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El año de la peste

Hace ya tiempo que vivimos con el temor, más o menos justificado, de que el mundo se acabe en algún momento no lejano. Últimamente es difícil ser optimista con relación a la continuidad de la especie, la verdad. Hay menos niños. Se necesitan menos operarios. Y las multitudes que intentan llegar a países como Estados Unidos y Europa, sabiendo que por el camino les van a hacer todo tipo de perrerías que fácilmente acaban con su muerte, atestiguan que buena parte del globo es directamente invivible ahora mismo, sin esperar a un futuro peor.

Y la guerra…, no es que siempre amenace con aparecer, no: es que siempre está ahí; lo único que hacemos es mantenerla relativamente lejos de nuestras fronteras.

Conseguimos, a trancas y barrancas, que el hambre y la guerra se entretengan por ahí. Ponemos fronteras durísimas y vamos salvando la situación, obviando que dentro de esas fronteras también hay una cantidad enorme de dolor evitable.

Pero la peste…, ah, la peste no se ahoga en el Mediterráneo. No se deja meter en un campo de concentración. Ni puede devolvérsela en caliente, digan lo que quieran los tribunales de por aquí.

Así que ahora tenemos miedo. Mucho miedo. Y aparecen los iluminados. Algunos ya estaban ahí, pero sin el miedo no era tan fácil ver que sus majaderías son discursos peligrosos, de gente averiada de verdad, que piensa así sin necesidad de que un virus se les meta en el cuerpo y les haga delirar. Ahí están quienes proponen bajar los impuestos para combatir al coronavirus. ¿Eso es lo que enseña la Epidemiología?

Los que no estamos iluminados compartimos el miedo de todo el mundo. ¿Al coronavirus? No tanto. A lo que el miedo puede hacer con nosotros,

Recordamos nuestra propia experiencia de hace unas décadas, cuando en España la gente enfermaba (llegaron a ser 300 víctimas mortales) y no se sabía por qué. Alguien dijo que el mal lo transmitían los periquitos y en un plisplás no quedó periquito vivo en los hogares españoles. Parecida suerte sufrieron otros animales domésticos tras sucesivas declaraciones igual de fundadas, hasta que la colaboración de un convento de monjas, en el que las hermanas enfermaban pero las novicias no, permitió descubrir que la causa era el aceite adulterado.

Nuestra experiencia personal no difiere demasiado de lo que relatan los libros de Historia, en los que aprendemos que a la peste que recorría Europa se la intentaba atajar quemando brujas (es decir, pobres mujeres inofensivas), método tan científico y eficaz como bajar los impuestos.

Los humanos podemos ser muy burros en condiciones normales; con miedo podemos ser terribles hasta lo inimaginable.

Hemos tenido epidemias otras veces, de esta también saldremos. Este será el año de la peste, otro más, como 1665, que lo fue de la de Londres, o 1918, el de la gripe española. Habrá vacuna, porque sabemos cómo hacerlas, solo falta acertar con la buena. Lo que puede variar es otra cosa: si se hace caso a los iluminados y se recortan los impuestos solo los ricos y sus servidores directos podrán tener vacunas y sobrevivir a plagas como la presente.

Subirlos, por supuesto, tampoco es solución. De lo que se trata es de que, además de las clases medias que los pagamos hoy, paguen impuestos los inmensamente ricos. Pero no se divisa iniciativa alguna para lograrlo, ni en otras partes del mundo ni aquí. Más bien parece que se trabaja en sentido contrario.

Hemos tenido epidemias otras veces, de esta también saldremos. Pero aprovechamos la ocasión para exteriorizar un miedo que sin este pretexto nos avergonzaría exhibir. El mundo se va a acabar, sí, pero por nuestra perversa gestión. La que busca el enriquecimiento de una minoría a costa de lo que sea, agotar hasta el extremo los recursos naturales o las vidas de congéneres. A ese peligro no se le puede combatir inventando vacunas: ese sí puede acabar con nosotros.

Hace ya tiempo que vivimos con el temor, más o menos justificado, de que el mundo se acabe en algún momento no lejano. Últimamente es difícil ser optimista con relación a la continuidad de la especie, la verdad. Hay menos niños. Se necesitan menos operarios. Y las multitudes que intentan llegar a países como Estados Unidos y Europa, sabiendo que por el camino les van a hacer todo tipo de perrerías que fácilmente acaban con su muerte, atestiguan que buena parte del globo es directamente invivible ahora mismo, sin esperar a un futuro peor.

Y la guerra…, no es que siempre amenace con aparecer, no: es que siempre está ahí; lo único que hacemos es mantenerla relativamente lejos de nuestras fronteras.