdio, y permaneció oculto algunos meses en la casa familiar con su madre y su abuela. Tiempo atrás, cuando Juanín había frecuentado su casa ideó un ingenioso escondite en los laterales de la chimenea, un hueco en el que se escondía Paco cuando la Guardia Civil hacía un registro. La cuestión es que el agujero, ciertamente estrecho, se le quedó pequeño tras meses de inactividad y buenas comidas. Ya no cabía en el habitáculo.
Su madre Julia y su hermano Fidel trataron de organizar su huida a Francia. Precisamente este último había trabado una fuerte amistad con el propietario del Bar Garay, cercano al puerto de Santander. Ambos pasaban algunos fines de semana en Serdio. El hermano de Paco Bedoya había tenido un negocio de lechería que fracasó y Raimundo Garay –un hombre que había estado en la cárcel por asuntos de contrabando y mantenía una estrecha relación con la Guardia Civil– le consiguió un trabajo en la fábrica de La Marga. Entre las paredes del Bar Garay, que tanto frecuentaron juntos, se organizó la huida de Paco Bedoya con todos los claroscuros que tuvo la operación.
Si la presunta mediación de un personaje como Garay no parecía ofrecer muchas garantías, encima tuvieron que recurrir al cuñado de Bedoya: José San Miguel. Un individuo ocurrente y simpático, de dudosa reputación, casado con su hermana Teresa, que había entrado y salido de la cárcel en algunas ocasiones, anteriormente conocido como Juventino Vidal y muy dado a presumir de su relación con las fuerzas del orden. Todo el mundo sabía que llevaba pistola. Probablemente a falta de otros candidatos más de fiar se decidió que San Miguel llevase a Paco hasta la frontera francesa en una motocicleta Derbi de dos caballos y medio de potencia. Suficiente para llevar a los dos pasajeros y un macuto de lona.
La Policía había seguido los pasos de la motocicleta desde que salió de Santander. Conocían el día, la hora, el itinerario y programaron el asalto al milímetro. La familia de Bedoya siempre pensó que el traidor fue Garay, el del bar
Sucedió un miércoles. El 2 de octubre de 1957 iniciaron el trayecto. Era casi media noche cuando en la curva de Islares, cerca de Castro Urdiales, cayeron en una emboscada. Habían detenido la moto y una ráfaga de disparos les acribilló desde un coche de la Policía. El cuñado murió de un disparo al corazón y quedó tendido en la carretera con los brazos en alto. Paco Bedoya huyó monte arriba trepando como un gamo por una pendiente tremendamente acusada.
Llevaba once balas en el cuerpo. La Policía no fue capaz de perseguirlo. Bedoya resistió vivo la peor noche de su vida. Por la mañana se hizo una batida para localizarlo. Lo encontró un guardia con el que mantuvo un último tiroteo antes de morir. A su lado hallaron una carta de despedida para su madre escrita con aquel último aliento. Pero aquellas palabras nunca llegaron a manos de Julia.
La Policía había seguido los pasos de la motocicleta desde que salió de Santander. Conocían el día, la hora, el itinerario y programaron el asalto al milímetro. La familia de Bedoya siempre pensó que el traidor fue Garay, el del bar. Pero un comisario de la Policía confesó años después que escuchó contar a un compañero suyo que José San Miguel se comprometió a entregar a su cuñado Bedoya por 25.000 pesetas.
Una traición le costó la vida
Hace 17 años el escritor Antonio Brevers investigó el suceso. Descubrió una carta escrita por Garay en la que pone al corriente de la operación a un sargento de la Guardia Civil: “Los dos cuñados estuvieron aquí [en el bar Garay] hasta que a las cuatro y media salieron para dejar en el monte Corona a Fidel y coger al hermano [Paco Bedoya]”.
Según la misiva, el jefe de la Comandancia ya estaba enterado por San Miguel desde hacía 15 días. Es decir, que mientras Raimundo Garay informaba a la Guardia Civil, el cuñado de Bedoya, José San Miguel, parecía haber estado en tratos con la Brigada Social y Política de la Policía. Ambas fuerzas del orden público de la dictadura competían para ponerse la medalla de acabar con el último maquis y ambos personajes, al parecer confidentes, se disputaban también la recompensa del chivatazo.
En 1962, cinco años después del asesinato del último maquis de España, una cuadrilla de leñadores que talaba eucaliptos en el monte Corona tropezó con un alambre y sonó un campano. Apartando la maleza descubrieron un amplio perímetro rodeado por cinco hilos de espino. Cada vez que los tocaban se repetía el sonido. Penetraron en el espacio acordonado y descubrieron una puerta disimulada por la maleza en una oquedad. Refugio número 10, rezaba un cartel con un dibujo de la hoz y el martillo.
Era uno de los escondites de Juanín y Bedoya. Dentro estaba el campano hábilmente conectado con la alambrada protectora para avisar de intrusos. La sorpresa fue mayúscula cuando en su interior encontraron una cama grande, un banco, utensilios y herramientas perfectamente ordenados, junto a montones de papeles, cartas, periódicos y escritos. Cometieron el error de avisar a las autoridades que a su vez recibieron la orden de quemarlo todo. Solo se salvó una pistola de madera tallada por las manos de Bedoya que se llevó uno de los taladores y que con los años llegó a manos de su hijo Maelín.
Aquel fuego no logró imponer silencio sobre lo que sucedió hace 67 años, sobre la historia de los últimos emboscados. Un monumento en la curva de Islares recuerda que allí murió Paco Bedoya, el último maquis, y en la tumba de Juanín sigue habiendo flores.
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