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Por una despedida real

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Seamos utópicos: luchemos por lo invisible

Las familias reales me suelen resultar cómicas, con toda esa parafernalia que les rodea, saludando con la mano rígida, luciendo uniformes y siempre rodeados de gente agitando banderitas. Me reiría si no fuera porque están representando y encarnando un poder real gestado en distinciones, jerarquías, desigualdades y que reproduce un orden simbólico autoritario, basado en la herencia y no en los procesos democráticos. Por mucho que nos hayan inculcado aquello de la monarquía parlamentaria y tal, que el rey reina pero no gobierna, que todos somos iguales ante la justicia… la experiencia nos aporta otros matices.

Ya va siendo hora de que se celebre un referéndum donde se pueda votar sobre la forma de Estado en la que queremos vivir. Seguir sosteniendo una monarquía -no solo económicamente- sino social, simbólica y culturalmente, me parece del todo absurdo en nuestros días, más aún cuando estamos viviendo en una época caracterizada por la (re)precarización, las crisis económicas, energéticas, sociales… pero esto no va del todo con los reyes y reinas. Hacer una gira por el país y mostrar su real “empatía”, agradeciendo a los ciudadanos el esfuerzo realizado durante el confinamiento, se parece más a una campaña publicitaria que a otra cosa.

A Cantabria vinieron para “apoyar” al sector primario, y una de sus paradas fue el ferial de ganados de Torrelavega, donde lo que vieron realmente poco tiene que ver con el ferial de los miércoles, pero ya sabemos que, en general, en las visitas del monarca siempre se muestra una realidad edulcorada, despojada de aquello que pueda resultar incómodo, políticamente incorrecto o simplemente demasiado realista para que suene bonito. Se parece más a un escenario folclorizado que a la vida cotidiana de las gentes de un lugar, pero se trata precisamente de eso, de una actuación más ante un poder, una institución, un símbolo. Y detrás de los reyes, el séquito, siempre buscando una imagen que rentabilizar social o políticamente.

En este país no hubo una ruptura real con el régimen del 36 sino una “transición” blanda que, entre otras cosas, nos dejó incrustada esta monarquía con la disculpa de la cohesión social. Así, tal cual, sin reparación, sin justicia, sin condenar la dictadura franquista, cubriendo todo con esa equidistancia de “las dos Españas” y “los dos bandos” (como si no hubiera habido un gobierno legítimo antes de la guerra civil). Siempre escuchando el discurso amenazante de que, si no fuera por la monarquía, podría volver a estallar otro enfrentamiento armado. Ya sabéis, la monarquía: esa institución integradora, inclusiva y democrática que nos protege continuamente con su buen hacer ejemplificante. Va a ser que Valtònyc tenía razón.

No se deja espacio para otras maneras de enfocar estas cuestiones políticas y sociales, más allá de la herencia de la transición que encuentra en una Constitución “intocable” su más preciado tesoro. ¿Cómo se puede sostener una democracia sin herramientas democráticas participadas? Si para poder votar sobre la forma de Estado en la que queremos vivir se tiene que cambiar la Constitución, esto no puede suponer un problema. El músculo democrático se ejercita usándolo, los textos legales han de ser revisados, entre otras cosas, para poder adaptarse a nuevos contextos históricos.

La historia no es algo lineal, está repleta de tensiones y conflictos, de discursos enfrentados, de pugnas por el poder. Sucede algo parecido con las tradiciones, en el momento que se hace referencia a algo “tradicional” como disculpa para no cambiarlo, como si hacerlo fuera un pecado. Cuando se cree que algo, aparentemente, “siempre fue así” o “siempre se hizo así”, se está obviando que los procesos de construcción social (de cualquier tradición) también son cambiantes, permeables, híbridos, abigarrados. Y, por supuesto, son también luchas entre poderes. Dejemos de sacralizar textos que no deberían de ser sacralizados, porque nada tienen que ver con lo sagrado y simbólicamente “intocable”, sino todo lo contrario, tendrían que ver con la vida cotidiana de las personas, con sus necesidades reales, con la manera de tener una convivencia libre, democrática y participativa.

Este artículo estaba pensado, en un principio, para hablar de las despedidas, de la forma de despedirse de una persona o de un lugar. Mientras comencé a escribirlo, vi la noticia de la carta del ex-rey, muy adornada de respeto hacia el trabajo de su hijo y a la propia institución monárquica y me pareció interesante hablar de una despedida real y, quizás soñar, con que el viaje hubiera sido familiar y no individual. Pero no ha sido así, este rey se va, precisamente, para proteger la corona, para no ser juzgado, para no rendir cuentas, un rey que huye para salvar la monarquía. Resultaría paradójico, pero no es más que otra nueva estrategia para seguir manteniendo el poder y los privilegios de la familia real. Y ya van unas cuantas.

Siempre estamos barriendo debajo de la alfombra. En este país se siguen alimentando instituciones retrógradas como la monarquía o la iglesia con discursos y prácticas que pretenden blanquear sus trapos sucios y tratar de forma paternalista a la ciudadanía

No hay espacios para la ruptura y el cambio, siempre estamos barriendo debajo de la alfombra. En este país se siguen alimentando instituciones retrógradas como la monarquía o la iglesia, por poner dos buenos ejemplos, gracias a discursos y prácticas que pretenden blanquear sus trapos sucios y tratar de forma paternalista a la ciudadanía, como si fuéramos herramientas útiles para mantener sus privilegios (¿lo somos?). ¿No tendríamos que estar creando espacios y tiempos para articular maneras de estar en el mundo que puedan sostener la vida? Una vida digna, donde no haya sangres azules, donde no se mezclen las religiones con las cuestiones de Estado, donde no tengamos que sostener privilegios, cuando lo que tendríamos que estar sosteniendo con nuestros impuestos es la sanidad pública y la educación, sin condiciones, sin recortes, sin fisuras. ¡Qué sería de nosotros sin sanidad pública! No podemos cansarnos de repetir y defender el derecho a recibir una atención médica universal, independientemente de nuestro origen, de nuestra renta, de nuestra edad.

Es inevitable para mí recordar en estos días otra despedida, que nada tiene que ver con la del emérito. Esta fue una despedida real, de las de verdad, no de la realeza. Se acerca el aniversario de la muerte de mi padre, el antropólogo, editor y poeta Antonio Montesino que nos dejó hace cinco años. Me he acordado mucho de él durante el confinamiento y cada vez que escuchaba que los enfermos de COVID no podían despedirse de sus familiares y seres queridos. Yo tuve la suerte de poder despedirme de mi padre en la UCI del Hospital Universitario Marqués de Valdecilla de Santander.

Recuerdo que tuve que ponerme la ropa de protección adecuada para no contaminar la habitación: una bata, fundas en los zapatos, guantes, un gorrito que me recogía el pelo y una mascarilla. Sudaba tanto que se me caían las gotas de sudor por la nariz. Mi padre tenía los ojos cerrados, pero me oía y apretaba mi mano para que yo pudiera estar segura de que él era consciente cuando le hablaba. Durante su estancia en el hospital, siempre me decía que la mano para un enfermo de cáncer es el alma, que todo se transmitía por ahí. La mano como apéndice último de la vida. ¡Cuántas veces he imaginado las miles de historias de despedidas que no pudieron ser!

La despedida, en este caso, una despedida para siempre, forma parte de un ritual terriblemente humano que nos sitúa en un profundo respeto mutuo y en un tiempo y espacio para la dignidad de las personas que se están diciendo adiós. Es una especie de acto universal, de algo que nos trasciende. Pienso hoy en las despedidas que no pudieron ser, no tanto por razones sanitarias, sino políticas y sociales, pienso en las fosas comunes de la guerra o en los migrantes ahogados en la mar, en todas esas familias que no pueden recordar a sus muertos con la dignidad que merecen, aunque se agarren a la memoria de sus vidas y de sus cuerpos. No podemos olvidarlos, no debemos olvidarlos. Decía Adorno que “así como los muertos están entregados inermes a nuestro recuerdo, así también es nuestro recuerdo la única ayuda que les ha quedado”. 

Seamos utópicos: luchemos por lo invisible

Las familias reales me suelen resultar cómicas, con toda esa parafernalia que les rodea, saludando con la mano rígida, luciendo uniformes y siempre rodeados de gente agitando banderitas. Me reiría si no fuera porque están representando y encarnando un poder real gestado en distinciones, jerarquías, desigualdades y que reproduce un orden simbólico autoritario, basado en la herencia y no en los procesos democráticos. Por mucho que nos hayan inculcado aquello de la monarquía parlamentaria y tal, que el rey reina pero no gobierna, que todos somos iguales ante la justicia… la experiencia nos aporta otros matices.