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De animales y distancias

8 de julio de 2020 09:59 h

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Con sus vidas paralelas, los animales nos ofrecen un tipo de compañía diferente de todas las que puede aportar el intercambio humano. Diferente porque es una compañía ofrecida a la soledad del ser humano como especie

Hay distancias que van más allá de los kilómetros que separan un espacio de otro, hay distancias que son mentalidades, ideologías, falta de empatía. Hay una distancia necesaria para tener perspectiva, hay distancias que muestran desprecio y hay distancias de seguridad que nos salvan en más de una ocasión de un choque innecesario. La tensión entre distancias y cercanías en un debate, enriquece nuestra perspectiva y es donde se encuentran los matices y la posibilidad de pensar (nos) diferente.

En los últimos años, más aún en este último tiempo de postconfinamiento, el medio rural se ha puesto de moda como destino turístico, como espacio idílico donde refugiarse y tomar aire fresco. Sobre todo después de pasar un encierro que ha visibilizado que nuestras ciudades no están diseñadas a la medida de lo humano y que nos ha recordado (de nuevo) que necesitamos tener contacto con la naturaleza. El campo, para gran parte de la población, sigue estando empapado de esa visión romántica, asociada a una imagen de naturaleza pura, de espacio “natural”, como si fuera algo alejado de la mano del ser humano. Sin embargo, el campo es profundamente cultural y está atravesado por relaciones e interdependencias culturales que se pueden “leer” de muchas formas, por ejemplo, en el paisaje de un territorio. De esto sabe mucho Jaime Izquierdo, de la construcción cultural de la naturaleza, de las interacciones necesarias urbano-rurales, de ahí su “ciudad agropolitana” y su “aldea cosmopolita”, términos que os invito a conocer en profundidad en su obra y que nos acercan a un futuro deseable para la convivencia entre seres humanos, animales y ecosistemas.

A estas alturas, más aún en una comunidad pequeña como Cantabria, el vínculo urbano-rural creo que debería de tener muchas lecturas transversales, no solo la turística. En este sentido, me gustaría hablar de un tipo de distancia que vengo observando hace tiempo y nada tiene que ver con esa “distancia social” de la que tanto se habla estos días, sino de una distancia más profunda. Algunas de las personas que viven en los pueblos (sí, de las que viven todo el año) y algunas de las que llegan para pasar el verano, incluso aquellas que tienen un origen rural, suelen mostrar muy a menudo esa “distancia” de la que os hablo. El caso del gallinero y el hotel rural en Asturias el año pasado fue un ejemplo muy claro del desconocimiento, los prejuicios y la intolerancia hacia la vida campesina. Alguien alojado en una casa rural denunció que el gallo del vecino no le dejaba dormir por las mañanas porque cantaba al alba. Estas escenas se repiten cuando una cabaña de vacas cruza por las calles del pueblo, por delante de la vivienda donde está aparcado un coche que tendrá, tarde o temprano, que pasar por encima de alguna que otra moñiga. Conozco casos de personas que se quejan por el sonido de los campanos por la noche y también de otras que les han dado galletas a perros pastores porque creen que pasan hambre. Nada sorprendente en una sociedad que trata a los animales cada vez más como mascotas, como si ese fuera el único buen trato posible, el que los urbanitas de clase media les pudieran ofrecer, olvidando otro tipo de necesidades etológicas y de hábitats. 

La distancia, no solo física, sino entendida como desconocimiento y desprecio, sobre las formas de vida rurales es más habitual de lo que parece. Por ejemplo, cuando se habla del cambio climático y de la contaminación de la atmósfera, en seguida se señala a la ganadería como una de las principales causantes, metiendo en el mismo saco todas las formas de cría de ganado, como si la intensiva y la extensiva fueran la misma cosa, como si las macrogranjas se pudieran comparar con las pequeñas explotaciones familiares. Hay iniciativas y movimientos que están haciendo un trabajo impresionante para defender las formas tradicionales de ganadería y pastoreo, que han sobrevivido durante décadas respetando la biodiversidad. Entre ellas, me quedo con las que, además, lo hacen desde una perspectiva de género reivindicando el papel de las mujeres rurales y el feminismo como Ganaderas en Red o Ramaderes de Catalunya.

Una gran parte de esta sociedad cada vez más anestesiada, ya sea urbana o rural, ignora las luchas cotidianas en el campo (no digamos las de los campesinos de otras latitudes del planeta), como si la comida apareciera por arte de magia en la balda del supermercado, como si no hubiera conflictos por la propiedad de la tierra, por la especulación, por unos precios justos en origen. Hay muchas historias detrás de un alimento. La mejor clase de agroecología me la dio una pastora de ovejas en Etxarri-Larraun (Navarra) hace unos años, explicando cómo la gente ya no quiere comer “comida que huele” refiriéndose a la leche y el queso de oveja. Una mujer acostumbrada a manejar las ovejas, a ordeñar, a viajar y a mantener una mirada ágil y viva hacia lo que la rodea: “Yo voy a Francia y aprendo, bajo al mercado a vender quesos y aprendo, cuido mi rebaño y aprendo”. Decía que practicaba una “ganadería con afecto”, mientras señalaba los montes que tenía cerca de su caserío: “Cuando te vendo un queso te estoy vendiendo parte de mi vida, de mi tiempo, de la historia de mi familia, de esos árboles que ves ahí enfrente, de este territorio, además de un queso bueno y rico”. La gente quiere el queso, pero no quieren que se les recuerde que ese queso es posible gracias a pastores y pastoras, una ganadería extensiva que saca los animales a las montañas, que vive en unos tiempos y ritmos diferentes a los urbanos. ¿Cómo van a tolerar la presencia de los animales, si los animales huelen? ¿Cómo van a aceptar que el gallo cante al alba?

Se pone de moda la visita al campo y a la granja, pero no todas las formas de vida se pueden plegar al turismo. La turistificación del medio rural no es una solución a medio y largo plazo, sino temporal y estacional. ¿Queremos que el campo se convierta en una urbanización más, en una aldea dormitorio, en un espacio vacío de relaciones comunitarias? ¿Queremos ser los actores y actrices de un parque temático de experiencias rurales donde ya todo es un bien de consumo más? La diversificación de la actividad agraria, que entiendo como un recurso más para las pequeñas economías familiares, no debería de dejar de lado los procesos de producción de alimentos relacionados con una actividad económica y de comercialización real, de la que permite el relevo generacional y el futuro de la vida en los pueblos.

La vía campesina lleva años luchando por la soberanía alimentaria. Fijémonos en cómo se pueden hacer las cosas de otra manera, creando redes cooperativas con otros productores, en equilibrio con la flora y fauna locales. Otra ganadería es posible. Hay muchas personas y colectivos que se dedican a trabajar la tierra y a producir sus alimentos que tienen claro que su manera de estar en el mundo es algo político, cultural, económico, no algo “natural” y mucho menos inocente. El problema no son los campesinos, sino los explotadores de personas, de la tierra y de los animales. El capitalismo es el problema. Todos estos modelos intensivos de producción son el resultado de un sistema salvaje y extractivista que está acabando, precisamente, con los campesinos, con las familias que producen alimentos a pequeña escala, que sustentan el comercio local, que producen con criterios agroecológicos y que viven en nuestros pueblos durante todo el año.

Creo que nos sigue costando mucho ponernos en el lugar del otro, tenemos que pensar nuevas miradas hacia los seres sintientes. No todo vale, no puede valer todo. Se habla mucho de una transición ecológica, de objetivos de desarrollo sostenible, de bienestar animal… ¿Cómo pueden ser compatibles las corridas de toros con los controles sobre bienestar animal a cualquier ganadería? Nadie debería sentirse indiferente ante el sufrimiento de un animal, más aún las personas que los tenemos, los criamos y somos responsables de su buena vida (y de su buena muerte). Habito dos mundos que aparentemente no tienen nada que ver y, sin embargo, tienen mucho en común, el cultural y el agroecológico, ambos esenciales porque producen alimentos necesarios para la vida. No concibo una cultura (ni una producción agroecológica) que defienda el sufrimiento animal.

Hace unos días veía en este medio las imágenes de la foca de la Magdalena, una foca cubierta de algas, ¿qué discurso puede justificar y naturalizar algo así? He vivido hasta los 18 años en Santander y llevo viendo los animales de ese recinto desde niña: leones, pingüinos, osos polares, focas… recuerdo también cuando había camellos para dar paseos por el pinar. No encuentro ningún motivo a día de hoy para seguir manteniendo esos animales ahí, no tiene sentido, menos aún educativo. ¿Qué modelo de bienestar animal, de respeto, de convivencia, se está defendiendo al no entender que hacer vivir en esas condiciones no es un modelo de vida digna para los animales?

No podemos perder la sensibilidad hacia lo que sucede a nuestro alrededor y nos afecta. El mundo es un lugar lo suficientemente complejo, como para seguir pensando que nuestra existencia es imprescindible. La pandemia ha puesto el acento en los cuerpos, en el ser humano como otro ser vivo más, al igual que animales y plantas, afectado también por plagas o pandemias.

Hay distancias que son desgarradoras y que nos apelan. Tenemos que ser capaces de entendernos para poder convivir, sea cual sea nuestro origen, nuestra ideología, nuestro trabajo, nuestra identidad. Una vida en común, no puede dejar a las personas de lado, ni a los animales y ecosistemas. Tendremos que encontrar la forma de poder generar espacios de convivencia respetuosa entre seres vivos, entendiendo que esa naturaleza (híbrida, cultural) que tanto nos fascina, de la que formamos parte y nos nutrimos, es en último término, la única casa que tenemos. Y solo somos invitados en ella.

Con sus vidas paralelas, los animales nos ofrecen un tipo de compañía diferente de todas las que puede aportar el intercambio humano. Diferente porque es una compañía ofrecida a la soledad del ser humano como especie

Hay distancias que van más allá de los kilómetros que separan un espacio de otro, hay distancias que son mentalidades, ideologías, falta de empatía. Hay una distancia necesaria para tener perspectiva, hay distancias que muestran desprecio y hay distancias de seguridad que nos salvan en más de una ocasión de un choque innecesario. La tensión entre distancias y cercanías en un debate, enriquece nuestra perspectiva y es donde se encuentran los matices y la posibilidad de pensar (nos) diferente.