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OPINIÓN | 'Pesimismo y capitalismo', por Enric González

Corriendo contra el reloj

Lo último que se pierde es la esperanza. Y lo primero el mechero. Y uno se da cuenta de que se está haciendo viejo cuando todos los futbolistas que ficha tu equipo son diez años más jóvenes que tú. Un día estás en el bar y en la tele dicen que el Madrid ha fichado uno que tiene veintisiete años y alguien pregunta: ¿Pero ese no está ya muy viejo? En ese momento haces cálculos y te das cuenta de que solo tienes dos opciones: o te vas con toda la pena de quien acaba de descubrir que el Madrid ya no lo fichará nunca, o pides otra.

Por otro lado, lo bueno de cumplir años es que a fuerza de vivir uno va viendo cosas a poco que preste atención. A esto lo llamamos experiencia. Hemos visto. Por eso sabemos que no hay que echarse las manos a la cabeza si el país sigue sin un Gobierno en firme, si la derecha anuncia apocalipsis en vísperas de la negociaciones de Pedro Sánchez con Podemos o si en Cataluña el Parlament asegura que esta vez sí, de verdad, va a empezar el debate para redactar el borrador del preámbulo de la ley de desconexión que permitirá de manera mágica la independencia. Son cosas que pasan, se dicen y se avisan. ¿Y después qué ocurre? Nada. O muy poca cosa.

Así ha ido tirando España durante los últimos cuarenta años largos. Todo perfectamente lampedusiano, pequeños ajustes, giros controlados y puestas a punto regulares. Cosas sin importancia. Hasta ahora. Hemos llegado a un escenario afilado en el que ya no puede pasar más tiempo sin que empiecen a pasar cosas. En algún momento se celebrará una sesión de investidura, probablemente fallida, y en ese momento empezará a correr el reloj. Entonces, con unas nuevas elecciones en el horizonte y el tiempo devorando los plazos, tal vez los candidatos empiecen a poner las cartas sobre la mesa. Las cartas de verdad.

El hecho de que los dos únicos candidatos con opciones a presidir el Gobierno de España se hayan pasado mes y medio mirándose de reojo y discutiendo tácticas con sus asesores dice unas cuantas cosas de la responsabilidad con la que ejercen sus cargos quienes se dedican continuamente a pedir responsabilidad a la ciudadanía. Si yo fuera la ciudadanía no sabría muy bien qué pensar. Quizás alguna herejía: si a ellos no les preocupa el país, ¿por qué debería preocuparme yo?

Es una pregunta peligrosa, que desemboca en una desconexión total de los ciudadanos con las élites políticas. La idea de que es posible correr más rápido que la realidad solo funciona en las malas películas y en la mente de Mariano Rajoy, un hombre que piensa que si uno ignora a la realidad, la realidad se termina rindiendo. Eso ya no va a funcionar más. Cuando el edificio se tambalea no basta con retocar la fachada. Ha llegado el momento de hablar de cosas serias y de decidir, entre todos, cómo vamos a afrontar el futuro. Eso no se consigue pensando únicamente en clave interna y poniendo los intereses partidistas y personales por encima del interés general. El futuro es, ni más ni menos, que el lugar en el que uno se levanta todas las mañanas. Algo importante.

Lo último que se pierde es la esperanza. Y lo primero el mechero. Y uno se da cuenta de que se está haciendo viejo cuando todos los futbolistas que ficha tu equipo son diez años más jóvenes que tú. Un día estás en el bar y en la tele dicen que el Madrid ha fichado uno que tiene veintisiete años y alguien pregunta: ¿Pero ese no está ya muy viejo? En ese momento haces cálculos y te das cuenta de que solo tienes dos opciones: o te vas con toda la pena de quien acaba de descubrir que el Madrid ya no lo fichará nunca, o pides otra.

Por otro lado, lo bueno de cumplir años es que a fuerza de vivir uno va viendo cosas a poco que preste atención. A esto lo llamamos experiencia. Hemos visto. Por eso sabemos que no hay que echarse las manos a la cabeza si el país sigue sin un Gobierno en firme, si la derecha anuncia apocalipsis en vísperas de la negociaciones de Pedro Sánchez con Podemos o si en Cataluña el Parlament asegura que esta vez sí, de verdad, va a empezar el debate para redactar el borrador del preámbulo de la ley de desconexión que permitirá de manera mágica la independencia. Son cosas que pasan, se dicen y se avisan. ¿Y después qué ocurre? Nada. O muy poca cosa.