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Opinión - Cuando los ciudadanos saben lo que quieres. Por Rosa María Artal

Derechos y privilegios

Tras sacar plaza en unas oposiciones públicas docentes, regidas por los principios de igualdad, mérito y capacidad, que no se garantizan precisamente en la selección de las empresas privadas (tampoco en las educativas), me convertí hace unos meses que ahora parecen años en funcionario público. Desde entonces, no he parado de escuchar que, por la estabilidad laboral alcanzada, somos unos “privilegiados”, en el sentido de que disfrutamos una situación mejor que la de otros trabajadores.

El origen de las plazas fijas de los funcionarios está en la necesidad de los estados de una plantilla de empleados públicos sin vinculación partidista, que no se debieran al gobierno de turno y pudieran actuar con independencia. Pero en realidad, la estabilidad debiera ser un derecho para todos los trabajadores, salvo incumplimiento de sus obligaciones. En la generación de nuestros padres, muchos comenzaban y terminaban su vida laboral en la misma fábrica, pero la actual fase capitalista ha puesto esto en peligro de extinción, vendiéndonos la búsqueda constante de empleo como un apasionante desafío de superación.

Se construye así un marco perfecto para la patronal: por un lado los trabajadores “normales”, precarios que no saben si van a mantener su empleo la semana que viene, sometidos a esa constante espada de Damocles… y por otro los “privilegiados” con un salario digno, descansos, etcétera. Juan Rosell se atrevió a declararlo en 2015: “Los trabajadores con contrato indefinido son unos privilegiados”.

Echando la vista atrás, se ha convertido en un método recurrente para desacreditar y desarmar luchas obreras, aislando así la solidaridad con los “privilegiados” mineros, docentes, estibadores o taxistas. El enfoque consiste en desprestigiar los derechos conquistados, haciéndolos pasar por discriminaciones frente a otros trabajadores, que en lugar de demandar avances colectivos claman por recortes para el de enfrente. La versión gremial del territorial “competitivos por abajo”. Así, los obreros de otros sectores me reprochan las vacaciones docentes en clave de que nos las quiten, en lugar de luchar por ampliar las suyas repartiendo mejor el trabajo.

Urge por tanto aclarar conceptos: privilegio sería toda aquella situación dada que, de generalizarse al común de la sociedad o del mundo, sería social, económica o medioambientalmente insostenible. Que no sería viable que todo el mundo dispusiera de ella. Los privilegiados del Antiguo Régimen estaban exentos de pagar impuestos, los de hoy los evaden, viven de lo que trabajan otras personas, alguno sigue siendo judicialmente inviolable, se mueven en vuelo chárter o consumen (consumimos) de una forma que si todo el mundo lo hiciera, agotaríamos los recursos.

No es ningún privilegio por tanto disponer de sanidad pública, comer tres veces al día, tener vacaciones remuneradas o no sufrir discriminación por tu color de piel. Eso son derechos, condiciones éticamente generalizables que se han ido reconociendo, que podemos disfrutar todas las personas.

Es importante interiorizar la diferencia, para que la lógica que se imponga en la salida de esta crisis sea de reparto de la riqueza, el empleo y el trabajo (cuidados, comunales…), reduciendo el consumismo y reforzando los servicios públicos. De lo contrario, nos arrastrarán a una guerra entre pueblos y trabajadores más o menos precarizados y empobrecidos. Recortemos todos los privilegios ganando derechos, avancemos.

Tras sacar plaza en unas oposiciones públicas docentes, regidas por los principios de igualdad, mérito y capacidad, que no se garantizan precisamente en la selección de las empresas privadas (tampoco en las educativas), me convertí hace unos meses que ahora parecen años en funcionario público. Desde entonces, no he parado de escuchar que, por la estabilidad laboral alcanzada, somos unos “privilegiados”, en el sentido de que disfrutamos una situación mejor que la de otros trabajadores.

El origen de las plazas fijas de los funcionarios está en la necesidad de los estados de una plantilla de empleados públicos sin vinculación partidista, que no se debieran al gobierno de turno y pudieran actuar con independencia. Pero en realidad, la estabilidad debiera ser un derecho para todos los trabajadores, salvo incumplimiento de sus obligaciones. En la generación de nuestros padres, muchos comenzaban y terminaban su vida laboral en la misma fábrica, pero la actual fase capitalista ha puesto esto en peligro de extinción, vendiéndonos la búsqueda constante de empleo como un apasionante desafío de superación.