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Café en el parque

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Se veía venir. El incremento de nuevos positivos y fallecidos por COVID-19 en Cantabria ha dado al traste con la política de no confinamiento que inicialmente había apuntado el presidente Revilla. Sus comunidades vecinas ya lo anticipaban con el cerrojazo a la hostelería hasta próximo aviso, el toque de queda en cualquiera de sus eufemismos y el llamado cierre perimetral que impide pasar de un municipio a otro. Cantabria no ha sido diferente al resto de España y en menos de un mes ha sucumbido a la lógica pandémica: si queremos evitar los contagios hemos de restringir la movilidad, los encuentros sociales, el contacto...

El problema es, como nos viene ocurriendo desde que los respectivos gobiernos nos avisaran de la segunda ola, que los cambios se han hecho con cuentagotas, apelando al sentido común en unos casos —el menos común de los sentidos, si revisamos el número de sanciones interpuestas—, a normas ya establecidas en otros, e impulsando nuevas reglas de convivencia que, a la larga, han provocado confusión y desconcierto. Hubiera sido sencillo por parte del Gobierno central marcar una pauta única, decretar un nuevo estado de alarma y generar unas reglas de juego para todas las comunidades. Dejar que fueran estas las que establecieran cómo debía jugarse ha hecho que lo que es válido para Cantabria no lo sea para Asturias o el País Vasco y que aquel telespañolito que cantaba Sabina se vea obligado a rebuscar en el BOE, en el BOC, en los diarios o en las redes sociales para saber qué puede hacer. Los dos primeros dan pereza; las últimas crean confusión —que se lo digan a un republicano norteamericano, que si solo sigue Twitter o Facebook creerá que Trump ha ganado las elecciones—. Así que los diarios (locales) se convierten en el único asidero para el ciudadano de a pie que percibe, ojiplático, cómo los bares, restaurantes o servicios de restauración han limitado el aforo, la consumición en el interior y van camino de echar la llave si el descenso en los contagios no lo remedia. Porque como dice el refranero español: “Cuando las barbas de tu vecino veas cortar, pon las tuyas a remojar”. Que Cantabria esté en nivel 4 de alerta sanitaria no es, desde luego, un buen augurio.

Como también era de esperar, los hosteleros han presentado recurso contra las últimas limitaciones al sector, aunque tengo la impresión de que quizás no vayamos a un confinamiento como el que vivimos en marzo, pero sí a limitaciones mucho más severas en la hostelería, el transporte público o el comercio. O lo que es lo mismo: solo se podrá salir a la calle para ir a trabajar, a hacer la compra, bajar la basura o pasear al perro —he estado a punto de escribir mascota, pero conociendo la picaresca española he desechado el término al imaginarme a cientos de personas en la calle con un hámster, una iguana o un periquito, con su correspondiente correa, eso sí—. La hostelería tendrá que reinventarse, empleando una palabra de moda en este 2020. He visto en Bilbao, por ejemplo, cómo el cierre de los bares se ha resuelto de manera satisfactoria para aquellos clientes ávidos de café. A la hora del mismo, decenas de personas salen en parejas a la calle, se acercan a una de esas franquicias que venden pan, bollería y café para llevar, y con el desayuno en la mano acaban en un banco del parque. Las plazas se han llenado de un nuevo tipo de consumidor que sorbe café en vaso de cartón, introduce el cruasán en su interior y se lo lleva a boca mientras se quita hábilmente la mascarilla. Y todo ello sin salpicarse, lo que en sí ya es una muestra de habilidad digna del mejor malabarista. Si yo fuese uno de los asesores de comunicación de cualquiera de los políticos de turno ya tendría pensada una respuesta en caso de que un periodista me interrogase sobre el cierre de los bares: “A partir de ahora se podrá consumir en plazas, parques y trayectos al centro de trabajo. El desayuno es salud siempre que se haga en la calle, con mascarilla y distancia de seguridad”. A un español no se le puede prohibir el tentempié de media mañana.

El Gobierno central y muchas comunidades autónomas intentan evitar por todos los medios un nuevo confinamiento. Sin embargo, hay voces que empiezan a cuestionarse si las medidas tomadas para evitar la propagación del virus y el colapso de la sanidad están provocando los efectos anhelados. Aunque es pronto, no parece que estemos en el buen camino. De hecho, nuestros vecinos alemanes e incluso italianos han tomado ya medidas más restrictivas. Anticipándome a los acontecimientos, y previendo unas futuras semanas de teletrabajo, me he puesto en contacto con mi operador telefónico y le he pedido que me dé de alta en una de sus promociones: fibra, dos líneas independientes con llamadas y datos ilimitados, dos plataformas de televisión a la carta para que no falte ni el fútbol ni las series, que uno en la adversidad debe estar entretenido y así no pensar demasiado. Al tiempo, les he pedido una portabilidad de otro móvil y que me den de baja en un módem 4G portátil que desde hace tiempo tenía contratado para eventualidades. Y mientras la amable operadora tecleaba compulsivamente para satisfacer mis necesidades de conexión, me ha dado tiempo a hacer la comida, comer, recoger la cocina, poner la colada, cambiarme de ropa y echarme en el sofá a ver el telediario. Preparándome ya para lo que nos espera. 

Se veía venir. El incremento de nuevos positivos y fallecidos por COVID-19 en Cantabria ha dado al traste con la política de no confinamiento que inicialmente había apuntado el presidente Revilla. Sus comunidades vecinas ya lo anticipaban con el cerrojazo a la hostelería hasta próximo aviso, el toque de queda en cualquiera de sus eufemismos y el llamado cierre perimetral que impide pasar de un municipio a otro. Cantabria no ha sido diferente al resto de España y en menos de un mes ha sucumbido a la lógica pandémica: si queremos evitar los contagios hemos de restringir la movilidad, los encuentros sociales, el contacto...

El problema es, como nos viene ocurriendo desde que los respectivos gobiernos nos avisaran de la segunda ola, que los cambios se han hecho con cuentagotas, apelando al sentido común en unos casos —el menos común de los sentidos, si revisamos el número de sanciones interpuestas—, a normas ya establecidas en otros, e impulsando nuevas reglas de convivencia que, a la larga, han provocado confusión y desconcierto. Hubiera sido sencillo por parte del Gobierno central marcar una pauta única, decretar un nuevo estado de alarma y generar unas reglas de juego para todas las comunidades. Dejar que fueran estas las que establecieran cómo debía jugarse ha hecho que lo que es válido para Cantabria no lo sea para Asturias o el País Vasco y que aquel telespañolito que cantaba Sabina se vea obligado a rebuscar en el BOE, en el BOC, en los diarios o en las redes sociales para saber qué puede hacer. Los dos primeros dan pereza; las últimas crean confusión —que se lo digan a un republicano norteamericano, que si solo sigue Twitter o Facebook creerá que Trump ha ganado las elecciones—. Así que los diarios (locales) se convierten en el único asidero para el ciudadano de a pie que percibe, ojiplático, cómo los bares, restaurantes o servicios de restauración han limitado el aforo, la consumición en el interior y van camino de echar la llave si el descenso en los contagios no lo remedia. Porque como dice el refranero español: “Cuando las barbas de tu vecino veas cortar, pon las tuyas a remojar”. Que Cantabria esté en nivel 4 de alerta sanitaria no es, desde luego, un buen augurio.