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Cuidar es revolucionario

Lo “común sensible” es lo común que se siente. Está más acá y va más allá de la comunidad con que te identificas o te identifican. Es ese grupo cotidiano, la tribu, el círculo, el colectivo, incluso el barrio, más que las comunidades normadas, puramente intelectuales, regidas por el interés. El común sensible no prioriza el rendimiento, está más cerca del gasto que se vive como lujo… como el amor. Y es ese común del cuerpo a cuerpo el que está llamado a protegernos del capitalismo, el patriarcado, el racismo, el capacitismo, el edadismo… y la insatisfacción general que el desorden mundial provoca en nuestras vidas. Por contagio y cuidados más que por estatutos e imposiciones.

Tengo una amiga que esta semana tuvo que renunciar a una gesta solidaria, una acción internacional contra el racismo, para quedarse con sus padres enfermos que afrontan, probablemente, los últimos tramos de su vida. Nada menos. Mi amiga se ha visto obligada a posponer su plan porque ha decidido apostar por el momento singular, doloroso y prosaico, esencial, que le toca vivir junto a ellos. Su acto es revolucionario en un mundo cruel, poco dispuesto al contacto y la vulnerabilidad, y edadista, discriminador con las personas mayores, obsesionado por la belleza y la juventud e incapaz de poner en valor la edad y la sabiduría. Me pregunto cuántas personas habrá conscientes del valor único de su gesto, ese gesto tan invisible como admirable, y tantas veces repetido en la vida de tantas mujeres y algunos hombres: repetido y singular, frecuente y, a la vez, único.

En su interesante libro, 'Trincheras permanentes' (Pepitas de Calabaza, 2017), Carolina León pone la mira en las “retaguardias de la revolución”, indaga en las intersecciones de política y cuidados, esos que te implican de cuerpo entero y a menudo te arrancan de la primera línea, de la zona visible. La revolución se ha de hacer cuidando y los cuidados se han de entender como revolucionarios. Se ha de cuidar a los niños, las compañeras, los debates, el planeta, los mayores, los acuerdos, las marginadas, los valores, los enfermos… No cabe imaginar un mundo mejor en el descuido, porque es el cuidado lo que nos hace dignamente humanos —y en esto hay acuerdo, al menos, entre León, la que escribe, mi amiga y el mismísimo Martin Heidegger—. Sin embargo, el modelo político en que se nos educa, el que a menudo realimentamos, es sobre todo despiadado y descuidado, descorporeizado, ajeno a la vida que es lo que la política protege —o debiera proteger—.

En este modelo neoliberal, dramáticamente ciego a lo que importa, las retaguardias apenas se conocen y mucho menos se reconocen. No deja de ser una de tantas decisiones civilizatorias que, por tanto, se pueden replantear. Quien obtiene reconocimiento es el político al micrófono y no el equipo que elabora el programa o el movimiento que lo inspira, la arquitecta que firma y no el estudio que realiza el proyecto, el activista con la pancarta y no el grupo que genera la acción, la presentadora del telediario y no el personal técnico y de redacción, el médico y no el grupo de enfermeras que nos asiste…. Para qué hablar de panaderos, fruteras, pescaderos, carniceras, dependientes, peluqueras, barrenderos… que hacen las vidas posibles. Y eso, siendo la realidad que la mayoría estamos en la retaguardia. Una mala decisión más en este mundo de emprendimiento neoliberal competitivo y desnortado.

Mi amiga es una de esas personas de las que trata en su libro León, aquellas que «aunque no estén, están», piezas imprescindibles de un movimiento que sólo se puede tejer con multitudes en las que cada singularidad cuenta. Aunque esta vez no ha podido acudir a la acción que tenía prevista, contribuye con su trabajo cotidiano a los actos que puede: está en esa retaguardia que hace los movimientos posibles. Su situación, además, me hace reflexionar en alto sobre algo que me preocupa hace tiempo: si la política —da igual la institucional que la de movimientos— es como un anuncio de coches —hipermovilidad, hiperpresencia, invulnerabilidad— igual es que algo mal estamos haciendo, pues nos estamos pareciendo al mismísimo Capital.

Aparte de tener en cuenta todas estas cosas, lo cierto es que para que los movimientos funcionen y los cambios se hagan reales, para que mi amiga, yo misma o usted podamos no estar sin preocuparnos en exceso, tendría que participar mucha otra gente que sólo disfruta desde la barrera —llámesele red social virtual o refugiarse en su vida privada— y luego aprovechará como todas los resultados de las movilizaciones por el cambio social. A los y las “polizones” los animo a echar un cable con lo que puedan. Podrán ver que muchas planeamos una revolución en la que cabemos (casi) todos —99%—, y que no deja fuera la Vida.

Respecto a los ancianos requeridos de cuidados como los padres de mi amiga, esos de los que una buena parte se ha echado a la calle para luchar por nuestras pensiones, qué decir, pues es un tema para todo un análisis —varios—. Según el INE, en 2017,  las personas mayores en España constituyen el 18,8% de la población total, y en 2060 serán ya casi el 35% de la población. Según el CIS, un 59% de las personas mayores que viven solas han expresado tener sentimientos de soledad y aislamiento. Habrá que ponerse las pilas porque los próximos ancianos somos la mediana edad de hoy, y nos podemos encontrar muy abandonados. Tal vez las migraciones no sólo suban la natalidad y la contribución a las arcas del Estado, no sólo cuiden de nuestros ancianos, sino que, además, nos enseñen a cuidar, a valorar y a utilizar la sabiduría de los mayores y a respetarlos como ocurre en otros lares, mucho menos edadistas que Europa. O tal vez mueran en el Mediterráneo o en alguna frontera y no pueda ser, claro.

Como en el caso de mi amiga, deben saber otras muchas amigas y algunos amigos que su decisión de cuidar es revolucionaria, que siempre habrá otros encuentros, reuniones de trabajo, debates, acciones, concursos…  pero lo que se atiende al acompañar a los mayores es irrepetible y absolutamente necesario. Que cuidar, así de sencillo, es un acto revolucionario y lo será más si hacemos masa crítica para defender su valor. «Cuidar es radicalmente hermoso porque te saca de tu “fantasía” y te vincula sin dobleces», dice León en su libro. Y vuelta al común sensible, singular y plural, acuerpado, con el que promover una civilización mejor.   

Lo “común sensible” es lo común que se siente. Está más acá y va más allá de la comunidad con que te identificas o te identifican. Es ese grupo cotidiano, la tribu, el círculo, el colectivo, incluso el barrio, más que las comunidades normadas, puramente intelectuales, regidas por el interés. El común sensible no prioriza el rendimiento, está más cerca del gasto que se vive como lujo… como el amor. Y es ese común del cuerpo a cuerpo el que está llamado a protegernos del capitalismo, el patriarcado, el racismo, el capacitismo, el edadismo… y la insatisfacción general que el desorden mundial provoca en nuestras vidas. Por contagio y cuidados más que por estatutos e imposiciones.

Tengo una amiga que esta semana tuvo que renunciar a una gesta solidaria, una acción internacional contra el racismo, para quedarse con sus padres enfermos que afrontan, probablemente, los últimos tramos de su vida. Nada menos. Mi amiga se ha visto obligada a posponer su plan porque ha decidido apostar por el momento singular, doloroso y prosaico, esencial, que le toca vivir junto a ellos. Su acto es revolucionario en un mundo cruel, poco dispuesto al contacto y la vulnerabilidad, y edadista, discriminador con las personas mayores, obsesionado por la belleza y la juventud e incapaz de poner en valor la edad y la sabiduría. Me pregunto cuántas personas habrá conscientes del valor único de su gesto, ese gesto tan invisible como admirable, y tantas veces repetido en la vida de tantas mujeres y algunos hombres: repetido y singular, frecuente y, a la vez, único.