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Defender lo que amamos

Poco a poco vamos entendiendo que esta huelga feminista no es una jornada, es un proceso, y eso nos obliga a trabajar(nos) cada día. “Si nosotras paramos el 8M, se para el mundo” es el mantra que repetimos porque un pequeño vistazo a las cifras de producción y reproducción de la vida lo avalan. Pero ¿dónde reposa la transformación real? En cada gesto, en cada palabra, en cada postura. Nosotras amamos todo lo que odia el patriarcado, todo lo que odia el capitalismo, todo lo que odia el colonialismo, y nuestra práctica cotidiana debería encaminarse a defender esos amores.

¿Qué odia el patriarcado? La cocción a fuego lento (pero fuera de los hogares) de relaciones entre mujeres. Relaciones de escucha, empatía, generosidad, respeto y a veces ternura. Detesta que nos juntemos, pero sobre todo que nos entendamos. Nuestra fuerza en la calle revierte en insultos. Nuestra acción real y política diaria se transforma en partidos misóginos consiguiendo escaños o resistencias institucionales a la aplicación justa de las leyes (que también necesitan revisión). También odia que disfrutemos, que estemos aprendiendo de las compañeras latinoaméricanas que basta ya de dolor, que ha llegado la hora del placer, de abandonar la culpabilidad. No soporta cuando tomamos conciencia colectiva de a quién pertenecen los cuerpos que habitamos.

¿Qué odia el capitalismo? Que no le cedamos esos cuerpos, que los dediquemos a labores “improductivas”, amores que no le interesan para la reproducción de la vida (y de las futuras pensiones). Que estemos trastocando mínimamente su camino hacia una individualidad para no organizar la crítica, pero una homogeneidad organizada en el consumo. Que protejamos los proyectos de economía feminista, social y solidaria. Que abonemos los campos, que recojamos las cosechas, que vayamos despacio.

¿Qué odia el colonialismo? A las que defienden el territorio que expolia el capital. A las que se acuerpan con la tierra por ellas y por nosotras. Nos soportan que las veamos y se queden grabadas en nuestra retina, porque al mirarnos en el espejo veremos a las explotadas, las heridas, las insultadas, las ahogadas, las asesinadas. Y ese dolor o esas ausencias nos remueven, nos mueven. La mirada colonial (no es cosa de hace siglos, no) no quiere que nos encontremos, así que busquémonos. No con el “tú, ¿de dónde eres?”, sino con “¿qué sientes?, ¿nos necesitamos?”.

Yo intentaré asumir mi parte (con todas sus incongruencias). Defenderé en grupos a WhatsApp a las 'compas' que entendieron que esto es una guerra de aquellos que las llaman “trastornadas” porque amo su valentía; criticaré las acciones parlamentarias malintencionadas para impedir otras formas de quererse, de follar o de ser porque quiero un mundo en el que quepan todos los sentires; romperé cada muro que me aísla de las que tienen menos que yo, de las que viven de otra forma, de las que vienen de fuera de mi casa porque me han enseñado a odiarlas o temerlas y yo sigo hablando de amar.

El pasado año ocupé un lugar en el espacio de las ausentes en la manifestación del 8M. Fueron mi dolencia personal, mi espina clavada. Y en ese lugar recuperé un sentir que no me provocaron ni las calles repletas. En la cabecera de ese espacio se instaló una mujer gitana mayor, orgullosa y enérgica. Debe ser luchadora veterana porque la reconocieron y saludaron varias personas. Me transmitió alegría a través de sus ojos alegres, de sus comentarios de sorpresa feliz. Solo podíamos querernos, y ahí empieza todo.

Llevamos un año caminando entre ochos de marzo, escalando cumbres, descendiendo precipicios. El desborde en las calles de varios países supuso un nuevo inicio pero ¿de qué?. De esperanzas de cambio, por supuesto, pero también de miedos, de tensiones, de viejos/nuevos obstáculos. Reconocerlos y sortearlos ralentiza la marcha, pero nadie dijo que un sistema de dominación como es el patriarcado y sus alianzas nos lo fuera a poner fácil. Vamos a volver a desbordar las calles, vamos a volver a vaciar las aulas. Mucha gente no podrá abandonar sus tareas de cuidados, ni seremos capaces de bajar el ritmo de la maquinaria consumista. Pero esto no va de un día. Amemos lo que detestan para seguir agrietando las estructuras que nos aplastan.

Poco a poco vamos entendiendo que esta huelga feminista no es una jornada, es un proceso, y eso nos obliga a trabajar(nos) cada día. “Si nosotras paramos el 8M, se para el mundo” es el mantra que repetimos porque un pequeño vistazo a las cifras de producción y reproducción de la vida lo avalan. Pero ¿dónde reposa la transformación real? En cada gesto, en cada palabra, en cada postura. Nosotras amamos todo lo que odia el patriarcado, todo lo que odia el capitalismo, todo lo que odia el colonialismo, y nuestra práctica cotidiana debería encaminarse a defender esos amores.

¿Qué odia el patriarcado? La cocción a fuego lento (pero fuera de los hogares) de relaciones entre mujeres. Relaciones de escucha, empatía, generosidad, respeto y a veces ternura. Detesta que nos juntemos, pero sobre todo que nos entendamos. Nuestra fuerza en la calle revierte en insultos. Nuestra acción real y política diaria se transforma en partidos misóginos consiguiendo escaños o resistencias institucionales a la aplicación justa de las leyes (que también necesitan revisión). También odia que disfrutemos, que estemos aprendiendo de las compañeras latinoaméricanas que basta ya de dolor, que ha llegado la hora del placer, de abandonar la culpabilidad. No soporta cuando tomamos conciencia colectiva de a quién pertenecen los cuerpos que habitamos.