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Cielos

Anda estos días el aire limpio y el cielo exaltado, como en un poema de Whitman. Dicen que es el viento el que hace que desaparezcan las partículas que enturbian la atmósfera y eso permite que al mirar a lo lejos lo veamos todo (las montañas, los edificios, los árboles, los carteles informativos de la autovía) en alta definición. En alta definición, también, las nubes: parece que están de pasarela, contoneándose una detrás de la otra; nubes altas, bajas, grandes, pequeñas, nubes como trasatlánticos que parece que se le van a desplomar a uno encima de la cabeza.

Del cielo me gusta que está en todas partes: allí donde el asfalto y el cemento lo ocupan todo uno mira hacia arriba y está el cielo, con sus cambios de colores, de formas; un paisaje que siempre cambia y que es, pienso, el más justo de los paisajes porque uno puede disfrutar de él en cualquier parte: en el polígono industrial, en la ciudad, a través de la ventana de un aula en el colegio, en el patio de una prisión provincial. El cielo es un lienzo que nunca se detiene pero que, quizá por la costumbre, tendemos a mirar con cierta indiferencia. A la extrañeza el ojo se acostumbra y nada ve. Para que nos fijemos en el cielo, el cielo se ve obligado casi a gritar para que lo miremos, ahí están los amaneceres, los atardeceres, las tormentas. Y a veces ni con esas.

Lo mejor del cielo es que si uno se detiene a mirarlo y se deja invadir por la extrañeza de que el cielo esté ahí, como colgado sobre nuestras cabezas, todo se vuelve un tanto insignificante y es esa una insignificancia liberadora pues hace que desaparezcan esas miserias cotidianas que, lo mismo que el polvo en suspensión, le restan nitidez a la vida.

Anda estos días el aire limpio y el cielo exaltado, como en un poema de Whitman. Dicen que es el viento el que hace que desaparezcan las partículas que enturbian la atmósfera y eso permite que al mirar a lo lejos lo veamos todo (las montañas, los edificios, los árboles, los carteles informativos de la autovía) en alta definición. En alta definición, también, las nubes: parece que están de pasarela, contoneándose una detrás de la otra; nubes altas, bajas, grandes, pequeñas, nubes como trasatlánticos que parece que se le van a desplomar a uno encima de la cabeza.

Del cielo me gusta que está en todas partes: allí donde el asfalto y el cemento lo ocupan todo uno mira hacia arriba y está el cielo, con sus cambios de colores, de formas; un paisaje que siempre cambia y que es, pienso, el más justo de los paisajes porque uno puede disfrutar de él en cualquier parte: en el polígono industrial, en la ciudad, a través de la ventana de un aula en el colegio, en el patio de una prisión provincial. El cielo es un lienzo que nunca se detiene pero que, quizá por la costumbre, tendemos a mirar con cierta indiferencia. A la extrañeza el ojo se acostumbra y nada ve. Para que nos fijemos en el cielo, el cielo se ve obligado casi a gritar para que lo miremos, ahí están los amaneceres, los atardeceres, las tormentas. Y a veces ni con esas.